Palabras en el cielo.

Palabras en el cielo.

Jose Jordan

07/12/2020

Mamá tenía los ojos grises, como esos mares turbios que parecen no haber tenido nunca peces. En sus horas felices, yo veía encenderse una luz en la trastienda de todas sus miradas, y entonces sus pupilas parecían tragarse las cumbres de la sierra que coronaba nuestro patio al pie del horizonte.

Mamá era adicta a la fotografía, al punto de que pasar un día sin tomar al menos una foto era para ella como dejar de comer, o de dormir. Cada vez que la nostalgia la trae de regreso a mi memoria, aparece de pie en el extremo del jardín donde antes crecía el olivo, su vista detenida en algún punto invisible de la tarde no cesa de enhebrar preguntas inaudibles. De repente, queda inmovil, como un felino hambriento que acaba de husmear su presa; busca a tientas su cámara atascada entre dos libros de versos y con movimientos precisos va apretando el obturador mientras hace girar con precisión los aros del objetivo.

Aquellos instantes tenían la virtud de robarme el aliento, hacían de mi una sombra, reducían la inquietud de mis cortos años a la imagen de un guerrero sorprendido por la hidra en pleno laberinto. Así aguardaba inmovil el fin del ritual; el instante en que mamá se colgaba la camara al hombro, y salía despacio rumbo al lado opuesto de la casa, donde estaba el cuarto oscuro. Al pasar a mi lado, mamá siempre sonreía, dejaba resbalar una mano soñolienta entre mis greñas y seguía su rumbo, sabiendo que yo la seguiría inevitablemente. Entrábamos al cuarto de revelado, ella cerraba la puerta y accionaba a tientas el interruptor de una bombilla roja adosada a la pared del fondo, mientras yo me sentaba en la banqueta alta junto a la mesa de trabajo y me quedaba mirando las cubetas llenas de liquidos transparentes de donde irían emergiendo las figuras familiares del bosque, la sierra y la delgada franja de mar al noroeste.

Me llevó mucho tiempo aprender a ver la realidad a través de las fotos de mamá, pero una vez asimilada aquella dimensión ya no supe ver la vida de otra forma. Al principio, todo era igual; el mismo bosque hirsuto, como el lomo de un perro azul dormido al pie de la cordillera, delataba por igual la llegada de la noche y del viento; mas un día cualquiera, una foto del bosque atrapó mi mirada y al querer desviarla, sentí que no podía hacerlo; entonces vi al bosque estremecerse, como un monstruo milenario que al despertar de un profundo letargo, busca con sus ojos la luna, para ver reflejados en su espejo los siglos que le ha robado el sueño. Aquella fue la primera revelación de una vida latente que germinaba desde siempre en la raíz de mi sangre exigiendo a gritos el despertar de mi conciencia.

Aquellos instantes se fueron multiplicando entre mis días y pude ver con claridad que el bosque estaba muriendo. Su cuerpo yacía aterido, como un inmenso campo de batalla abandonado entre llamas de hielo. El invierno prematuro lo cubrió de nieves negras y en un rincón ignoto de su oscuridad tronaba una campana.

Mamá participaba a hurtadillas de mis sobresaltos, desapareciendo en la oscuridad del cuarto en mis momentos de observación extática, para reaparecer de inmediato cuando el terror asomaba entre mis lágrimas.

En uno de mis días más terribles, vi por primera vez el pináculo del templo. Un tibio sol de enero hizo brotar un destello de luz entre las ramas, antes de perderse tropezando entre las nubes.

El templo era la imagen misma de la desolación y muchos años después llegué a saber que estuvo consagrado a dioses imposibles; no obstante, en el momento en que lo vi brillar por primera vez al sol, supe que era el único sitio de la tierra desde el cual se podía acariciar al bosque y decirle que aún no estaba solo.

La primavera me sorprendió desandando los trillos sombríos que bordean los linderos del bosque hasta dar con los cimientos del templo. Los helechos incipientes resplandecían entre las piedras cubiertas de musgo y salamandras que sirvieron de estampa a mi desilución. Supe que aquel lugar sirvió de refugio a la esperanza en los tiempos remotos en que el bosque no dormía; supe que unos hombres echaron los cimientos y otros alzaron las mismas paredes que unos terceros entregaron al fuego, mientras enésimos alojaban y desalojaban a sus dioses en una carrera desenfrenada que los llevó a olvidar el bosque. Supe también que aún no estaba dicha la última palabra.

Fue en aquella misma primavera cuando encontré a mamá acostada en la terraza apuntando con su cámara al cielo. Su pose era tan extravagante, y tan alegre su sonrisa de bruja buena que no pude menos que echarme a reir. El cielo estaba despejado, y tan solo una nube raquítica cruzaba languidamente el cenit.

Unos instantes más tarde, mamá se puso en pie de un salto, cruzó corriendo la sala y se perdió de vista en el pasillo lateral que conducía al cuarto oscuro. Yo me quedé mirando el cielo, con la mente llena de interrogantes, hasta que escuché a mis espaldas el silbido con el que mamá solía reclamar mi presencia.

Entré con todo cuidado al cuarto oscuro, cerrando la puerta antes de abrir la cortina consecutiva y haciendo después una pausa, para dar tiempo a mis ojos a adaptarse a la semipenumbra, antes de seguir mi camino esquivando las cajas y cubetas desperdigadas en desorden por toda la habitación.

Mamá me hizo una seña con el dedo para que me acercara y una vez que me detuve a su lado, señaló con el índice una foto recien revelada que había colgado a secar justo encima de la mesa de trabajo.

En el centro de la toma, en cuyo fondo gris era dificil adivinar el cielo, flotaba una nubecilla blanca. Yo me quedé mirando absorto la fotografía sin llegar a entender que era lo que la hacía especial y entonces mamá, adivinando mi pregunta, recorrió con el dedo la silueta enreversada de la nube antes de decirme:

– Aquí dice: esperanza. Está en sánscrito.

Su aclaración, lejos de disipar mis dudas, las hizo aun mayores, y añadió a ellas la sospecha de que la salud mental de mamá tal vez no estaba en las mejores condiciones.

Pero, en los días consecutivos, las nubes convertidas en palabras continuaron brotando de las cubetas llenas de reactivos como pollos de una incubadora; el cielo renacía cubierto de ideas positivas reflejadas en morfemas de los más diversos idiomas: sánscrito, chino, latín, francés…

Un día le pregunté a mamá de dónde venían aquellas palabras.

– Son pensamientos – me dijo -. Cuando deseas mucho alguna cosa, y le dedicas una parte importante de tu fuerza espiritual, la idea en si misma se libera y sigue viviendo en alguna región del espacio. Esa región está accecible a todas aquellas personas que piensan y sienten como tú, sin importar su cultura, su lengua o su época. Las palabras nunca mueren.

– ¿Y siempre llegan a ser nubes?

– Pueden convertirse en cualquier cosa. Pueden ser el viento, una ola o una estrella.

A partir de ese día comencé a advertir en la brisa los mensajes del bosque y le di en mi corazón el sitio definitivo que corresponde a mi primer amigo.

Un año más tarde, en un día sin rasgos memorables, mamá salió a la terraza donde yo me había detenido a meditar y me tomó de la mano. El gesto era en cierta manera inusual y alojó en mi pecho el presentimiento de que algo terrible estaba por suceder.

Mamá empezó a contarme su sueño, tantas veces aplazado, de dar la vuelta al mundo. No se trataba simplemente de sobrevolar el globo en un avión; hablaba de un viaje minucioso que exigiría largas estadías en lugares diversos y remotos; un viaje para el cual la vida entera pudiera representar una fracción de tiempo insignificante.

Entendí, con un nudo en la garganta, que comenzaba nuestro primer y postumo conflicto; no me cabía en la cabeza que mamá se fuera así no más, en pos de la nada, con la certeza de que no volveríamos a vernos; su entusiasmo infantil me destrozaba el corazón, ella había sido desde siempre el único amor de mi vida.

En vísperas del viaje, mamá me llamó a su lado, me abrazó fuerte, enjugando mis lágrimas con sus cabellos y me dijo:

– Tú ya eres un hombre y conoces tu lugar y tu misión en este mundo. La vida es un camino plagado de abismos que te harán más de una vez dar la vuelta y volver sobre tus pasos, pero el día en que sientas nacer en ti la fuerza de saltar y seguir tu ruta al otro lado del despeñadero, no permitas que el miedo te obligue a cambiar de idea, ni permitas que otro te haga desistir de tu intento por más que quieras a esa persona.

Pasé la noche en vela, esperando la mañana para besarla en la frente y desearle buen viaje, pero al despuntar la aurora no encontré en mi las fuerzas para verla partir y me encerré en mi cuarto. A través de la ventana entreabierta oí llorar al bosque, y mi pena multiplicada acabó por agotar mis fuerzas.

Las primeras luces del día me legaron una casa en ruinas, huerfana de sonidos y aromas, en cuyos postigos abiertos se detenía a cavilar el viento, mas el tiempo se encargó de convertir lentamente aquella resaca en una ola inmensa y empecé a luchar por convertir en realidad mis sueños que eran también los sueños de mamá. La vida fue llenandome de una sabiduría serena en cuyo nicho germinó una alegría idescriptible por saber que mamá, después de todo, había conquistado su sueño.

Un día, desperté mucho más temprano de lo que usualmente exigían el deber o la costumbre y parado en la terraza, lavada por la lluvia de la noche anterior, me quedé mirando el horizonte dónde flotaba una escuadrilla de nubes diminutas.

Siguiendo un impulso inesperado, corrí hasta la sala, eché mano a la cámara y empecé a tomar freneticamente fotos de aquella porción del cielo. Un instante después desenrrollaba la película en el cuarto oscuro mientras echaba a andar la ampliadora y vertía reactivos en todas las cubetas. Uno a uno fueron desplegandose delante de mis ojos los simbolos de una lengua desconocida que no tuve, no obstante, dificultad alguna en descifrar.

Sobre un fondo gris que nadie se atrevería a llamar cielo, flotaban las palabras más tiernas que jamás haya leido:

Siempre estaré a tu lado.

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