¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? Tú volabas rumbo al sol y al pasar junto a mí, tu ilusión rozó mi estela. El universo era tan joven que habríamos podido contar las estrellas con los dedos, pero entonces no teníamos manos, ni brazos para sostenernos, ni labios para sonreír y nombrar nuestras sensaciones.
Yo recuerdo que al pasar, tú dejaste una gema prendida en mi interior y ella quedó suspendida en mi centro, ardiendo de inquietud cada vez que yo veía nacer un lucero en el umbral del infinito y en su destello de obsidiana, mis ansias invocaban la nostalgia de los días y las noches que aún estaban por surgir.
Tu recuerdo me invadió de repente en el primer amanecer del mundo. Yo sabía que nada de aquello habría existido sin ti. La luz cedió de un golpe su descaso a la sombra y sacudió del manto de la noche las estrellas, un resplandor vivaz coronó las aguas mientras mi voz ensayaba su primer suspiro al ver las islas diminutas que gemían en los brazos del viento, como planetas moribundos.
Yo te buscaba sin cesar, escrutando las entrañas de un océano desierto que no sabía pronunciar su nombre y en cada sílaba confusa de sus olas, hacía emerger entre mis ansias un sueño de corales.
Yo sabía que tú estabas allí, oculta tras la linea imprecisa de cada nuevo horizonte y dibujabas en la niebla tus sueños más voraces, con la esperanza de atrapar entre ellos mis huellas, pero la noche siguió jugando a ser el tiempo, hasta el día en que te vi crecer calladamente bajo mi fronda. El tiempo había recorrido hasta entonces jornadas incontables, yo era feliz de tener ramas y raíces, pero la obligación de vivir atado a la tierra me impedía buscarte.
Cada vez que el vuelo de un pájaro cortaba el curso de la luz entre el sol y mis ramas, mis hojas soñaban ser la brisa, que remontaba cada mañana la barrera de las nubes.
Yo aprendí a escribir tu nombre en el corazón de cada flor y enviaba en pos de ti mariposas y abejas que se perdían zumbando entre la hierba para regresar unos días más tarde, sin una sola noticia de ti entre los múltiples copos de polen que impregnaban sus alas.
Nunca podré saber cuál de los elementos alojó entre mis raíces tu semilla. Te vi crecer a mi lado en el transcurso de días incontables, admirando el estoicismo de tus tiernas ramas al pelear con la lluvia. Tus ramas se inclinaban hasta besar la tierra, rozando levemente mis raíces, sin saber que eran mías. Los nenúfares burlones murmuraban risueños la historia de mi pasión y tu inocencia, embriagándose de sol al sumergir el filo de sus pétalos tersos en el agua, que escuchaba a hurtadillas cubierta de silencio.
Una vez desperté en medio de la noche, sin saber por qué el amanecer había alojado su luz en mi savia y pude ver entre tus ramas la primera flor. A duras penas aguardé el final de aquella noche, para enviarte con la brisa el primer grano de polen. Más tarde, desde tus ramas volaron a mi fronda las abejas y desde entonces no hemos dejado de amarnos con todos los matices que la vida ha refugiado en nuestras entrañas.
Hoy tu copa luce los primeros frutos, tus raíces se han fundido firmemente con las mías y yo se que pasado el invierno, tu fronda alcanzará por fin mis ramas. Toda mi vida se resume en la espera de ese instante… pero hoy he visto arder la franja más azul de nuestro bosque y se que el viento arrastrará sin tregua las llamas en pos de nosotros. Quizás mañana solo seremos cenizas y el sueño de besar tus hojas con las mías sea consumido por el fuego. Mas yo sé que mis restos seguirán buscandote, coronando de ansias la corriente intrépida de los ríos y el polvo cristalino que sepulta en el desierto las noches más frías. Yo sé que algun día volveré a encontrarte y entonces quizás tengamos brazos para sostenernos y labios para sonreír y nombrar nuestras sensaciones.
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