En Valencia, 30 años de ejercicio de la medicina, le encendían a Carmen las alarmas internas, mientras esperaba de su cardiólogo, los resultados del Holter que forzosamente hubo de practicarse, después de su estreno en crisis hipertensiva, a sus 56 años, apenas cumplidos el día anterior. Y listo! No se equivocó. Las mayor probabilidad de muerte, la presentaba en la narcosis del sueño profundo. Y gracias al maldito estrés, del cual no ha podido librarse, ni siquiera con 4 años de visitas al psiquiatra, lecturas sobre inteligencia emocional, neurolinguística, técnicas de relajación, y todo el blablablá relacionado con terapias alternativas. Con la impotencia del que sabe que no hay manera de controlar la situación, sin tomar medicamentos, y en la cima de su frustración, aceptó la invitación al viaje a Mantecal. Pensó: «alejarme unos días de la avalancha de adversidades, me harán llegar al mínimo….».Y partió con su amiga Alba y su esposo Peña, al fundo de sus ancianos padres, donde estaba segura, sería objeto de mimos y atenciones. La travesía fue larga y accidentada, por la ruindad en la que se encuentran las principales carreteras en Venezuela. Cada una de ellas está plagada de alcabalas de policías, guardias nacionales y efectivos del ejército nacional, que lejos de resguardar la integridad física de los transeúntes, escrutan cada bolsa, maletín o maleta, caja, cava o paquete, en la búsqueda de productos de la cesta básica alimentaria. Productos a los que el 90% de la población del país no tiene fácil acceso y que se trafican con la clandestinidad con la que los narcos comercian la droga. Tras todo esto, sumado a la incesante lluvia que los acompañó desde la salida, llegaron al fundo bastante tarde, en la lobreguez de las noches del llano, alegrada en el momento, por los abrazos de saludo, los besos y el alivio del arribo al hogar. Extenuada y después de un reconfortante baño con agua de manantial que recogen de un pozo profundo, del cual se proveen en esas tierras apartadas de teléfonos celulares, señal de televisión, radio o periódicos, Carmen se acostó en la hamaca y con la vista del cielo preñadísimo de estrellas, a través de la ventana, y el arrullo de las aguas crecidas por el invierno, de un caño cercano a la casa, se rindió en profundo sueño, preámbulo del descanso añorado. El olor del café la despertó y ya eran las siete de la mañana. Estaba a por lo menos dos horas de atraso, con respecto a los demás, acostumbrados al madrugar que obligan el ordeño de las vacas y la preparación del queso, soltar a los cochinos, para que coman en la sabana y regresen en la tarde a acabar con la sobras de lo que se recogió durante el día, sacar de los corrales a los becerros con sus madres, para que pasten todo el día, hasta que se arreen de nuevo en la tarde, liberar a los patos, gallinas, gallinetas y hasta 5 pavo reales, mientras se tienden las arepas y se prepara con que acompañarlas en el desayuno. El momento no era sino la continuación de la bienvenida y ya en la sobremesa, se anunciaban las novedades. Se murió Pájaro!. El recio dueño de un vecino hato, cuyo hígado le jugó una mala pasada, considerando la tolerancia que cualquier hombre de llano debe mostrar para las bebidas espirituosas, combinado con la actual ruina sanitaria existente en Venezuela. La última noche del velatorio, era el acontecimiento del momento. El incesante e inusitado tránsito de vehículos atestados de gente por la carretera, era el anuncio de una agitada noche, de lo que Carmen llamaría en su acostumbrado humor negro de médicos, una «rumba luctuosa», con la que familiares y amigos claman al creador, indultar al fallecido, mientras comen y beben hasta el hartazgo, durante toda la noche. Alba advirtió: «hay que ir temprano, para cumplir». Eso sería lo único que nos salvaría de la plaga (de insectos y de gente) y del riesgo de que nos agarrara un aguacero, en medio de la noche, explicación que dejó muy en claro la pulsión del convite. Mientras, transcurría el día en la estepa del llano apureño: la suave brisa que acaricia y refresca, los diferentes tonos de verde que la extensa pradera ofrece y en la que resaltan los escasos árboles y palmeras, con un reguero de lagunas que parecen espejos refulgentes, ante el espléndido sol bajo el que se calientan en sus orillas, babos, galápagos, chiguires y garzas de diferente tipo, accesibles a simple vista, porque para ver venados, caballos salvajes y anacondas, hay que adentrarse tierra adentro. La plétora de pájaros obligaba a Carmen a restringirse a la descripción detallada de sus características: tamaños, colores, tipos de pico, repetición onomatopéyica de sus trinos.
Un deleite total para cuerpo y espíritu. Y llegó el momento. Salieron sólo las mujeres, ante la reticencia de los hombres a participar en estos rituales. Tras minutos de carretera, llegaron al grupo de casas de la familia del difunto. Aglomerado de casas, donde vive la abuela casi centenaria, madre del finado, el resto de sus hijos, con sus maridos, mujeres y nietos, bisnietos y tataranietos, abundantes e idénticos en su apariencia desnutrida, bastante contrastante con la obesidad de sus adultos cuidadores. Carmen, se extasiaba ante la novel coyuntura. Con recato siguió a sus compañeras, bajo la mirada escrutadora de los presentes. Entraron a la choza más grande, de paredes de barro y caña, techo de hojas de palma y un compacto piso de tierra. Precaria, sólo con puertas, sin ventanas. En el salón mayor, preparaban «el altar de Pájaro», sembrado de imágenes de santos de diminutos tamaños. Hojas verdes de un específico arbusto autóctono, constituían una alfombra de 2 x 2 metros, sobre la cual, pétalos de flores dibujaban un gran corazón central, rodeado de más flores, la foto de su moto y de su caballo, y en la base de ella escrito con la preciada y exigua harina de hacer arepas, Hermis Valera, QEPD.
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