Las cosas no salieron como pensábamos que podrían ser, no dio lugar y no hubo ningún indicio de que podría retomarse.

De repente, desperté una mañana sintiéndome agobiada por cosas que no supe explicarle a nadie. Porque alguien que lo tiene todo, no tendría de qué sufrir. Vaya, al parecer, la vida no permite sufrimientos de otros tipos pero, a mí me duele el ser.

Las cosas que más se sufren son las que más se callan y no queda más que darle buena cara a la vida, porque todo debe continuar. En el actuado andar de la serenidad, se anidan los sentimientos más sinceros de cualquier tipo y sin lugar a dudas, no hay nadie que comprenda ese dolor porque nunca escuchó antes de ese malestar.

Una historia susurrada, de silencios y miradas que no entendieron bien que se acercaba el fin. Pensé, buscando lo mejor, que era sano darle vuelta a la página de palabras escritas con tinta que otros no pueden ver. Me guardé como el mejor secreto de la vida, esos instantes que no volverán jamás y, no le dije a nadie que me dolían perderlos, ni me quejé de la inconformidad de quedarme con eso porque esperaba más.

Mientras me trago las lágrimas que quise llorar antes, escribí páginas a puño y letra que no verán la luz. Y entre ese gélido andar de la pluma, salieron una a una, todas esas cosas que me resigné a no decir. A postrarme en la cama, sintiendo y llorando, porque me despedía de la esperanza.

«Siempre, siempre te esperé y no vi más» exclamé, por última vez, a la última imagen con la que me quedé. Al final, la razón me espetó: Si sólo estabas tú.

Y con último suspiro me despedí de todo, al silencio y sin tanto estruendo. Hoy desperté notando que al final, efectivamente, en esa historia sólo estaba yo.

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