Estaba intentando escapar de mí, pero el fantasma de tus palabras me lo impidió por completo. A pesar de lo difícil que resultaba levantarme cada mañana, la poca voluntad me obligaba a cumplir con las rutinas monótonas de mi vida: bañarme, salir a la plaza, cocinar, hablar con mi madre acerca de lo mucho que extraña al que solía ser mi padre, limpiar la casa, etc. Por fin contaba con una tarde libre, tarde que utilicé productivamente perdiéndome en maravillosos sueños ajenos a cualquier realidad. Es curioso, pues aún ahí apareciste tú, sonriendo y susurrando que todo estaría bien, que pronto cambiarías de parecer y correrías a mis brazos, entendiendo que únicamente yo conozco hasta las huellas de tus dedos, que nadie más te leía con el sigilo que yo te brindaba, que te diste cuenta (tal vez tarde) de esa semilla de amor incrustada tu corazón y me pedías ayuda para hacerlo florecer, te acercabas y lentamente nuestras manos se reconciliaban gritando pactos y promesas de pasión eterna, luego desperté. Qué sensación de agrieras…
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