La mano en el bolsillo, manoseaba nerviosamente unas llaves. Observó a los habitantes de la cola, y se imaginó sus vidas. El albañil, la cocinera, el jubilado, el estudiante, la camarera, el ejecutivo, el ladrón…todos compraban cosas parecidas, papel higiénico, lavavajillas, detergente o comida para perros, después de todo, no eran tan distintos a él. Sus vidas también se esclavizaban en contratos, hipotecas y turnos de trabajo. Organizados en habitáculos parecidos, compartían, escaleras, ascensores y facturas. A veces se peleaban entre ellos, y arreglaban el mundo en la barra del bar de abajo, cosa ahora menos habitual, dada la actual situación pandémica, y que tenía a todos a dieta de abrazos y reuniones sociales.
Según el día, se ponían un traje u otro, el de señor amable, el de madre de familia, el de los domingos o el de limpiar, entre otros. Él también tuvo un traje de los lunes, días de chiqui park, noches de manta con peli, cenas con amigos, y hasta vacaciones programadas.
Ya se acercaba su turno, se aproximaba a la caja. Se había puesto la capucha de la sudadera, aunque pareciera raro, nadie se percataria, estaban todos inmersos en su propio mundo, hasta la cajera parecía estar drogada, no era de extrañar, a esa hora, seguro que soñaba con volar a casa y hundirse en su sofá.
El cliente que le precedía, puso su compra en la cinta, sacó con lentitud su vieja cartera y extrajo un billete de 50, la cajera abrió la caja para darle el cambio al señor, y él ante el espectáculo de billetes, empezó a temblar. Se le pusieron los ojos como platos y los redobles de tambores en las tripas, le ocasionaron retortijones, era ahora o nunca, se dijo, y sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre la cajera apartandola abruptamente de su puesto, para hacerse con el botín , sus manos recogían billetes a la velocidad de la luz, ante los ojos atónitos de los presentes, que él ni veía, ni escuchaba. En ese instante de trance, su cerebro se desconectó y le dejó actuar cual autómata, nunca antes había experimentado una sensación similar, temía que el pecho le fuera a explotar, y tras la mascarilla, el aire se le hacía insuficiente y denso. Esa mezcla de pánico y euforia era una suerte de cocktail desconocido muy potente para él, ya no decidía, se dejaba llevar, no tenía opción. Todo pasó en un plis plas, y antes de ser consciente, se vio a sí mismo corriendo hacia la calle, donde su cómplice le esperaba con la scooter en marcha. Subió en ella cual cowboy a su caballo, perdiendo algunos billetes en el camino, que a buen seguro alguien pilló. Con una scooter que corría como una kawasaki, desaparecieron de la vista de todos. Cuando estuvieron lejos, giraron en una bocacalle, con poca luz, donde abandonaron la moto, metieron el dinero en la mochila que ella trajo, se pusieron el traje de personas honradas, y con una calma pasmosa, que ambos desconocían, se fueron caminando tranquilamente cogidos de la mano, se sentaron en una terraza y se pidieron unas cañas. Sus corazones galopaban aún, como cuando se conocieron, años atrás. Brindaron, mirándose con complicidad, no siendo aún conscientes de las consecuencias de su hazaña. Desconocían el valor de su botín, ya lo contarían en casa. A buen seguro les daría de comer un tiempo a ellos y los niños y quizás pagarían algunos recibos de luz, antes de que se la cortaran. La hipoteca era otra historia, de momento vivían en su casa compartida con el banco. Mañana irían, como una familia más, al supermercado y según el presupuesto quizás mirarían un sofá de segunda mano, pues el otro ya se lo habían comido, al igual que la tele y otros enseres del hogar. Por ahora conservaban la familia, su amor y sus ganas de vivir, lo demás ya verían. Al día siguiente, en su buzón cambiaron sus nombres, sustituyendolos por: Bonnie and Clyde.
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