LOS ÚLTIMOS VIAJES
“La recompensa final de los muertos
Es no tener que volver a morir”
Friedrich Nietzsche
Viaje I
Al seiscientos cincuenta de la avenida, siguiendo el sendero de los ligustros, mi reloj marcaba las tres y cuarto, cuando las luces del ómnibus acechaban en la distancia aproximándose vertiginosas hacia mí. Eufórico y aterrado volvía de la Legión, con culpa y cargo presentía que tras sobrevivir a beduinos y al desierto moriría bajo las ruedas colosales del colectivo. Pero se detuvo y ascendí, línea cincuenta y seis, tomé asiento, segunda fila individual, solo nací y solo muero, ojos rutilantes espesamente cansados, legionario de regreso tras la extensa campaña de miles de horas por el océano de sílice donde islotes de oasis escaseaban y la arena en los dientes perturbaba luego el paso necesario de la saliva al duodeno.
Los marroquíes se atrincheraban con los Atlas a sus espaldas y el invasor en sus ojos e hígados, mientras el ritmo monótono del volvo me adormecía. Sobresaltado siento una existencia impersonal e incorpórea a mi dorso, como un viento fluyendo por el rostro de un marinero del mediterráneo y estaba allí la mecha esperando ser encendida.la llegada al fuerte con el sudor frío corriendo por la herida abierta y necrosada sobre la pierna, un solo grito y una parte menos para el hombre y una más para los buitres, la pistola, el soldado ignominioso, el rugir del tamboril y el calor del alma del cañón. Las entrañas cerebrales esparcidas por doquier sobre la arena del Sahara.
La presencia ausente aumentó mis ritmos cardíacos, presentí lo inevitable, presentí lo que ya hube sentido en mis pesadillas. De pronto, desde la nada del todo, esperándolo hace tiempo, la explosión. Un torrente de fuego venido desde las espaldas me envuelve en llamas arrojándome hacia el techo, atravesándolo con el cuerpo trozado en cien partes y los ojos por primera vez separados, uno tendido en el piso mirando el ómnibus incendiado al lado de la pierna que me quedaba. El otro ojo observa las tripas cerebrales del legionario que nunca volvió, cuando nunca volví.
Viaje II
Las ramas se extienden, se vuelven delgadas, desde el tronco anguloso y ancho, buscando el aire limpio varios metros hacia arriba. Es un tala magnánimo. A su lado está el portón de ingreso. Cuando llegué al mismo, ya había anochecido. Oí el aullido de los perros al acercarme y al mirar con detenimiento observé cómo una jauría de unos cinco, aullaban y giraban en círculos frente a la puerta de ingreso al galpón donde he vivido estos últimos años. Cuando me acerqué la jauría aullante pareció no verme pero algo les hizo notar mi presencia porque aullaron con más fuerza cubriendo el silencio del anochecer. Entré al galpón. Las cosas estaban en su lugar. Habré percibido la soledad en la que estarían los muebles, el abandono de las paredes en penumbras, habría notado el aturdiente silencio o el recuerdo de los aullidos de perros que sobrevolaban la cama. Lo cierto es que me retiré tomando el camino polvoriento con dirección a la casa aledaña.
El aire fresco de la noche inunda de estrellas apenas rutilantes. Esto me era conocido. El camino me es conocido. El crujido de los eucaliptos tronchados apenas por la brisa helada, a mis espaldas, también lo conocía. Descendí hacia la casa en la que antes he habitado, donde antes habitaron mis padres. La galería callada recibió mi presencia, fui recorriendo las habitaciones vacías, muy frías y oscuras, deteniéndome en cada lugar donde he actuado mis papeles de hijo, luego esposo, luego padre. Volví a tomar el camino que descendía hasta el río.
La casa moderna, con ventanas semicirculares, está elevada frente al arroyo que no para de bullir sus aguas frescas que descienden desde los cerros. Ésta casa era mía, la casa de mi mujer y la de mis hijos. Sentó su silencio al acercarme, una ventana irradiaba luz. Tal vez allí esté mi mujer cociendo una prenda o quizá mi hija, callada y taciturna observa una mancha en la pared. No puedo acercarme. Me alejo prosiguiendo el camino.
Esa noche recorrí muchos lugares. La casa de mi infancia, ahora en ruinas, bares en los que he pasado días jugando el billar, talleres en los que he aprendido a ganarme el pan y en los que un anciano, tras enseñarme a corregir un inconveniente mecánico, decía –“cómo es posible que algo que no piensa pueda con algo que piensa”.
La noche ha sido larga, quizá he demorado mucho más tiempo del que creí utilizar para recorrer los lugares en los que he vivido. He vivido, bien digo. El anteúltimo viaje está cumplido, me resta el último, del que no retornaré. Los perros continúan aullando y girando en círculos.
Viaje III
Bajé, en la madrugada, por el camino empedrado. Habría sido mejor acceder a humillarme. La lluvia desgastó las juntas de entre las piedras, ha llovido una semana seguida, como es costumbre en primavera. El río está cerca, su murmullo acompasado es oíble desde lejos para quien como yo ha crecido cerca de sus orillas. Habría sido mejor acceder, bajar la cabeza y el orgullo. Cuando llegué a la ribera noté la pendiente pronunciada que desciende hacia una playa de arenas amarillas y gruesas. Cientos de veces la he descendido pero me pareció más pronunciada, como si el río se hubiese hundido unos metros en las barrancas selváticas, como si el agua hubiera bajado y aumentado el caudal del murmullo en las correntadas. Esto me parece, pero me parece que no es real. Habría sido mejor permitir que me curaran, que extrajeran la parte peor de un mal más grande aun. Cuando me paré frente a la orilla, sobre la playa en la que he pescado cientos de veces, de niño, de adolescente, de joven, de adulto; escuché el rumor que ensordece del lecho que corre frente mío. Los peces vienen a despedirme. Surubíes y manguruyúes, bagres amarillos y patíes, armados y bogas, algunos pocos dorados que he pescado desde la orilla. Algunas rayas también se acercan. No hay luna en la madrugada, las estrellas son pequeños soles que platinan la superficie del río. Se va. Los peces se van. Yo también me iré, hacia el otro lado. No del río. No del río.
Viaje IV
Están los tres sentados alrededor de una mesa redonda y pequeña. Cerca de la medianoche, espantaba una jauría de perros, unos cuatro o cinco, que habían entrado a mi casa. En su huida, cruzaron hacia la casa contigua. Al perseguirlos entré al patio de la misma, hallando para mi sorpresa, que la casa estaba con las puertas abiertas, expeliendo una luz dorada desde el interior. Mario había muerto hacía una semana por lo que me sorprendí, sabiendo que él vivía solo, de hallarla aparentemente con habitantes. Al aproximarme frente a la puerta, vi a Mario sentado en frente de una mesa cuadrada. Frente a él estaba sentado mi tío Taíro, muerto hacía al menos veinte años, y entre ellos una mujer de cabellos oscuros y lacios, de unos treinta años, demacrada y a quien no conocía. Mario me saludó, se paró y nos dimos un abrazo. Sentí su cuerpo frío. Parecía serio o pensativo. Mi tío Taíro me saludo con otro abrazo y una gran sonrisa, su piel también estaba fría. La desconocida sentada entre ellos me miraba con unos ojos muy grandes y negros. Me quedé parado observándolos sentados frente la mesa en una habitación vacía, comenzando a sentir una angustia creciente que parecía dilatarse desde mi estómago hasta apretujarlo completamente, subiendo en la compresión por el esófago hacia la garganta. Les dije que tenía que irme, por lo cual me retiré de la casa rápidamente.
Viaje V
Cuando crucé la ruta, cerca del mediodía, pude observar el cañón del río Atuel. Estaba a pocos kilómetros de mi pueblo. El río, voluminoso en esta época del año, parece moldear de modo violento las estribaciones y peñascos de piedra rojiza. El viento como una gubia invisible, carcome con ahínco el erial. Hacía mucho tiempo que no venía por aquí, quince años tal vez, desde la muerte de mi madre. Desde entonces he andado a la deriva. El sol cuyano, comienza a calentar el aire seco componiendo sonidos en el roce de las piedras y el arenal, con las matas achaparradas. Las montañas como una caja de resonancia monumental, devuelven un eco de piedra y nieve que resuena en la memoria, en la infancia silvestre entre viñedos, acequias y huertas. El camino hacia mi pueblo, pareció no haber cambiado, aunque mis ojos gastados en la mirada de otros paisajes, sufren el agotamiento de haber observado lo vano durante tantos años. El camino vira hacia la izquierda, el viento amaina su paso, estoy entrando a la tierra de mis abuelos que de tan lejos han venido, venciendo el océano y la incertidumbre. Yo nunca he podido vencerla. Cerré la tranquera, admirado por haber llegado tan pronto. Entonces me sorprendí de alegría al ver a mi madre sentada bajo la parra, cosía una prenda. Allí comprendí mi viaje tan corto. Ella me observó sonriendo. Yo expulsé una lágrima violenta, sin gemidos, que fueron corriendo por mi rostro. Mi tiempo había terminado pero nunca pude hallarle un sentido. Entonces ella se irguió para abrazarme.
Viaje VI
En el inmenso salón, rodeado de ventanales espaciosos ardía la fiesta, el baile de estilo antiguo sin el rutilar lúdico de las luces multicromáticas de hoy en día, sólo un gentío danzante en apretada armonía, donde de pronto cae un cuerpo en el centro de la pista, mutilado y destrozado como por feroces sablazos que lo han casi descuartizado; de aquel cadáver la sangre explota contra el aire para caer y descansar sobre el piso. Lo observo todo desde el otro lado del salón, sin comprender lo sucedido por lo que me acerco hasta encontrarme de golpe con el cadáver y a su lado un loco, un desquiciado me observa. Aquellos ojos de hiena agazapada me miran con fijeza sobre una sonrisa bestial, mientras varios hombres lo sujetan con firmeza pero él solo me observa hasta que leo en sus labios que ahora era mi turno de morir. Me alejo de allí atravesando el salón y en la puerta me encuentro con un científico que me toma del brazo y serio me avisa:
-“Es el diablo”-. Le digo que huiré de él.
–“No podrás esconderte por que donde vos estés él estará… por que es vos mismo”-.
Salgo del salón cuando va amaneciendo, luminoso y tórrido el aire parece virulento de pesadez. Camino con Ella por una calleja antigua de piso empedrado rodeada de construcciones mohosas.
–“Debe estar buscándome, está viniendo hacia aquí”- digo a lo que Ella me responde que si muero volveré a vivir.
–“Pero él seguirá asesinándome constantemente”- a lo que Ella Me mira callada diciéndome:
-“Es el sexto ángel”. Mientras camino raudo vuelvo la vista cada par de segundos hacia atrás hasta que lo veo en una esquina tras de mí.
–“Yo lo distraigo”- dice Ella, entonces huyo, me acerco a un gran árbol y comienzo escalarlo; colinda con un antiguo edificio, y mientras subo por el árbol un repentino terror me sacude cuando a unos metros de mí, veo al demonio fisgoneándome desde una ventana de la construcción. Llego a lo más alto de la copa del árbol brincando de allí a la terraza del edificio donde me encuentro frente a una iglesia tipo gótica donde un inmenso campanario pareciera ser otro edificio aparte, entro a él y me hallo con una veintena de personas que viven clandestinamente en el campanario, notando que son marginados y extremadamente pobres. Un hombre con aspecto de delincuente sale a mi encuentro y le cuento lo que me pasa.
-”Te voy a ayudar, hermano”- me dice y cuéntame que viven allí quince personas todos relacionados por lazos familiares, escondidos de los curas del monasterio que no saben de la existencia de ellos. El hombre se va y me quedo rodeado de mujeres y niños que bulliciosos giran a mi rededor. Pronto veo por debajo de una puerta cerrada el claroscuro que produce el movimiento del otro lado, es la sombra del diablo: salgo corriendo en dirección de una ventana y de allí comienzo a saltar por los contiguos balcones del edificio, subo por ellos hasta llegar a lo más alto donde una increíblemente inmensa plataforma hace de terraza y por ella comienzo a correr hasta que llego al final de la plataforma y el comienzo de un precipicio desde el cual no puede verse claramente el suelo por semejante altura.
Ya lo sé, él vendrá a buscarme y no tengo hacia donde huir. Miro hacia atrás y el demonio viene corriendo hacia mí como un león al ataque de una presa y cuando está frente mío respirando agitadamente le miro fijo.
–“Hacé lo que quieras”- le digo con miedo pero con un aire fingido de resignación que lo desconcierta. Entonces veo venir desde el aire un caballo, una estatua de caballo hecho como de cera de color gris verdoso de cuerpo real pero sin ninguna de sus extremidades, y suspendido en el aire se aproxima a mí hasta que puedo montarlo y salir con él volando por encima de un bosque de altos arboles y por las ramas de los mismos como lo hacen los monos , el demonio comienza a seguirme desde abajo saltando de árbol en Árbol intentando atraparme pero vuelo más alto y me vuelvo hacia el campanario perdiéndolo de vista. Llego al campanario y aún suspendido en el aire, la familia de marginados me recibe preguntándome si me había servido su ayuda, los saludo mientras me miraban desde los balcones de la construcción y les agradezco, alejándome de allí pero cuando lo voy haciendo montado en el caballo de cera, pienso en que donde vaya el demonio irá tras de mí, siempre donde yo esté él estará pues está dentro mío.
–“Por que soy yo”- me digo, sintiendo un escalofrío feroz. Vuelvo al campanario y entro por un balcón donde veo a las mujeres llorando y velando tres féretros pequeños y negros con una cruz púrpura dibujada sobre las respectivas maderas.
–“El diablo los ha matado”- me dice, entre lágrimas una de las mujeres. La tristeza es mayúscula entremezclándose con el miedo. Presiento de nuevo al diablo acercándoseme y salgo al balcón para encontrarlo. Viene saltando de balcón en balcón hasta ponerse frente a mí. Va a matarme.
–“En el nombre de Jesucristo andate de aquí”- digo a lo que el Señor de las Moscas parece asombrarse, vuelvo a repetirle y mirándome con una frialdad mortuoria comienza a alejarse lentamente. Yo también me voy pero con una sensación extraña, melancólica, de que nada es definitivo. Tomo un ómnibus junto a Ella, con destino a Santiago y nos alejamos. El señor de las moscas se fue pero siempre puede volver.
Viaje VII
En varias ocasiones la vi, resplandeciente. Sonriente. Mi bella hija, mi único retoño, vivaz, inquebrantable excepto por aquellos días en los que la muerte, prematura en su desasosiego, vino a reclamarla. La veía del otro lado de un arroyo cristalino, límpido y torrentoso, muy parecido al que solía llevarla cuando ella era niña.
Cuando la veía, en mis sueños repetitivos, le preguntaba si podía cruzar e ir con ella, pero siempre me respondía que no podía cruzar, que no era el momento. Su sonrisa resplandeciente, su voz meliflua, su mirada chispeante. Tanto la extraña, tanto la soñaba. El alma, mi alma cansada hacía muchos años, repitió su línea ajada en mi cuerpo, un día, unos días. Entonces la volví a ver, en mis sueños lábiles, su larga cabellera color castaño y cenizas, su piel áurea, alba como el primer día cuando abandonó mi vientre para esparcir luces en estas horas de mundos grises. Pero un día las horas la apagaron y mi alma se apagó con ella, desde entonces la veía, resplandecer en la otra orilla, en mis sueños de carne agotada. Sus ojos refusilaron, su sonrisa quebró mi vista esmerilada. De repente, mi cuerpo agrietado se alivianó; ella mi dulce bebe, mi única hija, me miraba y crucé el arroyo hacia ella, en mi último sueño que se hizo real durante una tarde de primavera.
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