Era su manera de mirar a los demás lo que la delataba con cada justificación que emitía a través de sus enternecedores labios. Veías cómo intentaba crear un concepto de sí misma totalmente contrario a lo que sus pensamientos la obligaban a querer ser -probablemente este concepto de un yo completamente distorsionado no era nada más que el reflejo de una sociedad basada en un autoengaño y en una aniquilación constantes-, sumergida mientras en una incertidumbre de la que se daba cuenta en el momento en que no encontraba la cohesión necesaria para darle voz a su propio entendimiento. Era gracioso darse cuenta desde fuera de lo frágil que era el ser humano, y lo transparente que es, a pesar de ponerle este un empeño insignificante en querer demostrar justo lo contrario a su propia naturaleza.
Miraba y veías reflejado en sus ojos una mezcla de sentimientos que la mataban por dentro. Estaba llena de ilusiones, miedos, inseguridades, ambiciones y curiosidades que alimentaba con esa sonrisa sutil a la que damos luz en el momento en que sentimos aquella extraña y, probablemente, bonita sensación de querer comernos el mundo; sin embargo, este popurrí de emociones también se veía alimentado por una frustración basada en la perplejidad que suponía intentar entender el funcionamiento de las cosas y, sobre todo, de los hechos.
En un escenario donde el protagonista es un niño al que se le regala un millón de piezas de Legos éste tenderá, antes de comenzar a experimentar con las piezas con el objetivo de crear e inventar, a sufrir reacciones químicas tan diversas y potentes que acabarán por confundirle y, por ende, por bloquearlo. Pero justo en ese preciso instante en que el bloqueo se torna impotencia, las ganas de superación, supervivencia y aprendizaje adquieren aquella fuerza tan imprescindible de la que se ve necesitada la curiosidad para hacer frente a todos los pensamientos intrusivos que acaban disfrazándose de miedos alimentados por la contaminación que se produce (o no) a la hora de dirigir nuestra mirada al mundo exterior.
Ella era el niño en un escenario tan común como este, ella y cada uno de nosotros lo era; sólo le faltaba apartar a un lado el Babadook que inmovilizaba cada una de sus acciones -en realidad, sólo la estaba haciendo más fuerte-. Necesitaba darse cuenta de cuán vigoroso era el ser humano para conseguir la jerarquización de todos sus pensamientos y poder, de esta manera, derrumbar todas las piezas que han ido depositándose paulatina y pausadamente una tras otra hasta crear un muro tan aparentemente impetuoso pero tan perecedero en sus propiedades.
Y se daba cuenta. Se daba cuenta en el momento en que aquella lucha estúpida y persistente contra el vacío existencial intentaba perpetuar la fugacidad de las cosas y de los sucesos, ¿irónico, no? Se daba cuenta en el instante en que otorgaba la fuerza necesaria a sus pensamientos como para desbaratarlos. Se daba cuenta en cada uno de estos momentos porque ora se frustraba, ora se alegraba, sin llegar jamás a rozar todas las piezas que tenía bajo su manga porque, para ello, sólo necesitaba darse cuenta de que no necesitaba darse cuenta.
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