Por Carlos David Rodriguez

Juliana tenia tan solo 8 años cuando escuchó hablar por primera vez de una palabra extraña en su todavía corto diccionario de la memoria. Atenta a la caja boba, un conductor de televisión la utilizó para referirse a la paz mundial. Inmediatamente su inquieta curiosidad la llevó a zamarrear la larga pollera de la madre para preguntarle que significaba.
 

Sin embargo, su joven progenitora tampoco tenia idea de dicha palabra. Las dos buscaron en cajas viejas ese mata-burros prehistórico que era de la fallecida abuela materna. Juliana lo abrió y comenzó a deletrear el abecedario, a la vez que corría las páginas cada vez con mayor velocidad. De repente, se detuvo y clavó su pequeño índice en la letra U.
 

«Utilizar, utillaje, utillero,… acá está», gritó la niña.
 

_Utopía: Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización.

Iluminadas, madre e hija comenzaron a buscar ejemplos. Y en conclusión, ¿para qué sirve ese concepto?. ¿De qué vale aferrarse a un anhelo que es una ilusión totalmente imposible?. ¿Por qué esmerarse y esperar lo que no llegará en la vida real?. ¿Para qué luchar por ideales que nunca se concretarán?.
 

Cierto es que la utopía es simplemente eso, una quimera, una ilusión, una fantasía que en la tierra donde esta la verdad, jamás tiene lugar. Entonces, ¿Qué sentido tiene?. Tal vez, el más importante sentido que una simple palabra puede tener. No se trata de su etimología en sí mismo. Se trata de lo que se puede llegar a lograr a partir de ella.
 

El horizonte es ese lugar al que los soñadores le ponen nombre. Es esa línea que separa el cielo de la tierra, allí donde sale el radiante sol todos los días. Donde los habitantes del viejo y lejano oeste solían dirigirse día y noche buscando el oro tan preciado. Se trataba de dinero en aquel entonces, hoy se trata de sueños, anhelos, deseos. Al menos es la única forma en la que recobran vida las utopías.

Sin embargo, la vida a veces también puede desesperar con la espera eterna. No todo ser humano tiene la calma para realizar y dejar que el tiempo ponga las cosas en su lugar. Y es que esperando uno se siente inútil. Esperando puede llegar el final un día cualquiera y de nada habrá valido estar despierto solo para respirar. Sin actos que justifiquen la presencia, el futuro – incierto e impaciente – puede resultar desesperanzador.
 

Como en un cuento de algún escritor maldito, en el fondo nadie sabe ni porque llegó a un mundo que vive enfermo. Pero, dentro de cada uno hay un motor que lleva a no detenerse con un objetivo común: ser feliz. Aunque nadie sepa que significa esta otra palabra mucho más utilizada, pero no por ello, mejor entendida. La búsqueda por sentirse plenamente bien se vuelve utopía en sí mismo.
 

Será que juega un papel fundamental la subjetividad. Por eso la diversidad de personas y pensamientos. Pues, la felicidad de un magnate que no tiene familia es el capital en si mismo, el acumular fortuna tapando agujeros que nunca desaparecerán, mientras que para un simple peón de campo no hay nada más grato en el mundo que ver sonreír a sus hijos, acompañado de su inseparable amante fiel.
 

Arañar la felicidad es quizás lo más cerca que se puede estar de alcanzar la utopía real. Pero como todo en el mundo, lo que empieza hoy como el triunfo por tantos años de intentarlo, mañana bien podría ser lo que tire por el vacío a un protagonista desalmado al ver sus logros destruidos por el tiempo. Es cuando la cachetada puede quebrar hasta el suicidio o la locura misma. Es cuando hay que tener los pies en la tierra y saber que todo lo que viene se va. Indefectiblemente se va.
 

Debe ser entonces que todos somos soñadores. Utópicos sobrevivientes de un mundo loco que tira para atrás y deja de pie a los que lograron descifrar las vueltas de un destino intratable. El sentido de la vida es imposible de revelar. Sin embargo, los anhelos ayudan a calmar esa ansiedad de no saber porque uno respira y es lo que le da valor a estar vivo. Aunque no todos podamos ver la realidad.

 

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