En el secreto de su mirada ausente
descubrí el testimonio de su hastío,
de su íntima frustración,
acidulada
por las horas vacías
de un alma repleta de sueños inertes.
Lo vi distante, sombrío y taciturno,
bajo la sombra generosa
del viejo limonero
de la casa paterna,
embriagado de azahares
y de recuerdos mustios.
Un sol naranja, canicular, meloso,
serpenteaba, procaz,
entre las hojas cítricas, fragantes,
y lo rozaba apenas,
como la mano tibia
de una pródiga madre.
Lo vi cansado y triste,
como un perro apaleado,
con un aire crepuscular,
marchito y sibilino,
presagiando su suerte
inevitable y esquiva.
Su batalla interior
sonaba en el silencio
de su noche brumosa,
como un choque de espadas,
como un ruido de cascos,
de petos y espaldares.
El olor acre de la sangre
del campo de batalla
se olía entre mis ojos.
Sus despojos humanos
morían en su pecho,
huérfanos y profanos.
Hay muertos que perduran
más allá de la noche,
y hay vivos que están muertos
más allá de la vida.
Y él sentía la muerte
como un lazo de sombra,
como un sueño posible,
como un remanso amable,
como una luz clavada
en lo umbrío de su alma.
Así lo vi, distante,
y supe que moría,
como muere la tarde
cuando el sol languidece,
como mueren las horas
de la vieja clepsidra,
como mueren los sueños
bordados por la aurora
rosicler y temible
de su fatal destino.

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