ENTONCES LLORÓ LÁGRIMAS ANTIGUAS

ENTONCES LLORÓ LÁGRIMAS ANTIGUAS

Lilián

23/10/2020

En el transbordador hacia Staten Island, trabajadores reconcentrados y turistas despreocupados, iban abigarrados ocupando todos los espacios. A ninguno le llamó la atención un globo rojo que viajaba entre ellos. Inmiscuirme y penetrar en la emoción de una de las paseantes, fue como un bálsamo de comprensión de esas cosas que una nunca se detuvo a analizar.

Hacía días que ella estaba particularmente sensible. Cuando desde el ferry vio la estatua de la libertad, una congoja le apretó la garganta, una mano le oprimió el pecho muy fuerte, y por la esquina izquierda, una lágrima lenta le calentó la mejilla, esa expuesta al frío y al gris de esa mañana brumosa. La melancolía del río fue una mezcla de asfixia y tristeza más aún cuando vio la Ellis Island y pudo visualizar con el peso de los siglos, la procesión de inmigrantes que arribaban, de miradas atemorizadas, de corazones palpitantes.

-Neide, filha, recuerda que somos negros. Que tu tatarabuela fue muy valiente y osada. Ella huyó con sus grilletes de esclava, porque no aceptó que un hacendado del café, enjuto y ambicioso, la desposara. – Recordó a su madre, allá en Brasil, cuando con sólo unas palabras, tomándole sus manos prepotentes, le aquietó la altanería y la soberbia de sus catorce años insolentes de niña bien.

Una fina llovizna persistente, le lavó las lágrimas que iban cayendo sobre sus mejillas, sin poder controlarlas y sin que la avergonzaran. Miró sus muñecas y no había grilletes. Tenía un brazalete y una pulsera que su esposo argentino le regaló.

Ya en tierra, sintió en sus hombros los brazos fuertes de Martin Luther King y una mano cálida y firme, la de Abraham Lincoln, que la conducían por los senderos de Battery Park. Vio entonces la gran esfera metálica dañada, que se conserva en el parque como recuerdo del atentado. Homenaje a los muertos de las torres gemelas, a los muertos de Vietnam, a los muertos de las guerras de secesión… y comenzó a escuchar el tam tam de los esclavos en las costillas de los barcos negreros; un golpeteo en las cuadernas que va in crescendo y se eleva con los cantos lastimeros de los prisioneros, como una plegaria. Es el mareo y el miedo que navega por un océano desconocido y un mañana aún más ignoto. La potencia plañidera se alza hasta ver las tierras que los esperan.

Le pareció escuchar tras los muros de una iglesia baptista en Harlem, las voces cascadas y roncas de una misa góspel, que gritan ¡Aleluya, Aleluya! Y vio un gran pavo relleno y los postres de calabazas en el banquete de acción de gracias. Pasaron ante sus ojos, como relámpagos, las imágenes de los balseros sudorosos, de manos ensangrentadas, cruzando el golfo; vio a los mejicanos clandestinos cruzando el murallón y a los “espaldas mojadas” remando por el río Grande; hombres mulatos y mestizos, de dientes blancos y piel morena, todos en busca de libertad.

Neide, entonces, miró hacia el cielo, que ya se iba despejando y gritó: ¡Gracias, Señor!

De regreso me propuse ir hacia el interior de la oficina de registro de inmigrantes en la isla Ellis. Sabía que podía ponerme en la piel de los recién llegados en tiempos remotos, experimentar sus sueños de libertad, sentada en los bancos de la sala de espera, iba a comprenderlos e iba a sentir la protección que habrían brindado las fuertes columnas, la cúpula de ventanales profusos y la estabilidad de pies, estómagos y decisiones en el piso de prolijos mosaicos, luego de surcar un océano, la más de las veces, inquieto y peligroso.

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