Tormenta en Cartagena.
Parecía ser una mañana más de intenso calor. Por la ventana del comedor se veían pasar algunos turistas, de esos que prefieren aprovechar más el día que la noche. Sobre la mesa esperaban las tostadas recién horneadas y el licuado de maracuyá. Es que por estos días el calor húmedo era cada vez más intenso, por ello, lo más conveniente era amanecer bien temprano e ingerir mucho líquido y frutas tropicales para tolerar las altas temperaturas. Aunque María, ya estaba acostumbrada. Tenía cinco años cuando sus padres decidieron instalarse en Cartagena de Indias. Conocía muy bien esta tierra pero no por ello había perdido la capacidad de asombro. Es por eso que cada mañana dedicaba una hora a mirar por su ventana mientras degustaba de diversas delicias tropicales, fáciles de conseguir por la zona. Cada día era una nueva postal, turistas agitados, peleas callejeras, parejas de enamorados, lluvias tropicales que dejaban caer carteles o alguna vieja mampostería que se desprendía vencida por el empujón del viento. Pero ese día no sería como todos los días.
Cerca de las diez, al llegar al hotel de Don Antonio el calor se hacía cada vez más insoportable. En ese momento María sintió envidia de aquel niño que esperaba con cara de enojo en el sillón para ir a la playa, es que llevaba más de veinte minutos cuidando el bolso y la sombrilla mientras su madre intentaba terminar de vestir al hermano menor que entre gritos y llantos no quería salir del cuarto. -¿¿Podría empezar por otra habitacion por favor?? Es que mi hijo está demorado, muchas gracias-. Esas fueron las palabras de la señora hospedada en la 201. María asintió y se fue con su balde al final del pasillo donde por estos días habitaba un señor que se levantaba antes que el sol. Seguramente la habitación ya estaría desocupada.
Y así fue pasando el día hasta llegar la tarde, por entonces, el Señor Antonio se encontraba en Bogotá visitando a su madre enferma. El hotel había quedado a cargo de su hermana, Aurora quien en ausencia de su hermano solía estar más de feria que encargándose del hotel. Es por eso que María, que llevaba veintidós años trabajando en el hotel, se sentía a cargo, lo que le permitía organizarse a su antojo. Esa tarde, terminados los quehaceres primordiales se sentó en el patio trasero a esperar que Aurora volviera para poder así regresar a su casa. Mientras tanto decidió tomarse un café, del molido por sus propias manos. La temperatura ya no era la misma, había refrescado. Se cubrió con la manta tejida a mano que le regaló a Aurora por su cumpleaños, Aurora no se molestaría, bastante que debía quedarse algunas horas más esperándola que volviera de hacer sus compras. Además la manta seguía guardada en el mismo cajón de la cómoda de las toallas donde la había guardado el día que María se la obsequió.
De repente comenzó a sentir una brisa extraña, y lo que fue brisa era viento y lo que fue viento se convirtió en tormenta. María se refugió debajo del techo de la galería pero sin dejar de observar el acontecimiento. Es que solían verse tormentas pasajeras, pero húmedas. Lluvias intensas, pero esporádicas. Pero esta vez no había humedad sino solamente viento. Viento del que, según había escuchado de boca de algún turista, se conoce en países con otoño. Frío seco, árboles que se mueven y hojas que se caen. Y justamente, estaban cayendo hojas. Hojas de todos los colores habidos y por haber. Los sabores, olores y colores de Cartagena estaban siendo representados en una tormenta otoñal. Pero no como la que contaba conocer aquel turista español. Este era un otoño tropical. El viento se manifestaba ante sus ojos trayendo lo mejor del paisaje. Aquellas flores, frutas, árboles con tonalidades veraniegas se desprendían para venir a colorear el patio recién baldeado por María.
Si bien no era frecuente, de hecho María en vida jamás había visto tal episodio climatológico ni nada parecido, recordó a José, su tío abuelo que contaba anécdotas de su infancia cuando en Cartagena, según el, existieron tormentas.
La ciudad amurallada no era la misma, los medios de comunicación llegaban desde Bogotá para transmitir al mundo lo que estaba sucediendo. Las tejedoras vendieron ese día más abrigos que en todo lo que iba del año. Mientras tanto María pensó que esto para ella no sería pasajero, debía guardárselo como recuerdo. No en su memoria, quería tener en su hogar algo que le recordara este aroma y estos colores. Rápidamente, busco grandes bolsas y comenzó a llenarlas de aquellas hojas , de aquellos frutos. Y fueron dos bolsas, pero seguramente de todas estas hojas y frutos quedaría muy poco que sobreviviera en el tiempo. Así que para clasificar mejor junto una tercera bolsa.
Como pudo, caminó las tres cuadras que separaban su casa del hotel cargando estas grandes bolsas. Los vecinos quisieron ayudarla, pero María no quería compartir su secreto. No vaya ser cosa que a algún oportunista se le ocurra una finalidad mejor con aquel maravilloso contenido. Porque Cartagena vive del turismo es por eso que antes que nada, todo se comercializa rápidamente. Ya imaginaba ella grandes carteles que dirían “se venden hojas del día de otoño”. Pero María no quería entregarle este tesoro al mundo. No sabía que haría pero sabía que esto había sido algo aun no revelado. Sabía que observando detenidamente estas riquezas naturales algo nuevo sucedería en su vida. Sentía que en esta tormenta arrebatadora algo había llegado para quedarse con ella. Casi como una obsesión, esa noche no durmió, desparramó el contenido de las tres bolsas de hojas y frutos en el piso del comedor, se le ocurrieron muchas ideas pero tendría que actuar rápidamente sino todo aquello se echaría a perder.
Habían pasado un poco más de quince días desde aquella tormenta, las hojas y los frutos poco a poco iban perdiendo su color. Fue por eso que una tarde María, ya cansada de soñar despierta sin saber qué hacer, pensó que sería mejor dejar estas locas ideas e ir a descansar ya que mañana sábado seria un largo día donde llegarían muchos turistas nuevos al hotel. Fue entonces antes de apagar la luz cuando recordó a Silvestre, el anciano artista plástico que vive en la casa pasillo al fondo de la Bodega de San Lucas. Silvestre podría ayudarla, él había hecho fantásticas obras transformando el cuero en material rígido y conservando por mucho tiempo. Supo que juntos encontrarían una manera de hacer permanecer tales bellezas naturales. La mañana del sábado fue la primera mañana en muchos años donde ningún turista que pasara por la calle del Aljibe sería observado por la mirada atenta de María. Ese día antes de que saliera el sol María dejó de ser espectadora y se puso en acción. Llego agitada a la casa de Silvestre cargando en su bolso de mano parte de su tesoro. Silvestre tardo casi veinte minutos en abrir la puerta, en realidad fueron menos que ocho pero dada la situación fue mucho para María , quien agitada no podía esperar mucho tiempo más.
Silvestre empezó a hacer pruebas con barniz, formol, alcoholes varios, pensando y pensando cual sería la mejor manera de conservación. –Qué quieres de esto?- pregunto a María. A lo que María respondió –que sea algo mío por siempre-. No importaba que, sí mueble, cuadro, cesto de basura, revista, María quería perpetuar esta osadía de la naturaleza junto a ella.
Esa mañana, María dejó parte de su posesión en manos de Silvestre, que, entre artista y mago, intentaba convertir hojas y frutas en un tercer brazo de María.
Fue un día largo para ella, sin descuidar las tantas tareas del día en el hotel su mente estaba en el atelier de Silvestre. Llegando la noche al salir del hotel no había otro destino posible donde ir. Silvestre la esperaba, con gesto agotado en su cara para darle no tan buenas noticias. Cada intento de conservación había fallado, nada había resistido ni al alcohol, ni al barniz ni al formol. Todo se había destruido, y algunas frutas se habían desmaterializado. – Es la naturaleza, lo que nace debe morir- fueron las contundentes palabras de Silvestre.
María volvió a su casa con las manos vacías, al entrar no pudo mirar otra cosa más que las hojas y frutas que restaban en el piso de su comedor. Sabía que se irían poco a poco, había entendido que no había nada que ella pudiera hacer en contra de la naturaleza. Debía aceptar aquel momento como un regalo del destino, pero debía dejarlo ir.
Así fue como junto todas las frutas y hojas nuevamente en las bolsas y las apartó decidida a deshacerse de ellas al día siguiente.
Durmió como no dormía hace muchos días, ya no había ansiedad en su mente y pudo descansar.
Esa mañana se sintió renovada. Aunque el día anterior había sufrido una gran decepción del destino, también había podido dejar atrás una ilusión y hoy por fin, podría concentrarse nuevamente en la hermosa realidad de su pueblo y de su gente. Es por eso que pensó en ir a visitar a Gina, su amiga cubana que hace meses no veía. Era domingo y no había tarea más importante que recuperar a esa vieja amiga. Un mes había pasado de aquella tormenta y María cayo en la cuenta que fue un mes que estuvo concentrada en su fantasía con su ansiedad a cuestas y afuera una ciudad soleada con gente amigable dándole un nuevo saludo, sin conservantes y solo por hoy.
La alegría de Gina por recibir nuevamente a su amiga fue tan inmensa
-La última vez que viniste a verme fue el día anterior a la tormenta- dijo Gina en tono de reproche.- Tanto tiempo paso, necesitaba verte te estuve llamando pero no respondías mis llamados- María respondió- estuve concentrada en otras cosas, mucho trabajo, perdón- Gina con gesto amable se apiado de su amiga a la que vio algo triste. Sabía que algún secreto doloroso callaba pero no creía que fuera el día para abrumar con preguntas. Pensó simplemente en hacerle pasar un lindo momento. Fue así como la invito a pasar al patio a tomar el té. Una mesa redonda con mantel rosado esperaba en el centro del patio. Sobre ella la tetera, la juguera con el jugo de maracuyá, sabía que era el preferido de María, al costado los panes tostados recién horneados y el dulce casero de mango que había cosechado la semana anterior. Gina miró la cara de sorpresa de María, quien estaba paralizada en la puerta del patio sin salir, solo observaba, perpleja de lo que veía. Pero no era la mesa, tampoco los panes calientes ni el tentador jugo que esperaba en la mesa. María siempre miraba un poco más allá. En el cantero contra la pared del fondo del patio crecía una planta. Tantos colores tenía esta planta que algunos ni podrían nombrarlos. Tantos frutos brillantes crecían de ella que no sabría cual elegir. Pero María conocía esta planta, había visto sus resabios en el piso aquel día de la tormenta otoñal. -¿De dónde salió esta planta?- pregunto asombrada. Gina, dándose cuenta que la alegría de María no tenía que ver con el fantástico desayuno sino con algo mucho más natural que era el capricho de aquella planta que había decidido crecer en aquel cantero. Por que así había sido, un capricho de la naturaleza aquel día de tormenta otoñal. –Te acordas el día de la tormenta?? Al día siguiente barrí hasta la última hoja pero se ve que algo siempre queda, y alguna semilla dio sus frutos, es por esto que te estuve llamando cada día- dijo sencilla e inocentemente.
María había estado luchando por conservar hojas muertas, por revivir frutos arrancados mientras en la casa de Gina una semilla se ocupaba de persistir indiferente a la escoba impiadosa de la dueña de casa.
Esa tarde tomaron el té, rieron como en los viejos tiempos quizás sin pensarlo, pero en su interior María llevaba la alegría de haber comprendido que la felicidad no está en lo que uno conserva sino en lo que recibe sin buscar, y que las tormentas en Cartagena siempre son pasajeras.
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