En cuanto oía el motor del autocar que empezaba a quejarse, sabía que ya estábamos en la cuesta que conducía al pueblo, a punto de llegar. Allí vivía mi abuela.
Una vez que el autocar se detenía, comenzábamos a bajar y entonces oía la voz de mi abuela llamándome:
– Julita, mi niña, cuánto has crecido, qué guapa estás.
Enseguida me abrazaba y me daba tantos besos que yo temía que me asfixiara. Pero aquellas muestras de cariño me gustaban mucho y yo le respondía con otras tantas, queriendo rodearla con mis brazos, lo que era imposible, pues mi abuela tenía unas buenas caderas. Y en aquellos abrazos me llegaba su olor dulce, inconfundible, nadie más que mi abuela olía así. Se llamaba Julia, como mi madre, como mi prima y como yo, cuatro en total.
Luego íbamos a su casa, yo sin soltarme de su mano todo el camino. Me preguntaba si había aprendido a sumar y a restar y me preguntaba cosas que pensaba que me habrían enseñado en el colegio. Yo le daba toda clase de detalles, orgullosa de poder enseñarle algo a mi abuela.
Mi padre regresaba a nuestra casa a los pocos días, pero mi madre y yo nos quedábamos en el pueblo hasta que comenzaba el colegio, casi tres meses.
Aquel año, en cuanto llegamos a la casa mi abuela me sacó un bollo, una especie de magdalena, que cada año era distinta: unas veces llevaba chocolate, otras canela, otras anises…
– Cómetelo, verás qué rico me ha salido esta vez.
Como hacía siempre, me gustaba olerlo primero y adivinar de qué estaba hecho. Y siempre acertaba. Pero aquella vez no lo conseguí. Mi abuela me dijo que era una sorpresa. Yo le daba mordisquitos para que me durase más, hasta que mi abuela dijo:
– Pero dale mordiscos más grandes, así tardarás mucho en llegar a la sorpresa.
Entonces le di un buen mordisco y noté que algo se escurría dentro de mi boca y me manchaba los labios: era mermelada de naranja amarga, mi preferida porque era dulce, amarga y ácida, todo junto. Esa era la sorpresa: ¡la magdalena estaba rellena! Me relamí los labios y le di un beso a mi abuela.
Ella solía llevarme al corral para ver los animales que habían nacido en el año. Su olor me anunciaba que estábamos cerca. Y en cuanto entrábamos en él, mi abuela descolgaba la lámpara de aceite que pendía de un clavo de la pared; luego rascaba una cerilla, y la encendía. Entonces, entrábamos en el corral.
– Abuela, le dije un día, ¿por qué en el corral no hay bombillas como en el resto de la casa?
– Porque cuando vinieron a ponernos la luz eléctrica, todo era muy caro, así que, de momento, decidimos dejarlo como había estado siempre. Luego, ya se sabe, por un motivo o por otro, se fue quedando así. Pero me da un poco de miedo, no creas, me dijo, porque es peligroso tener que encender la lámpara de aceite, con la de paja que hay siempre aquí.
Yo avanzaba por el corral mirando a un lado y otro. Y mi abuela canturreaba:
– Frío, frío, como el agua del río…
y yo seguía andando muy excitada.
– Caliente, caliente, que te quemas…
hasta encontrar un cuerpo tibio, suave, esponjoso, que se movía al notar mi mano. Siempre era el cuerpo de un cordero de pocos días.
– Es más joven que tú, me decía mi abuela. Ha nacido hace una semana.
A mí me hacía mucha ilusión estar acariciando un cuerpo que fuera más joven que el mío, me parecía que tenía que cuidar de él.
Aquel año, fue distinto. Mi abuela me anunció que íbamos a ver un animal que había nacido hacía un mes. Y al entrar en el corral, en lugar de detenernos donde solían estar los corderos, mi abuela me dijo que siguiera más adelante, al fondo, al fondo del todo. Y cuando palpé aquel cuerpo tibio y suave, tan diferente al de los corderos, me abracé a él. Eché de menos los mugidos de la vaca. Mi abuela me dijo que el ternerito estaba apartado de su madre, porque tenían que emplear la leche para hacer queso y para venderla, así que al ternerito lo alimentaban con un biberón. Me pareció una crueldad.
– No llores, ya lo entenderás cuando seas mayor, me dijo.
Mi prima Julia se había venido a vivir con la abuela cuando murió su madre. Era mucho mayor que yo, debía tener dieciséis años por lo menos. Ayudaba en la casa, sobre todo a guisar, bajo la mirada atenta de mi abuela que no le pasaba una. Por la tarde, durante la siesta, nos subíamos al sobrado y allí hablábamos. A pesar de la diferencia de edad nos entendíamos muy bien y me contaba muchas cosas del pueblo. También salíamos a veces a dar una vuelta y nos llevábamos la merienda para comerla mientras íbamos paseando.
Aquel fue el verano que mejor me lo pasé en el pueblo. Me dejaban dar el biberón al ternerito y además, Tusco, el perro que había nacido el año anterior, ya había crecido y nos hicimos muy amigos. Me acompañaba a todas partes, siempre me seguía, se tumbaba en el suelo boca arriba para que le acariciara la tripa y parecía que me entendía cuando le decía que nos íbamos al prado o al pueblo.
Cerca de la casa de mi abuela vivían varias familias con niños. Un día, varios de ellos vinieron a buscarme, a ver si quería acompañarles al río, a donde iban a pescar. Mi abuela dijo que bueno pero les advirtió que tendrían que tener mucho cuidado conmigo, porque yo era una niña de ciudad, que no estaba acostumbrada a andar por el campo. Toñín, el mayor de los niños, le dijo que no se preocupara, que él cuidaría de mí todo el tiempo. Y así fue; me daba su mano cuando había piedras y siempre estaba pendiente de que no tropezase. En la orilla del rio nos sentamos, los que llevaban caña empezaron a colocar el cebo en el anzuelo y a lanzarlo al agua. Al final pescaron dos o tres peces y volvimos muy contentos. Dijeron que sus madres los iban a limpiar y a freír.
Antes de llegar a nuestras casas, Toñín me preguntó si quería ser su novia. Y yo le dije que sí, claro. Seguí saliendo con la pandilla de niños y con Toñín, ya que era mi novio. Cuando se lo conté a mi abuela se partió de risa. Y yo no entendí qué tenía tanta gracia.
Aquel año fue el último que pasé con mi abuela. Murió al invierno siguiente.
Cuando llegó de nuevo el verano volvimos al pueblo y, al bajar del autocar, allí estaban esperándonos mi prima Julia y su padre, que ahora vivía también en casa de la abuela. Eran cariñosos, sí, pero no era lo mismo que antes.
No hubo magdalena de bienvenida, ni visita al corral, ya que habían vendido los animales.
Mi tío Alfonso, el padre de Julia, era un hombre muy callado y triste, sólo hablaba de su mujer, que había fallecido un par de años atrás, o de su madre, mi abuela. Así que era preferible que no hablara porque siempre me hacía llorar.
Con mi prima Julia seguía subiendo al sobrado a charlar durante la siesta, pero eso era todo porque se había echado novio y por las tardes salía de paseo con él. Ni siquiera estaba Toñín, sus padres se habían ido a vivir a otro pueblo.
A los pocos días mi padre regresó a nuestra casa, como hacía todos los años. Yo iba de un lado a otro hasta que mi madre me preguntó que por qué no hacía más que recorrer la casa una y otra vez, si todo estaba igual que cuando vivía la abuela. Pero no era cierto, no estaba igual porque faltaba ella, mi abuela, y yo la echaba de menos.
Empecé a preguntarle a mi madre por qué no nos volvíamos a nuestra casa. Pero siempre ponía excusas para no regresar: que mi padre no podía venir a recogernos y que cómo íbamos a volvernos las dos solas … y si no era una cosa, era otra.
Según nos contaría más tarde mi padre, se sobresaltó al oír el teléfono a aquellas horas de la madrugada. Era el tío Alfonso el que le llamaba para contarle lo ocurrido; mi tío estaba durmiendo, cuando algo le despertó y empezó a oler a quemado. Al mismo tiempo, me oyó gritar a mí, y luego a mi madre y a mi prima, las tres gritando. Todos habíamos salido corriendo de la casa para pedir ayuda.
Fue inútil: la casa de la abuela era ya un montón de cenizas.
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