La Fusilada (cuento)

La Fusilada (cuento)

Oscar Salcito

15/10/2020

LA FUSILADA

(a los caídos, a los que luchan)

«Apunten. Fuego». Esas palabras le resultaron lejanas, y como ausente, como alejada de la escena, vio el vuelo de las mariposas. Esperó que su cuerpo se quebrara ante los impactos, que su cuerpo se bañara en sangre, y que parte de esa sangre se dibujara en el paredón y ver diluida en ese patio del penal la ilusión de seguir luchando. Pero nada de eso pasó.

Se bajó la venda y el pelotón seguía formado, la voz del capitán se asemejaba a un cuadro, y las balas no llegaban, o parecían no haber salido, sus huesos estaban intactos y se pellizcó para saberse real, y el instinto de supervivencia le mostró el paredón que se achicaba ante sus ojos y dando un salto lo trepó con la velocidad de un canguro sin mirar atrás. Cuando estuvo arriba se dejó llevar hacia el vacío y rodando sin frenos se encontró frente a un río.

Entonces sintió gritos. Gritos que provenían del otro lado del muro, luego balas que salpicaban la tierra, y el ladrido de unos perros la convertían en una presa de caza. Entró a las aguas y nadó por la correntada, recordando que así los perros perderían el rastro. Siguió nadando, no supo cuánto, hasta que las fuerzas no le dieron más. Llegó a la otra orilla y se fue desgajando de a poco; sintió desmayarse. Aparecieron en su mente imágenes, una multitud con pancartas y banderas, paredes que mostraban consignas, y a su compañero, su amado compañero conduciendo una columna de estudiantes. Ella era una de esas estudiantes, y tanteó el bolsillo de la gabardina percibiendo el frío del revólver, un veintidós corto que se escondía en cualquier parte. Siguieron gases lacrimógenos, corridas y el desbande. «¿Soy yo?, enciendo un cigarrillo. Salgo en su búsqueda. ¿A quién busco? Reposan en mis pasos las veredas que parecen moverse, se quejan, alterando su sueño en esa mañana que de a poco va absorbiendo gente. Rostros que no miran la ciudad, que están allí transportados por los relojes, por los horarios de los trenes o los autobuses, agregando esquirlas de niebla que de a poco la van tapando, que de a poco la irán transmutando. Pero ella observa, la ciudad vigila desde los semáforos, desde las cámaras de seguridad ancladas en los rascacielos, desde cada policía que patrulla. Nada puede escapar, todo queda atrapado allí, en ese laberinto de cemento. En un callejón veo a Rodolfo Walsh, está junto a mi amado, si, es él; buscan comida en los tachos de basura. Sus ojos se cruzan con los míos pidiéndome disculpas, sus miradas me interrogan como me interrogan los ojos de la urbe. Sigo de largo, los zapatos se pegan al asfalto que me reclama como una deuda vieja y veo la otra ciudad, que es la misma, pero que desde las alcantarillas nos empuja hacia el interior donde corren los subterráneos, en donde se esconden los vagabundos, y si se sigue escarbando se encontraría uno en la ciudad de los muertos, en la necrópolis eterna, en un refugio de huesos apilados que se chocan al querer salir, moverse, y más abajo aún, ciudades de hormigas con sus ojos, sus cámaras y sus semáforos».

Volvió en sí. Ni una señal de sus perseguidores, no se escuchaban los perros. Se preguntó si hubiesen desistido y la den por muerta, quizás pueda seguir luchando y ver a los compañeros, quizás.

Se internó en el monte y una sombra pinceló el cerro. Iría hasta la cima para tener un panorama de la situación, ella estaba preparada para esto ya que el entrenamiento en la «Organización» fue intenso, con toma y cambio de posición, con estrategias de lucha guerrillera, de orientación y supervivencia y se supo agazapada en las serranías como un gato montés. De nuevo vino el recuerdo de su amado. Fue en una pizzería de Williams Morris. La cita estuvo cantada.

Desde la altura del cerro se extendía un valle. Decidió esperar hasta la noche para estar segura y se acurrucó abrazada a una roca. Soñó, o creyó soñar, que era una niña; que no hacía mucho que era una niña, y sus abuelos le regalaban un baúl; «allí guardarás tus recuerdos», y abrió su tapa y lo fue llenando de juguetes, de muñecas que olían a perfumes, y la cajita de música con la bailarina de valet, y de pronto el baúl estaba repleto, hasta podrían caber sus diarios, sus poemas y sus muertos. «Estoy viva, ¿o estoy muerta?, no pienso, no, y canta el arroyo de la nostalgia. Sí, estas allí, veo fogatas, por todas partes veo fogatas que enardecen el alba. Canto, y danzo, y giro en un carrusel de viento. Salto la soga, ¿Qué soga?, la soga en la vereda, allí está mi madre, creo que me reta, mi madre, la muerta, me llama, la escucho a lo lejos en el pajonal, y el rancho, siempre el rancho con su tocadiscos, girando vinilos, el rancho suena como un tocadiscos, soltando flores de mburucuyá. Me llaman, las voces me llaman».

Cuando despertó, el cielo brillaba de estrellas. Descendió tanteando el suelo y se encontró en un llano rodeado de árboles; la luna dejaba rastros, y caminó por un sendero de vacas hasta que vio una luz que salía de un ventanal. Trató de acercarse sin ruidos, como en el juego de «Kim», y oyó murmullos, una guitarra que soltaba un chamamé seguida de un zapucay que se perdió en un eco. Las voces le resultaban familiares, y sin moverse se asomó desde un arbusto. Alguien salió a orinar; era un hombre, luego entró a la casa. ¿Quién sería? En puntas de pie se arrimó a la ventana. Vio a su abuelo que jugaba al pase con su padre, y la voz de la abuela se filtraba desde la cocina. Tomaban ginebra y el tocadiscos seguía sonando; los perros no percibieron su llegada, fingían dormir, y cuando el disco dejó de girar entró su abuela y todos miraron la foto en la repisa. Era su foto, con el rostro de colegiala, rodeada de velas junto a la virgen del Valle y un cuadro anarquista. Sus hermanas también estaban, los hombres seguían tomando ginebra y jugando a los dados. Las mujeres rezaban, le rezaban a ella; de pronto una luz invadió la escena y como en una película se proyectaba en la pared un túnel, en cuyo final, a lo lejos, se percibían guirnaldas y figuras que se movían. La luz la cegó por completo.

El capitán prendió un cigarrillo mientras los soldados del pelotón dejaban los fusiles. Fueron a recoger el cuerpo de la guerrillera muerta, recostado sobre un charco en el patio del penal. De sus ojos nacían mariposas de cristal.

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