Es alto y fuerte. Su rostro, de gruesos labios, parece esculpido en
ébano. No sabemos nada de él pues no conoce nuestro idioma, pero
puede que se llame Abdul o Mohamed, ¿por qué no?

Por el color de su piel, es fácil imaginarlo, con los pies descalzos y
el torso desnudo y brillante, en algún lugar de África,; algún
lugar donde la naturaleza sea fiera, el aire limpio y la vegetación
feraz. Pero Abdul o Mohamed viste un chándal ajado y unas deportivas
desparejadas, y la esquina en que le vemos cada día no está en la
sabana, sino que es un cruce de avenidas en una jungla de cemento, un
paisaje opresivo bajo un cielo sucio y contaminado, donde no se
escucha el rugido del león, ni pastan los búfalos, ni las
cambiantes tonalidades del cielo te emborrachan al atardecer.

Su única arma es una gorra roja, propaganda del mayor banco del país,
aunque su mirada altiva no nos hace pensar en un mendigo sino, por
ejemplo, en un cazador masái, empuñando una lanza con el brazo en
tensión, oculto tras unos matorrales, al acecho de una gacela que
pace desprevenida, ajena a su ineluctable destino.

Abdul o Mohamed llega a su esquina al amanecer y, cuando en la calle no
quedan más que los borrachos, no regresa orgulloso a su poblado,
caminando con la pieza cobrada sobre los hombros, mientras los niños
saltan sonrientes a su alrededor; ni tampoco se sienta junto al fuego
a compartir con los suyos la carne suculenta, ni se guarece después,
satisfecho, en una choza de barro y paja. No. Cuando oscurece, Abdul
o Mohamed se pierde, sombrío, en una boca de metro, mientras cuenta
las pocas monedas de su gorra. Pasa la noche en un cuarto frio y
estrecho con paredes ennegrecidas por el humo y un hornillo en un
rincón, donde se amontonan raídas colchonetas en las que dormitan
otros Abdul o Mohamed.

Al abrirse el primer semáforo comienza su performance. Una oleada
humana inunda impetuosa la calzada y se amontona en el triángulo de
cemento que separa las dos avenidas; una isla donde la muchedumbre
espera que se abra el segundo semáforo y donde Abdul o Mohamed, como un derviche vestido para hacer footing, da vueltas
sobre si mismo al son de un cántico ritual que él mismo entona;
unos sonidos emitidos sin esfuerzo, automáticamente, pues han sido
repetidos generación tras generación. Con la mirada perdida y la
mente muy lejos, fuera de ese cuerpo que se mueve con torpeza, no
presta atención a los hombres y mujeres que, ensimismados, piensan
en el monótono trabajo que les espera o en la hipoteca que no saben si podrán pagar, mientras pasan
junto a él sin advertir su presencia, o, si acaso, volviéndose un
momento a contemplar con desgana el espectáculo. Solo unos pocos,
sin casi detenerse, arrojan en la gorra unos céntimos que les abultan
en los bolsillos.

Quizá Abdul o Mohamed, en ese compás de espera entre semáforo y semáforo
en que la vida parece detenerse, se ve a si mismo retornando a su
patria victorioso, con las manos llenas de monedas.

Cuando se abre el segundo semáforo, la isla de cemento se vacía de los que
se van para volverse a llenar con los que vienen. Como el pescador
que echa su red, Abdul o Mohamed repite su número una y otra vez,
hasta que de pronto, en una de las oleadas, en medio del
océano tumultuoso del gentío, surgen dos figuras amenazantes que
él no ve porque está bebiendo agua de una botella de plástico con
la etiqueta medio despegada. La pareja avanza al mismo paso que el
resto y, al llegar a su altura, se detiene. Uno de los policías le
toca en el hombro, mientras el otro desenfunda la porra
reglamentaria. Abdul o Mohamed tensa los músculos y siente que el
sudor le empapa la camiseta. Uno de los guardias le pide los papeles.
Abdul o Mohamed mira a un lado y a otro buscando un hueco por donde
huir, pero está rodeado por un cerco de ojos que le bloquean toda
escapatoria, mientras se escucha la sirena de un coche patrulla que
se aproxima por una de las avenidas.

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