Lutivino (Capítulo 3)

Lutivino (Capítulo 3)

Dimas Gallardo

11/01/2018

Capítulo 3 (don José)

Un cubito con una pluma atigrada de colores negro y esmeralda acabando en los bordes de las piezas con un sublime bañado en oro y un portaminas de marfil indú no menos elegante; un portafotos de plata con la imagen en blanco y negro de una mujer de pelos rizados y tupidos, sin ser gorda pero sin ser delgada, una de esas mujeres que sabes que tienen algo que no tiene por que ser belleza física, pero que atrae a las personas a sumergirse en el mundo que hay tras sus ojos; y en sus brazos, una pequeña y tímida criatura rubia con el dedo en la boca; un teléfono negro antiguo, de los de rueda; una montaña de papeles del tamaño de un palmo a su derecha; una lampara de mesa que baña con su luz dorada el espacio que hay hasta su disolución en la negrura infinita y una puta mosca que no para de joderle la noche con su enfermizo revoloteo. Dejó de leer el dosier que tenía entre las manos y echó todo el peso de su cabeza hacia atrás en medio de un suspiro que podría ser de hambre o cansancio o aburrimiento o todas a la vez. Se levantó lentamente arrastrando la silla con las pantorrillas restregándose los ojos con las yemas de los dedos índice y pulgar, estaba acartonado y se estiró antes de atravesar la sala en penumbra.
Su despacho se encontraba en la misma planta que la recepción, al final de un pasillo que nacía a la derecha de esta, junto a la salita, donde trabajaban dos hermosas secretarias, y un cuarto de baño que guardaba mil y un secretos. Ellas ya se habían ido como hacía una hora, ahora solo quedaban en ese edificio el viejo conserje que vivía en la última planta y Eva, la hermana recepcionista, el pecado hecho en la suavidad de sus curvas, la manzana mordida en la sangre de sus labios rojos, el abandono terrenal en las pecas de sus ojos tristes y le tentó en lo profundo de su bajo vientre el impulso primigenio de arrancarle las vestiduras ahí mismo y coger su joven fruto subido al mármol de la lujuria. Había avanzado por el pasillo en silencio y la observaba jugando entretenida hacerse rulos en el pelo con un lápiz, con la mirada perdida en las fantasías de su imaginación efervescente; apoyado en el marco de la puerta. De pronto miró el reloj con forma de cruz que colgaba entre los cuadros: las doce y cuarto. Pensó que ya se estaba haciendo un poco tarde, se incorporó en su silla y ordenó unos papeles revueltos en el extremo de la mesa antes de levantarse de golpe para dirigirse al despacho del señor Malabria.

– ¡Qué susto don José!

La silueta del rostro desfigurado se reveló bajo la penumbra de dos viejas lámparas de pared como la encarnación del mismo Lucifer. Don José, casi tan sorprendido como ella, sonrió levemente, sólo lo justo para dejar entrever los afilados colmillos excitados por el sabor a sangre joven que habría de calmar su sed y se separó lentamente del marco de la puerta poniéndose las manos en los bolsillos frente a ella, penetrando con sus ojos negro azabache en la violentada inocencia de su mirada.

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El transcurso inverosímil del tiempo a lo largo de esta carrera de supervivencia había terminado de convertir el rostro poco agraciado de Carmela en una especie de pasa agria abatida por la depresión. Seguía conservando ese brillo en sus ojos y los hoyuelos que se formaban en las comisuras de sus labios las veces que podía reír delataban esa belleza tránsfuga de las maquiavélicas dosis de amor y tortura que le suministraba su marido a base de guantazos en privado y caricias en público. Sin embargo, a Carmelita le parecía que esta mañana se había levantado de otro humor, como si por un día no hubiera soñado con la profundidad del abismo que se abría entre él y la montaña de niños muertos con ojos de gato en una noche roja, lloviendo lágrimas de sangre, como le había confesado una vez desesperado en la cama temiendo la imprevista llegada del barquero de la muerte.
El timbre de la puerta los sorprendió por lo inesperado mientras leía tranquilamente el periódico de hoy entre pequeños sorbos de café tostado del valle de Agaete, que derramaba su intenso aroma a paz y quietud por todos los recobecos de la casa terrera. No solían tener visitas en casa más que las veces en que invitaba a sus compatriotas para echarse unas cartas entre humos de Habanos y vapores de brandy de Jerez, aprovechando la intimidad de la noche o la quietud temprana de los domingos.

– ¡José, -gritó Carmela desde el marco de la puerta- es el sargento Amargo!
– ¡Pues dile que entre mujer, no lo vas a dejar esperando en la puerta! -becerró este un tanto extrañado levantándose de su asiento en el patio para ir a recibir a su colega.

Don José invitó a su huésped a tomar asiento en una de las sillas del patio tras estrecharse las manos amistosamente.

– ¿Qué te trae por aquí, Demonte, querido amigo? No me esperaba esta visita, sin avisar, sin llamar.
– Te traigo algo que deberías ver -dijo en baja voz mientras le soltaba en la mesa frente a sí una carpetita color marrón que llevaba bajo el brazo.
– ¿Qué es esto?

El sargento Amargo Demonte guardó silencio con el temple de un monje budista a la espera de que don José saciara su curiosidad leyendo la hoja de papel sin firma ni sello oficial.

– Pero ¿qué cojones es esto si se puede saber? -segregando veneno en sus glándulas bucales, levantando una mirada que habría dejado de piedra a cualquier héroe mitológico.
– Me lo ha enviado por correo urgente Pablo José Gebbels desde la redacción del periódico, parece que hay alguna rata husmeando en el baúl de los recuerdos.
– Querrás decir que había una rata husmeando en el baúl de los recuerdos -el sargento podía sentir el calor del fuego de su mirada quemándole las entrañas. Deshazte de él, Amargo, ¿me oyes? Tíralo por un risco, entiérralo en alguna zanja, dale de comer a los cerdos con sus trocitos, pero deshazte de él y no dejes ni rastro.

El sargento apuró el último trago de licor que le había servido Carmelita y asintió levemente mientras sostenía a duras penas con gesto severo su mirada asesina.

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