Sé que la silla en la que estoy sentada se ve obligada a soportar más peso del que debería, porque ninguna silla ha sido alguna vez fabricada para cargar con la responsabilidad de mantener erguido un cuerpo cuya existencia no roza lo pragmático. Pero la falta de practicidad arraigada a la discusión de lo que es un silla y el modo en que debería ser empleada es precisamente la razón por la cual elegimos no sumergirnos en un bucle de definiciones que terminarían por quitarle aún más sentido a la existencia que todos en algún momento buscamos justificar, y seguimos llamando por su nombre original a un elemento determinado por la función que debería cumplir, incluso cuando no lo hace. No me interesa delimitar el momento en que la silla deja de ser una silla y pasa a tener una significación diferente dentro de su entorno; es la hipocresía lo que me llama la atención.

También preferiría revolear la bandeja con ensalada que está frente a mí y ver por única vez las tiras de lechuga pegadas en la pared (sólo si tiene ese corte), porque ya no soporto contemplarla estática en el mismo lugar todos los días, cada noche, a las doce menos cuarto.

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