La fotografía de Ricardito y la abuela

La fotografía de Ricardito y la abuela

La abuela María, siempre sometida al mandato masculino, padre, patrones, hermanos y marido, ahora viejita ejercía su poderío sobre el abuelo: comer a medida y horario lo que le correspondía por su diabetes. Pesaba en una balanza familiar cada gramo del alimento que le daba sin escucharlo. Mujer, me estás matando de hambre. Criar a siete hijos no había sido fácil para esa mujer simple y pobre que a los trece años salía a vender la manteca que fabricaba con leche de dos vacas. A los quince se casó con el boyero de la estancia, el boyero que aspiraba a ser patrón, y lo logró finalmente, porque trabajador y audaz, el abuelo se fue enriqueciendo a medida que le sembraba hijos. Siete hijos cobijó el vientre de la abuela. Su panza crecía intermitente como los lotes de tierra que fueron comprando, sembrando y cosechando.

De los siete hijos quedaron seis, porque uno de los varones murió en el colegio de curas donde debería haber hecho, como interno, su escuela secundaria. Murió de peritonitis. Los curas desoyeron sus quejas. Lo creyeron flojo, pensaron que lloraba porque extrañaba a sus padres y no por los dolores que su apéndice infectada le producía. Avisaron a los abuelos para que fueran a buscar el cuerpo de doce años del hijo muerto.

A partir de ese momento, la abuela usó ropa negra al igual que las hijas mujeres que debieron teñir polleras y abrigos. Los varones y el abuelo agregaron a sus sacos, una cinta negra en el ojal de sus solapas.

Con los años, el negro de la abuela se hizo gris oscuro y después gris perla. La abuela se hizo vieja antes de cumplir los cincuenta años. Nunca cortó ni tiñó su pelo que enrollaba en un rodete detrás de su cabeza.

El hijo que perdió era el más chico y siempre lo llamaron Ricardito porque quedó así, chiquito, nunca creció, y en la foto presente en todas las casas de la familia siempre fue un niño. Los otros hijos crecían, se hacían grandes, se casaban y tenían hijos. Ricardito quedó ahí, en su foto de niño.

La culpa de la familia envolvía esa fotografía de Ricardito niño, culpa por haberle confiado ese hijo a los curas que lo dejaron morir. Por eso el abuelo nunca más pisó una iglesia. Eran las mujeres las que iban a misa, usaban mantilla negra y bautizaban a los nietos que iban llegando. Los nietos fueron creciendo y Ricardito, desde su foto, los miraba.

En la casa de los abuelos, el portarretratos con la foto de Ricardito, sobre una carpeta blanca tejida al crochet, estaba ubicada en la sala donde recibían a las visitas. Al lado, en un florerito de vidrio, siempre hubo una rosa fresca. Hasta el día que murió la abuela.

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