En aquellas sendas donde los árboles doblan y desdoblan sus ramales, con la luna chispeante redonda, camina con pies descalzos la mujer nocturna. Dicen que aquel que habita el fuego se ha enamorado de su tez trigueña, ya que el rayo solar ha tocado su cuerpo. Él se enciende siempre que ella pasa detrás de una hoguera, y si descansa de su caminar, y lo mira y lo mira, empiezan sus flamas a bailar al ritmo de sus ojos profundos. Si ella baila, él se eleva cuán danzarin que chispas saltan, saltando el salto que saltea la salteada de la noche en primavera. Sabe que si ella se acerca, será quemada, por eso cuando la mujer pone sus manos, el fuego provoca un calor tan placentero que llena el cuerpo de la mujer nocturna, haciendo que sus almas se mezclen en el humo que sube hacia las estrellas, pequeños fuegos que de cerca serán grandes.
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