Jon Ventura tuvo que cambiarse varias veces de nombre y de aspecto físico en su época de mayor gloria a fin de evitar que le pararan en cualquier esquina y a cualquier hora del día, distorsionada su imagen por la prensa y la televisión que hincharon su historia con las adulaciones y los retoques necesarios para encumbrarlo hasta la cúspide de la fama. Así, Jon Ventura cayó en la trampa de creerse la imagen que las agencias de publicidad habían hecho de él.
—No sé quién soy —le había confesado a su psicoanalista en una de sus crisis existenciales.
Mucho tiempo después, cuando los excedentes de la fama no le alcanzaron para sobrevivir, volvió a su nombre original en un intento desesperado de recobrar la gloria perdida. No fue suficiente, pues no hubo quien le creyera cuando repitió una y otra vez que había sido el flautista de Hamelin; que había limpiado con sus melodías, mucho tiempo atrás, un pueblo entero de ratas; que había conseguido con su flauta lo que los médicos y los veterinarios no habían podido con su ciencia y su química y que había tenido que utilizar peluquín y gafas de incógnito para poder salir a la calle.
De la noche a la mañana se había visto con una fortuna y un renombre que le quedaban demasiado grandes, sin saber cómo moverse por los pasillos laberínticos de la fama. Se desentendió de números y papeleos la mala hora en que decidió dejar sus cuentas en manos de los técnicos financieros los cuales lo esquilmaron como hienas hambrientas, con artimañas de accionistas y cláusulas escondidas que había firmado sin entender. Administró sus riquezas a golpes compulsivos de derroche y excesos que lo llevaron a un endeudamiento desproporcionado y exorbitante.
En los últimos años, hundido en la más ignomiosa ruina y en el más oscuro anonimato, sobrevivía a duras penas tocando la flauta por las terrazas de los bares y en los sitios más emblemáticos de la ciudad, donde los turistas ricos le soltaban algunas monedas con las cuales lograba pagarse a duras penas la pensión en la cual malvivía. Visitaba con asiduidad a su profesor, el maestro Tito Danzón, con el que recordaba los buenos tiempos de las plagas de ratas.
—Ahora, con las políticas de saneamiento y los raticidas no hay pueblos que requieran de mis servicios —se quejaba.
—Vives en el pasado —le decia el profesor—. Tienes que adaptarte, Ventura. Innovar, abrirte al mercado, ofrecer otros servicios. Encontrar otra plaga que deshacer.
Recordó una y mil veces cómo se llevó las ratas al río aquella lejana mañana. Cómo en los meses siguientes le llamaron de tantos otros pueblos para que limpiara sus calles de roedores prolíficos. Como a partir de ahí, todo le vino rodado.
Un día, mientras tocaba en la calle Delicias, un anciano enjuto y arrugado se le quedó plantado a unos pasos sin dejar de mirarle. No pudo aguantar los ojos ardientes del viejo y paró de tocar de improviso.
—¿Me conoce de algo? —le preguntó Jon intrigado.
—Tú eres el flautista de Hamelin —le dijo el hombre, señalándolo con el índice.
Una ligera excitación embriagó a Jon pero se desvaneció al momento por ver en el rostro del anciano una mueca que no era de agradecimiento o halago sino de mirada recriminatoria.
—Fuiste recordado por llevarte a las ratas —le dijo el viejo apuntándolo con el índice increpador—. Pero el pueblo de Hamelin nunca olvidará lo que hiciste con sus niños.
Herido, el pobre de Jon Ventura recogió sus cosas y se fue de allí, con la flauta bajo el brazo y el orgullo despedazado que solo pudo recomponer recorriendo las tabernas de las callejuelas del centro.
Cuando volvía a la pensión, ya avanzada la madrugada, se paró en seco al cruzar la plaza solitaria de Gaspar Galante. Entonces le llegó. Suave, dulce, bella e hipnótica, una melodía de chirimía le alcanzaba desde una bocacalle que daba a la plaza. Como un bálsamo anestesiante, se le coló por los oídos y le deshizo la amargura acumulada durante tantos años de frustraciones mientras los veía aparecer. Altos y pequeños, flacos y pesados, nervudos, imberbes, patizambos y cojos, encorvados y recios, calvos, desaliñados, torpes y felices, pero todos con un rostro de una simpleza infinita. No pudo nada menos que unirse al paso melodioso del músico que los guiaba. Al fin y al cabo, era un idiota más.
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