Día normal. Ese fue el martes de Facundo Gutiérrez, poseedor de cierta tienda a la esquina de cierta calle, de cierta ciudad y de cierto país de nulas importancias, pues ni a él mismo les eran del más mínimo interés. El Sr. Gutiérrez era, como pensarán, un hombre de vida yerma y, según algunos, triste. Dedicado a su trabajo, su vida social era tan abundante como el pasto de un desierto. Le gustaba observar el cielo en sus ratos libres, pensando qué magnífica magia habrían orquestado los magos creadores de aquel tapiz de celeste perfecto. Sin embargo, he olvidado mencionarles un pequeño detalle. Un minúsculo detalle.

No, este martes no fue normal. Para nosotros al menos. Sin embargo como habrán de imaginar, para el Sr. Gutiérrez (de ánimos muertos e indiferentes) lo fue. Por la tarde, a minutos de cerrar, entró cierta mujer, con cierto aroma y cierta belleza. Como habrán de adivinar, nuestro personaje no prestó el más mínimo interés (como a todo) a tal dama, llena de gracia y dotada de un aura pura y serena. Sin embargo, en sus ojos, en esos ojos profundos que si uno mira demasiado tiempo puede perderse como quien se pierde en laberintos condenado a no hallar jamás la salida, encontró algo que hace años, desde ese horrendo día, no presenciaba: colores.

En los pozos oculares de nuestra dama, éste recordó. Recordó días donde el mundo poseía color. No el color cromático, ese que los físicos explican con sus inmortales razonamientos. Sino el metafísico. Ese que poseen los que aman la vida. Los con sueños, metas, familias. Los que tienen en sus almas un poder más grande que el de los mismos dioses. Gutiérrez había olvidado el amor. El amor que lo embriagaba cuando tenía sus familiares vivos. Nunca tuvo hijos. Debido las consecuencias de ese día, nunca los tuvo. Debido al tiempo, el maldito tiempo, sus padres se escondieron bajo tierra en cajas de tristeza en contra de sus voluntades, despreciables cuando se trata de ésta maldita magnitud física. Sin mencionar a su esposa. Desde ese maldito día en que su corazón traicionó a Gutiérrez, fijando su amor en otra persona, en otro mundo, en otra alma que no fuera la de él, eso terminó con el resto de amor que quedaba dentro suyo. Al encontrarse con aquellos ojos acusadores, el Sr. Gutiérrez entendió. Cerró inmediatamente la tienda gris, descolorida y meada. Corrió por ciertas calles. Recordó ciertos momentos. Recordó, y extrañó ciertos colores. Recordó y recordó, pero ya todo estaba infectado con ese pútrido, maldito, y desgraciado gris.

Momentos antes del suicidio, entendió que un amor no entregado, guardado y corroído, aún si ya estaba desgastado (por no decir muerto, ya que similar al Fénix éste vuelve del mundo mortuorio), se marchita y encoge cual flor se tratase. Cual cría de león se abandona. Cual hombre bueno el tiempo, éste despreciable ente todopoderoso, a menudo blasfemado por la ciencia, despoja de todos sus seres queridos, y lo arroja a cierto mundo indiferente, a cierta sociedad, a cierta casa, a cierto dormitorio, a cierta soga, y a cierta muerte.

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