Me viene a la cabeza nuestra estancia en el centro de refugiados de Alcobendas. Tenía cinco años y cuando me aburría me gustaba hacer saber a toda la comunidad mis logros. Un día llamaba de puerta en puerta para anunciar con una enorme sonrisa que había vomitado y los vecinos no podían hacer otra cosa que sonreírme cariñosamente y hacer señales de aprobación, aunque la mayoría seguramente no entendía lo que les estaba diciendo. Había una familia iraní que siempre me invitaba a pasar y yo jugaba en su apartamento con su hijo. No había muchos juguetes, pero si mucha imaginación. Inventábamos juegos con el tren y los palos, cubos y bolas de madera. El chico tendría un año menos que yo y reía con fuerza mis ocurrencias. La madre miraba y sonreía discreta. El padre venía de vez en cuando y participaba. Tenía unos ojos negros que brillaban de entusiasmo, le gustaba ver que su hijo se reía. Me sentía bien ahí. Recuerdo difusamente los adornos. En el centro de refugiados se vivía en habitaciones pequeñas y cuadradas de paredes blancas que no daban cabida a mucha inventiva, pero aún así ellos se las habían ingeniado para adornar el sitio de una manera acogedora. Las cortinas semitransparentes en las ventanas y los tapices en las paredes de color mostaza, con fluidos motivos vegetales, o la alfombra con sobrios patrones geométricos. La combinación resultaba en un permanente ocaso cálido y envolvente que no sé si era real, puede que me esté inventando la mitad de lo que escribo, pero aún así el recuerdo es ese. Unos meses mas tarde ellos se marcharon, o nosotros nos marchamos. Lo único que se es que su estancia era pasajera, que se marchaban a América. Solo espero de corazón que les haya ido bien.

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