La casa número 45.

      Fue la décima vez que pasaba por aquella calle, y sería la última, aunque fuera como un simple civil. Había caminado diez cuadras desde su casa, para garantizar que nadie reconociera su Caliber rojo en la cochera de la casa de, ella.

  Con la mirada arriba contaba una por una las casa hasta encontrar la «predilecta». La casa número 45 de la calle Lotremont sería la adecuada, tenía meses estudiándola, justo hoy sería el día.

   Tocó la puerta, aquel hombre de gabardina y de sombrero que le tapaba la mitad del rostro esperaba la respuesta de la residente de la casa número 45. Tras su espalda y oculto entre sus pantalones había un cuchillo, tan afilado cómo para cortar de un tajo la piel de un cerdo, y de al lado de este, un pañuelo con etanol, los tenía para cada tipo de posibilidad.

  Abrió la puerta. No sabía lo que encontraría.

….

   El sol penetrába la ventana del ático de aquella casa, habían pasado ya muchas horas desde que la puerta se abrió. Lo que había encontrado la muchacha no sería nada agradable, y las mordazas en su piel era prueba de ello.

«¿Quien es usted? ¿Que hace aquí? ¡Aléjese! Llamaré a la policía» eso dijo cuando el hombre de gabardina entro a su casa, tan pronto como abrió la puerta de lleno. Por desgracia no podría hacer nada de lo amenazado pues antes de darse cuenta había caído al suelo. El pañuelo con etanol rozo su rostro con fuerza asfixiante. Se durmió.

   Ese hombre no había dicho ni una palabra desde que llegó, y no lo haría, no hasta que hubiera conseguido lo que quería.

……

   Los gritos habían fluido de su boca, pero nadie los oyó, solo el hombre que la acompañaba en la casa, las mordazas solo dejaban a oír un grito sordo y poco audible. Tenía porqué.

   En sus manos ahora solo habían. Cuatro dedos en cada una. El ruin castigo había empezado, y ya no lo podría detener.

  El suelo estaba manchado con sangre a varios metros de dónde la chica estaba. Era un matadero sucio e insano.

    Así fue con sus otros dedos, manos, pies, hasta que el piso estaba atiborrada de sangre de largo a largo. Luego se desmayó, tras soltar un repertorio de gritos inútiles.

   Jamás despertó.

   ……

   El hombre de la gabardina huyo poco después, dejando el cadáver de la mujer joven sentado en la silla de madera en la que la había mutilado y torturado hasta la muerte.

   Cualquiera, incluso el lector, pensaría que esto es un acto ruin y sádico (y lo es, claro que lo es) pero no era algo gratuito. Había hecho sufrir a un hombre. Era Infiel, y muérgana. No sé lo merecía. Ahora la que sufría era ella, con la diferencia de que, ella jamás se levantó, nunca.

   Aquel hombre fue arrestado días después, al igual que el ejecutor de esta historia, el hombre de la gabardina, ahora portaba un traje de presidiario, y así sería hasta el día de su muerte.

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