Yo estaba, cual acostumbrada, dormitando entre los aplastados barrotes de plomo y laca rosados. Retorcidos en forma de cesta se unían estos por encima y por debajo. Como cesta de mimbrete, que la muchacha, petisa, hermosa como una almendra, paseaba risueña sobre las vías. Y yo era el calor acanelado que se acobijaba entre los tejidos bordados, y en derredor lo panecillos que iban a la par vendidos. Su infancia se había fundido en la acritud de la adultez y ahora sus deditos, juntaban sus moneditas, sus centavos, con el placer de niña contando caramelos. Brillaban en sus manos, blancas bajo la luz, como pétalos de algún jardín arrancadas.
Vagantes sus pisadas, chocaban varias veces, causándole risa, soltando dulzura. A veces me removía entre sus cabellos, como hoja de azucena, reposando en ellos. Contaba dos, tres, cuatro y me dejaba caer. Su silueta era buena y fresca como hoja de limón, y sus zapatos andaban de puntillas, brincando huían del agua o la buscaban. Para la gripe yo le regalaba un collar y no pudiendo colocárselo. Se lo enredaba en las muñecas y ella se curaba sonriendo, y a mi me parecía que era bonita como gota de rocío, como el paño que en el frío emerge como alas de hada, cubriendo las ventanas. Yo se lo decía y le decía que si alguien dibujase un corazón en la ventana, se tornaría en mariposa. Ya no tendría que llevarme en su pequeña cesta, ni tendría que esconderme entre paja. Ella se iría, y dormiría mecida por los juncos, cubierta de la chusma, teniendo por hogar una violeta.
Llegaban las trece y se apresuró a esconderse en sombra. Una mujer, mala y rencorosa. Encontrándonos, saco de su bolso marchito un plástico con ciruelas y alargándonos sus dedos grises, nos lo tendió. Pues con nosotras siempre era buena. Así comíamos, yo migas y ella las frutillas y su zumo, gozando ambas del delirio que se va ligero, cual trino de los trenes al escapar de su parada, y nos sorprendíamos tanto que consentíamos en dejarlo pasar.
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