Se despertó sofocado y rodó entre las sábanas. Tenía la boca pastosa. Notó, gracias a un pequeño trozo que estorbaba entre sus molares, que no había recordado lavarse los dientes.

Estiró el brazo. Le dolía, estaba entumecido. Tomó el vaso cristalino sobre la mesita. El agua ya había cosechado aquel puñado de diminutas burbujas. No tantas para soda, no tan pocas para agua fresca. Tomó un sorbo generoso y lo bailó unos instantes en el costado de la mejilla involucrado, tentando algún tipo de palanca con la puntita de la lengua. El ensayo fue vano. Se levantó con mal tino y, tambaleante, llegó al baño. Asió el cepillo y lo sometió al chorro burbujeante. No puso pasta dentífrica. El solo imaginar el mestizaje de aquel trozo entre los dientes y el sabor de la pasta le provocaba arcada. Al fin, tras un enérgico barrido con las cerdas logró quitarlo y lo escupió sobre la loza del lavatorio. Era un trozo de dedo pulgar. O índice, no estaba seguro. Pero, si de algo no tenía dudas, es de que era un dedo. Dejo correr el agua, pero había quedado atascado. Cortó una porción de papel higiénico y abrazó con cuidado el fragmento para arrojarlo luego al inodoro. Apoyó sus manos con los brazos estirados en el mármol frente al espejo. Sus movimientos eran lentos. Agachó la cabeza. Sentía una pesadez incómoda. Posó su mano en la boca del estómago. Estaba algo débil todavía. Se sentó sobre la tabla del inodoro. ¿Qué era lo que le provocaba aquel malestar? De seguro era aquella zona que cubría el omóplato, sí, tenía que ser aquello. El antebrazo nunca le había caído mal anteriormente. ¡Mucho menos la mejilla! La mejilla era tierna, fresca, jamás le haría daño. Sentado allí miró sus pantorrillas. Una le ardía tremendamente. Pudo notar la porción que le faltaba. Alrededor, la piel se veía enrojecida y todavía salpicada con algunas pequeñas gotas que no lograban coagular. Ya se había logrado despabilar completamente y comenzó a recorrerse con la mirada. No se había percatado antes pero el anular y el meñique de su mano izquierda no estaban. Al igual que el pulgar de uno de sus pies. Bufó. Notó que se le estaba haciendo tarde, ya era momento de vestirse.

Penetró en la habitación nuevamente. En la media luz que le regalaban las hendijas de la persiana la observó dormir. Se veía casi angelical. Con su meñique y anular enredados entre los dedos de ella. La imagen lo conmovió. Pudo ver su boca todavía manchada, salpicada en finas gotas carmesí. Entonces se dio cuenta que ella tampoco había recordado lavarse los dientes.

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