Con especial afecto a todos los que cruzan a diario por
mi camino, y me reconocen… ¡y hasta saludan!
Son las tres de la tarde y mucha gente circula a mi alrededor, me miran, o no me miran. Pasando se detienen sin voltear a ver si están estorbando. Sólo caminan y se afanan por llegar a sus destinos de trabajo, de escuela, de familia, de amante y demás. Tal vez son conocidos por muchos, o por pocos. Y yo no les conozco, ni ellos a mi, ni tal parece que les importe, o ellos a mi, pues simplemente pasan por las calles y no les importa nuestro destino, ni nuestras tragedias; les somos transparentes, fugaces, etéreos, sin mayor valor que el que nosotros mismos nos damos, o aquel que nos dan quienes sí nos conocen y nos otorgan. Yo no dudo en su valía, pero, no para mí, sino para sus allegados, compañeros, amigos o amantes. Sólo ellos se conocen, se saborean, se besan, copulan, se entienden. Conocen sus aficiones y su forma de vivir. Y pienso que no les pertenezco, ni me pertenecen. Somos miles y tal vez millones pasando, estorbándonos, empujando y sintiendo sus cuerpos que sudan y hasta hieden, en una ciudad que apabulla con sus calles grises y avenidas; y sus edificios viejos o nuevos, grandes y pequeños. Unos cuantos árboles y otros tantos perros cuyas heces esquivo sin que a nadie le importe, pues es parte del espectáculo de la ciudad. Entonces, fijo la mirada en el suelo y veo gargajos que también tengo que evitar, pues mis suelas no deben tocar tal esperpento. Y así invaden los papeles y chicles las áreas del peatón, que sólo es uno más y se convierte en marioneta de los proyectos del gobierno, quien nunca se da a basto para satisfacer todos los requerimientos de nosotros los viandantes. Sin saber, ni conocer a los tantos y tantos Juanes anónimos que a diario pululamos por la calle sin más afán que el de llegar a donde sólo ese o aquél pretende.
Y nos volvimos más anónimos cuando aparecieron los audífonos, permitiéndonos un mayor refugio y aislamiento de los demás. Y con eso creemos ser libres de quienes viajan en nuestro transporte, tranvía o autobús, cuando en realidad nos hermanamos con nuestro aislamiento de ermitaños en medio del caos que no obstante la sordina aplicada a nuestros oídos, compartimos con multitudes que cada cuanto se tornan agresivas, por no ceder un espacio o tal vez avanzar a una pequeña mayor velocidad.
Y todos nos incomodamos. Y nos estorbamos, unos a otros. Y nos tocamos las nalgas, y los penes y las chichis. Y nos tocan, ¡y nos aguantamos la mayoría de las veces! pues en el tumulto, tal vez no se vale protestar, a riesgo de que te digan que si no vas cómodo mejor tomes un taxi. Y el insulto se recibe o profiere sin otras consecuencias que la inquietud que provocas a los demás que sólo quieren vivir su anonimato y su soledad, misma que no será compartida hasta cuando aparece el destino de nuestro andar.
Y te escribo por el celular y me contestas y me dices y te acuerdas de mí; ¡y hasta nos conocemos! y parece mentira que mientras unos duermen en el autobús, otros nos dediquemos a pensar en la soledad en del ser humano imbuido en medio de sus grandes ciudades y conglomerados humanos, que pululan por el centro comercial, y compran, y visten, creyendo estar a la moda y pensando que el atuendo les va muy bien, cuando para otros ojos, serán símbolo de mal gusto, pues no se parece al que se acostumbra en su barrio y su sociedad.
Y luego, las tribus urbanas, quienes consideran ser diferentes y se aíslan de otras pandillas distintas y más o menos numerosas, ya que sus pelos, pinturas, vestidos y aretes pueden diferir de los muchos otros que van en el autobús de atrás. Y, cuando se juntan los siete u ocho pertenecientes al grupo, entonces se sienten parte de él y son acogidos pero rechazados, porque a otros les pareció que no debieran vivir en la ciudad. Y así veo enfermeras y estudiantes, amas de casa y parejas, o niños o hasta borrachos y drogados con sus historias desconocidas. Pero me intrigan, y pienso que algún día siendo bebés fueron admirados y hasta amados por sus papás, pero la vida les ha convertido en seres de este mundo y la sociedad quien los convirtió en uno más de una fría estadística que permitiría conocer a las multitudes; ¡Nunca al individuo, con sus afanes, y sus historias, dueño de sus quehaceres aunque no sean como los míos! Pero, también han amado, hasta se han ilusionado, pero no de ti, miserable número dentro de la estadística, sino del otro, quien le acompaña hasta el final; y cuando se pierde y se muere lo lloras, lo extrañas, cuando en realidad no era más que un dato de muerte por alguna u otra razón que pasará a formar parte de las causas de mortandad. Datos que explican esto que denominamos la ciudad que es de «La Esperanza», como nos han querido hacer creer, sin habernos aclarado quiénes o cómo son los esperanzados, pues no nos conocemos ni nos miramos, ni mucho menos, nos saludamos, ya que vivimos aislados, pasando el uno al lado del otro. Sin mayor conciencia de su existir, sólo en la medida en que nos estorba en nuestro andar o bien facilita nuestra circulación.
Y le queremos ganar, llegar antes al mejor lugar en el andén, y luego en el vagón, y así, hasta demostrar que somos únicos, y en todo, ¡los mejores! Y que no hay quien nos iguale, aunque digamos que todos somos iguales, pero nos gusta ganar. Y si es necesario tranzar para avanzar, porque «el que no tranza no avanza» dicen algunos, y si de eso se trata, pues se hace necesario aplicarlo desde que ponemos un pie fuera del hogar. Para avanzar en el coche, que sólo en mi casa admiran, pues para los demás, no es sino otro vehículo con el cual competir, ¡nunca compartir! pues no debe tener derecho de paso, ni derecho sobre mi vehículo o mi propiedad, y así sea peatón o camión, no le dejaré pasar, ya que tengo derecho, y nadie me va a avasallar con su condición de conciudadano, quien no es más que otro para estorbarme y detener mi andar, también al caminar, ya que quiero vivir en esta ciudad. Pero, con todos y sin nadie que me estorbe; para poder tener las oportunidades, eso sí, siempre y cuando no me las vayan a «agandallar». Porque el trajín en esta vida es vivir y crecer, y reproducirme a mi mayor placer y satisfacción, sin que medien valores o falsas modestias ya que el verdadero sentido del vivir consiste en ser el mejor, de acuerdo a lo que cada quien pueda interpretar. Y nadie, absolutamente nadie, aceptará un grado menor al de ser el mejor cuando le preguntemos, ya que así lo aprendimos en la cuna, cuando nos dijeron: seas lo que seas, quiero que seas el mejor. Y nos lo creímos, y lo copiamos, y lo importamos de un pueblo al que consideremos tiene la mejor manera de vivir.
Otras ocasiones, cuando en serio nos decidimos, y tratamos de huir de la aglomeración, conseguimos aquella paz que sólo unos pocos logran al escapar del bullicio, y la rutina, de la flojera del nuevo comenzar y luchar. Logramos entonces, disfrutar nuestra soledad. Para entender que el sino y sentido de todo está muy lejos de lo que nos ofrece la hermandad de la sinrazón.
Y surgen obras y más obras para facilitar el tránsito a quienes son dueños no de los autos, sino de los créditos, que tal vez nunca irán a pagar, porque ya sabemos que el que no tranza no avanza.
Y si hoy te mueres, o tal vez soy yo el quien desaparezco, amigo transeúnte, ¿te irás a acordar de mí? O, ¿acaso te enterarás que he muerto porque a veces mueren personas? Se nos dice que fueron hasta más de 200 en fosas clandestinas, o trescientos, tal vez algunos más, y ya sabemos que no son o fueron personas, sino cifras estadísticas de la barbarie que nos toca ahora vivir. Y me dicen que ya ni el mar es bello y por menos de quinientos pesos te pueden matar, aunque no vayas a ser más que otro en el cúmulo de cifras que llegan a mil o a cincuenta mil, ¿o sólo cinco mil? ¿En cuánto tiempo? ¡no lo sé! ya que tal vez ocurrió en seis meses o un año. Y de plano, luego no nos importa, porque ya nos acostumbramos a la tragedia de las familias, y de los hogares. O tal vez fueron esos seres que algún día caminaron junto a nosotros y no supimos cómo iban a terminar, ni ellos se preguntaron si al terminar mi existencia alguien me iba a extrañar. Pero, siempre supongo que hay alguien esperando en casa y que hasta se preocupa por ti mi querido viandante. Yo al menos hoy lo hice, ¡y me fijé en ti!
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