Citando el miedo entre paredes, contando los minutos con la estrellas y solo mirando hacia arriba, me encontraba tendido en un confín de cielo paralelo. Ahí donde la bruma se vuelve agua que golpea bruscamente los sentidos. El silencio se volvía cauto, el tiento de la oscuridad se depositaba en mi paladar y me proponía una salida, un nacimiento hacia lo que ya conocía, pero me superaba. Por eso estaba allí, tragado por el desconcierto de la luz, la distracción de la luna que puso en peligro mis huellas impertinentes. Ahora grito hacia la vasta laguna de grillos, que ubicados en la meseta de mi rabillo, acompañan a mi ajetreado corazón que busca apaciguarse. El final se acerca, el viento será mi transporte, según dónde me ubique será mi futuro de júbilo. Los huecos que la erosión depositó en las blanquecinas piedras del pozo serán mi soporte y mi escapatoria. Corro sobre la delgada capa de sinestesia que el color vislumbra, agitado, llego a la copa. Asombrado de mi travesía concluida procedo a correr, pero, tropiezo, una y otra vez. Cada caída, acompañada del dolor que la sustenta, se multiplica por la cantidad de estrellas que me gritan…»Retorno». Entre los pensamientos intermitentes, el tiempo no me disculpa y procede a ordenar a mis extremidades su absoluta cooperación con el asunto. Regreso a galope. De un salto involuntario, demandado por mis pies ya sedientos de oscuridad, caigo en el pozo, como en una diana, mis pies se clavan en la tierra áspera y profunda, yace en ella los pensamientos más desdichados que uno recicla. Ahí yace mi cansancio, dónde la nada se aposenta y el tiempo oscurece el aire, donde el grito se apaga y lo eterno muere. Ahí, ya enterrado. Apagado.
Cómo un muñeco al que le cambia las baterías, mi alma se agita y me enciendo. Vuelvo en mí: recobro sentidos, mis ojos lloran sin un porqué, mi mente grita y no existe palabra calmante. Mi paradero conocido pero ignorado, mis pies lo pisan, mis ojos lo obvian. Soy un desterrado del infierno, mi castigo yace en un habitáculo sediento de luz; ahí me cuerpo descansa. Por respirar existo, por volar imploro, lamentarme sin razón o sin corazón. Perdido en la tinta del cielo, en los poros del mundo, en las fosas de Gulliver. Escalo, mi fuerza se esfuma, pero mi esperanza revolotea como un pichón. La noche se adhiere a mis pupilas y mis párpados se vuelven estrellas, agitado, piso erosión tras otra, mis dedos sangran y mi voz se extingue.
La luz nace desde mi mano derecha, luego se apaga, nace desde mi codo izquierdo. Pienso, no actúo, el desconcierto me obstruye la garganta. Decido explorar la luz que aún existe, ubicada en mi codo izquierdo, expongo la punta de mi dedo, logro sentir que el calor invade mi piel, me transforma en un fénix decrépito, pero vivo, mi mente se estremece, mis pelos se erizan y mi esperanza se incrementa. Excavo, mis uñas se vuelven tierra y la tierra se vuelve carne. Puedo extender mi mano, el calor me invade. Quiero salir, empujo mi cuerpo; llego hasta el codo, ya siento ruido del sol, dudo de esa potencia absurda con la que el fuego crema el aire. Sigo en mi lucha, mi clavícula toma aire, y calor, el miedo me absorbe el corazón. Mi último empujón ayuda a qué mi cabeza se transporte al exterior. No entiendo, el calor es extremo, el sol, está demasiado cerca. Quiero volver, mi cuerpo no regresa, me continúa empujando hacia afuera. Mi cuerpo arde, los ojos me tiritan y los párpados se adhieren, las manos arden como metidas en un horno a fuego máximo y mi boca, que pide frescura en cada rincón de la nada, se abre, se agranda, mi lengua se quema y mis dientes se caen. Estoy perdido, el fuego me consume, mis últimos momentos intentan ubicarme en tiempo y espacio. Tiempo, no sé. Espacio, reconozco; un laberinto púrpura y pelo, demasiado pelo, la comisura de los labios delatan mi paradero. Me descubro, soy un pensamiento excluido de una mente inestable; muerta. El fuego, estoy en el infierno humano, en un crematorio. Grito, no recibo respuestas ni atención alguna.
OPINIONES Y COMENTARIOS