Adolescencia y semblanza
del Instituto Isabel la Católica
Lucía E. Mayo
7 de mayo del 2020
Hace medio año, encontré en el Rastro un lote de restos de un laboratorio. En concreto, una probeta y un matraz. Pensé que servirían para menaje, así que no dudé en comprarlos. Llevada por un impulso, recordé los años del Isabel la Católica, el instituto al que fuimos la pandilla de chicas. Ubicado en la parte sur del Retiro, abarca los barrios de Pacífico, Retiro, Moratalaz, Atocha y Arganzuela. Aún conserva el laboratorio de Física y Química que a todas nos fascinaba. Vitrinas que se guardan con llave y mesas de madera en las que hicimos, sobre unas banquetas, fermentaciones y destilaciones de química. Contaba éste con un grifo por cada alumna, por si las reacciones se nos iban de las manos. “Resulta más eficiente un sencillo experimento, realizado en su totalidad por el alumno, que una aparatosa demostración llevada a cabo por el profesor”, dicen los Anales del Instituto. El pabellón principal guarda también una biblioteca de madera de fresno con vitrinas y lamparitas de color verde en sus mesas de lectura.
El Isabel, a finales de los 70, vivía una época de efervescencia, de asambleas y de manifestaciones. Lo que ahora se ha desvelado como el espejismo de la Transición. En el sótano del edificio principal hicimos una pancarta en la que representamos al ministro de Universidades, Luis González Seara, como un cerdito. Pero nosotras, que habíamos escogido Ética en vez de Religión y leímos a los racionalistas, queríamos que, al menos, llegase el socialismo o al menos la revolución trotskista. Fue la primera huelga de estudiantes que se celebró en España, convocada por la Coordinadora de la Enseñanza Media, que buscaba la derogación de la Ley de Autonomía de las Universidades, una legislación retrógrada y centralista. Las chicas, el día de Santa Lucía de 1979, bajamos por la Cuesta de Moyano hacia Atocha y allí nos juntábamos con los chicos del Cervantes y otros de la Politécnica. Recorrimos la Ronda de Valencia en una marcha de multitudes y con gran jolgorio: no veíamos a los chicos ni en los fotos. A punto de que los convocantes dijeran las arengas en Embajadores, los grises lanzaron botes de humo. Se montó la algarada; nos dimos el agua y huimos por las callejuelas de Lavapiés.
Al día siguiente leímos en el diario que habían matado a dos jóvenes de 20 y 23 años, borrachos de sangre, unos, y de rabia, otros. No eran estudiantes, sino alborotadores. También se comenta que los policías estaban bebidos y chapoteaban sobre los charcos de sangre, lo cual me parece desmedido. Sí está documentado que hirieron, de bala, a una turista en Bernardino Obregón. Inconscientes del peligro, la semana siguiente fuimos a la manifestación, ilegal, contra el gobernador civil de Madrid, Juan José Rosón, que mantuvo la versión oficial: eran alborotadores y el inspector dió la orden de que cargasen.
Las actuales Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado fueron los últimos en abandonar los hábitos de la dictadura. Baste poner un ejemplo: en nuestra presencia, vimos cómo la Policía Nacional, montada, humillaba a un amigo ácrata. Ocurrió detrás del palacio de Cristal, dónde se jugaba a los bolos leoneses. No cabe duda de que pensaron que era un sátiro, porque éramos menores y él tenía 23 años.
Había una chica que vivía en Peñuelas, Belén, cuyos padres pertenecían al PCE. Estaba muy concienciada por su influencia. Belén hurtaba libros en la Cuesta de Moyano. También llegué a mangar uno, por el simple hecho de imitarla y porque en mi familia, Fran y mi primo César, hurtaban libros hasta en el El Corte Inglés. Nunca les pillaron. César tenía necesidad, pero Fran, no: buscaban un subidón de adrenalina.
El Instituto lo fundó la Institución Libre de Enseñanza cuando ésta seguía los ideales europeos de fomentar el contacto con la naturaleza. En el Ramiro de Maeztu (Altos del Hipódromo) y en el Cervantes seguían los mismos criterios. La profesora de gimnasia, Isabel, seguía el mandamiento de los fundadores: nos hacía dar, a las tres de la tarde, dos vueltas al perímetro exterior del patio en que se alojaban las canchas de baloncesto y voleibol. ¡La de veces que no exponíamos a un golpe de calor en los días que se adivinaba ya el verano! Isabel, la profesora, era una mujer en sus 40, rubia natural, con un punto de ironía y alegre (con la disciplina no se la notaba). Quería formar un equipo de voleibol que compitiera en las ligas del Centro y del Sur de Madrid. Estuve una temporada; jugaba atrás y me especialicé en el saque: rasas y rectas. Al año siguiente nos perdimos la pista y, en febrero, Isabel me dijo que me estaba buscando desde el inicio del curso. Ahí se acabó la carrera de deportista.
En el pabellón principal sólo estuvimos el primer año. En aquellas clases, con ventanales enormes, no se me olvida una tarde en la que asistimos a clase de inglés. Mi amiga Conchi y yo subíamos de Legazpi hasta el cerrillo de San Blas después de comer y no eran pocas las veces que yo echaba la primera papilla. Nos sentábamos atrás -como las malas estudiantes- una joven de Bilbao, Arancha, alta,, rubia y vestida de punkie y Conchi, entre otra decena de púberes. Entonces me salió un erupto prolongado y a boca abierta. La filipina que nos daba la clase (no tenía ni pajolera idea de la lengua, pronunciaba las vocales con cinco sonidos y seguía el libro de texto) me ordenó: “Fuera de clase ahora mismo”. Arancha contribuyó a ello porque soltó una risotada que se oyó más que los gases. Para mi era injusto, pero era muy tímida y no repliqué. El resto de los cursos lo pasamos en unos pabellones de hormigón, desangelados y prefabricados.
Radicales si; de familia, por los chicos que nos rondaban por el instituto -como moscones- y porque algunas, más responsables, acudían a planificación familiar. Pero niñas al fin. Por San Isidro bailábamos el chotis y se montaba una fiesta popular con chocolate y churros en las canchas de deporte. En tercero leímos “La Granja” con un profesor de literatura, Paco, que se nos casó (15 días sin él y a todas nos tenía loquitas). Comentamos con él la muerte de John Lennon y ahí nos dijeron lo de “El Guardián en el Centeno”.
Ese año se celebraba el 80 aniversario del Isabel. Nos dieron conferencias, exposiciones, actividades deportivas y representaciones teatrales. Nos fue muy grato la visita de Nuria Espert para representar una tragedia griega.
Tuvimos nuestros primeros novietes, por supuesto. Por entonces iba todos las semanas a casa de la yaya, a comer macarrones hechos en la cocina de carbón. Sólo con el olor tenía sinestesia. Pero aquella primavera no tenía apetito. La abuela no me decía nada, pero barruntaba. Llegó el verano y nos marchamos al pueblo. Entonces me llegó una carta de Arturo, un chico de la pandilla, muy formal. Subí las escaleras a toda prisa para leerla, sola, en la habitación. Tenía tres párrafos y me declaraba su amor. Me emplazó para septiembre en la fiesta del PCE.
Llegó la rentrée. Fuimos a la fiesta y al resguardo de los pinos y de la noche, nos dimos un primer beso, un piquito breve, porque estábamos muy bien educados en el nacional-catolicismo. Al mes siguiente Pilar, la más querida amiga del Isabel, se lanzó por un puente a la M-30. La familia de Pilar eran emigrantes de Almería, lo que le tenía muy acomplejada. Enseguida conectamos. Ella era una mujer morena, guapa, alta y con unos ojos negros, fríos… Apartaba la mirada en las conversaciones que teníamos en los jardincillos. Se había enamorado de Carlos, que salía con otra chica de la pandilla, Ana. Ambos eran de clase media alta; Ana vivía enfrente del Retiro y Carlos en Plaza de Castilla, en unas casas de 300 metros. Tenían aficiones comunes, cómo revelar en el cuarto del servicio, de ahí la desesperación de Pilar: vivían hacinados en Ciudad de Barcelona, seis de familia, en una casa de 60 metros.
Mi padre y yo fuimos los únicos en acudir a verla al hospital. Desde entonces, mis hermanos y yo rompimos con toda la pandilla. La historia con Arturo se fue a tomar viento (hacíamos una pareja ideal, vivíamos en la misma calle, su madre me enseñó a limpiar los cristales con periódicos en blanco y negro porque decía que la tinta limpia). Los hermanos nos refugiamos en casa. Algo que habíamos hecho desde niños porque teníamos prohibido bajar a la calle: el papá decía no quería que nos maleáramos. Luego vendrían otros amigos, más fascinantes, más canallas.
Volvamos a la topografía. A todo el conjunto, coronado por el Observatorio Astronómico, se le denomina el Cerrillo de San Blas, porque había una ermita dónde ahora se emplaza el Observatorio Astronómico. Cuentan las crónicas que se celebraba una romería y el pueblo, tan rebelde, la paganizó y se organizaba una carrera de cerdos que iban disfrazados de humanos y al ganador se le denominaba “El Rey de Los Cochinos”. La gente simulaba hacerle honores propios de la Monarquía y el Cochino I otorgaba a los ciudadanos plena libertad para hacer lo que quisiera en los dos días siguientes: comer, beber y fornicar. En 1722 el primer Borbón, Felipe V, prohibió esta fiesta por atentar contra el clero y la Monarquía. Así que tardó 22 años en darse cuenta de esta orgía, porque estaba cazando, “comme d´habitude”.
Seara, el ministro centralizador, era un reformista y profesor universitario de Sociología que escribió una tesis marxista mejor que muchas. Si hoy levantara la cabeza le daría un soponcio, luego se revelaría y lucharía para que no se repitiera lo de la pancarta en la que lo representamos como un cochino.
FIN
PD: Presentado al Primer Certamen Literario sobre Galdós convocado por la Junta de Distrito de Arganzuela. El caso es participar, ir, a los jueces no les va gustar este texto.
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