El amor joven nos permite sentirnos vivos por un rato, nos da la pizca de azúcar demasiado dulce, el néctar de esperanza de un mañana diferente. 

Si volviera atrás no estoy segura de poder advertirle a aquella versión mía que lo que sentía entonces no era amor. Porque en definitiva, ¿qué es el amor? ¿Cambia y se transforma con la edad? ¿Vive siempre encasillado en un concepto o muta a medida que nosotros como seres pensantes mutamos?

Por aquél entonces, siendo no más que una adolescente revoltosa en la plenitud de sus dieciséis años, sentía que el amor implicaba el cuento de hadas, que demandaba perfección absoluta e incuestionable por ambas partes. Si existían discusiones no debían notarse, si las dudas aparecían no había otra salida que esfumarlas, si alguna preocupación amenazaba el horizonte estaba de seguro enterrada muy profundo en el alma, allá donde solo los pensamientos más íntimos habitan. 

Cuando uno tiene dieciséis años las apariencias parecen vitales. Somos menores de edad, los permisos son limitados y mantener la máscara de felicidad intacta puede representar la línea diferencial entre la libertad o el encierro. Aunque, ¿no estaba también un poco encerrada viviendo en esa cápsula de mentiras cuidadosas? Me tomé tanto tiempo fingiéndolo que ahora apenas puedo responder. 

A esa edad solía reunirme los fines de semana con amigos, entre ellos mi novio del momento, y conversar sobre cómo proyectábamos nuestras vidas diez años desde entonces. Nunca nadie imaginaba que a los veintiséis la mayoría seguiríamos siendo prácticamente adolescentes todavía asustados del mundo viviendo en cuerpos de veinteañeros y trabajando ocho o nueve horas al día por un sueldo que nos obligara a dividir el alquiler y los gastos con algún amigo. Supongo que tampoco imaginábamos que, salvo excepciones, la mayoría de los integrantes de aquel simpático grupete apenas nos saludaríamos en la calle para entonces. 

No tenemos veintiséis aún, estamos todavía en los veinticuatro y francamente no creo que dos años marquen enormes diferencias. Creo que para cuando el momento llegue, habremos generado apenas mayor experiencia laboral pero en el fondo continuaremos siendo esto, chicos inseguros del mundo trastabillando sobre la siguiente decisión a tomar. 

Así que, ¿qué pienso ahora cuando pienso en amor? Es complejo, llevo mucho tiempo sin hacerme la pregunta, el doble sin encontrar la respuesta. 
Supongo que pienso en café caliente a las seis de la tarde, una película anterior a mi época y un poco de pan caliente. Pienso en la sencillez, en el detalle, en la risa corta pero honesta. 

Pienso en conversaciones profundas, el cuestionamiento de la existencia misma, de por qué llamamos felicidad al júbilo y tristeza a la angustia, de por qué asocio los días soleados con buenos días donde nada puede salir mal y por qué en los días grises salgo de casa convencida de que algo va a arruinarse. 

Cuando era adolescente solía centrarme en cuánto podían darme los demás, a mis primeros noviecitos del liceo les hacía regalos cada vez que cumplíamos otro mes de noviazgo. De esa forma los comprometía a comprarme algo también y la idea de recibir regalos me entusiasmaba mucho. Un llavero, alguna artesanía, un par de caravanas, siempre había algo y siempre me quedaba esperando al siguiente mes para recibir otra cosa. 

Con mi primer novio formal ocurrió algo similar. En aquel entonces yo era una caprichosa enceguecida por mis propios intereses y por el sabor adictivo de lo material. Le pedía regalos específicos en nuestros aniversarios y llegué a reunirme con él para intercambiar regalos en San Valentín (una fiesta completamente anglosajona que no representa nada y que sirve como excusa para comprar chocolate y lencería en pleno verano). 

Esa noche iba a ser nuestra primera vez, yo había hablado mucho sobre el tema con amigos y estaba lista, estaba completamente preparada para que ocurriera. Pero él no. Ese y los siguientes cinco intentos que le siguieron me dieron a pensar que había algo malo conmigo, tal vez fueran mis curvas anchas o mi rostro, tal vez era la poca luz o mi falta de experiencia. Busqué hasta debajo de las piedras la respuesta, pero nunca la encontré, no hasta que rompimos y me di cuenta de que en realidad a mi querido ex novio y viejo amigo no le gustaban las chicas. 

Las relaciones se construyen de mitades, si una de las mitades no está completa las cosas fallarán sin importar qué tanto luche la otra. En nuestro caso yo me pasé demasiado tiempo convenciéndome de que teníamos la relación perfecta, que todo iba bien entre nosotros, que no teníamos fallas ni mayores inconvenientes que las discusiones mínimas. Él pasó el mismo tiempo convenciéndose de que yo le gustaba de otro modo que no fuera el de una muy buena y divertida amiga, y durante esos momentos en donde vendía al mundo su presunta heterosexualidad obtuvo del mundo aceptación, la aceptación que nunca había experimentado por compañeros de clase, conocidos y hasta familiares cercanos. 

Cuando las dos mitades de la relación fallaron y abrí los ojos sobre lo que ocurrió y cómo me había convertido en una pantalla para salvarlo de enfrentar su mayor verdad, me hice a un lado y me di cuenta de que lo que viví tal vez fue amor (tal vez no), pero en los últimos días me sabía más a amistad. 

El amor joven nos pone los pies en la cabeza y una venda de titanio en los ojos. No se trata de pensar, de planear ni de conversar, se trata sobre el impulso de besar al otro, de caminar sin vergüenza de la mano por la calle, de presentarlo a tu familia e invitarlo a comer con ellos un domingo. Se trata de todo eso y mucho más, de la espontaneidad. 

Y hoy no quiero ya cosas espontáneas, quiero pensar mi siguiente paso y estudiar todos los que vengan después. Es por eso que sea lo que sea que venga a continuación, estará lejos de parecerse al amor joven.

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