Pocas y débiles fueron esas primeras gotas que insistieron en castigar, sin lograrlo, el ventanal de mi balcón aquella mañana de domingo. Se arrojaban con osadía hacia la transparente superficie, deslizándose luego, guiadas por la gravedad, estirándose, marcando surcos angostos, confirmando predicciones de su presencia, que escuchaba y leía desde varios días atrás. Claro, era la lluvia, merecía ser anunciada de la misma forma en que se augura la llegada de una gran dama que puede tener el vasto poder de trastocar rutinas o desviar planes.

La lluvia: lágrimas dulces de dulces niñas.

Poca cosa tenía que hacer aparte de admirarla y darle la bienvenida mientras el resto de los vecinos, eso creía, continuaban inmersos en sus propios sueños. La falta de necesidades y la carencia de obligaciones me permitían permanecer sereno viendo como ella crecía y se volvía ruidosa, imponente, invadiendo todos los rincones y las cosas sin pedir siquiera permiso. Tomaba fuerza y corporeidad, presencia preciosa que regocijaba mis sentidos y acallaba mis ansiedades.

Aleteos de gorriones buscando resguardo. Hojas secas que se dejaban llevar sin importar adónde y hojas verdes que transportaban hacia sus pies ese elixir que les permitiría la vida un poco más.

Apagué la radio para poder gozar plenamente del rítmico repicar y del lejano rugido que provenía más allá de las grises e inquietas nubes. Encendí un cigarrillo y regresé a la ventana.

Ensimismado, casi sin pensamientos, carente de esa voz dictatorial que continuamente se imponía a mis deseos diarios, sentía que la lluvia, sin mojarme, limpiaba mi espíritu, me hacía parte de su juego convidándome a la paz interior.

En esa época habitaba un pequeño departamento en el tercer piso de un antiguo edificio el cual daba a un pasaje estrecho que enfrentaba a otros, también de añosa construcción y que lo apretado de la calle, permitía atisbar sobre la intimidad de residentes despistados o desprejuiciados y me hacía preservar con cuidado de la mía.

Continué un tiempo más en esa placentera experiencia, relajando mi cuerpo y disfrutando de mi soledad invadida por un único sonido. En un instante mis ojos se desviaron observando el lento deslizar de un cortinado perfectamente blanco que estaba ocultando con celo la imagen de ella: una mujer joven. A pesar de la lluvia podía adivinar su belleza, de larga cabellera todavía despeinada y un gesto adusto. Su rostro evidenciaba la escasa alegría y placer que le provocaba la tormenta. Sensaciones contrapuestas, pensé.

Iba y venía, se acercaba y se alejaba. La percibía inquieta, indecisa. Tomó un teléfono e hizo una corta llamada agitando su mano con vehemencia. Cancelando algún programa seguramente.

Volvió a mirar hacia afuera, se detuvo como resignada y se percató de mi presencia. Acarició en círculos pequeños con la manga de su pijamas el vidrio de la ventana procurando una vista más clara. Me pareció verla sonreir.

No se porqué alcé mi mano en señal de osado saludo y grande fue mi sorpresa al recibir respuesta. Y su sonrisa se hizo más evidente. Ambos dejamos de notar la lluvia.

Recuerdo haber contado los pisos. Estaba en el segundo. Me calcé con apuro una campera, tomé el maltrecho paraguas, bajé los pisos por la escalera para no malgastar tiempo esperando el ascensor, crucé la calle y llegué a su puerta.

Me detuve confundido y agitado.

¿Fueron verdaderas mis huellas de agua sobre esa mullida alfombra? ¿Inventé acaso que mis manos mojaron su piel?

Hoy creo que esa lluvia me regaló un momento de amor onírico. Ni la mujer, ni su pijamas, ni su cuerpo fueron auténticos. Solo el estrépito del trueno logró despertarme.

Pero en la ventana de enfrente quedó marcado el pequeño círculo y mi campera totalmente empapada.

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