El hombre fragmentado

La premisa de que se dividía en cuatro partes temblaba la consciencia de Gustavo.

Entonces y ahora observaba pasar a través del rabillo de su ojo, la irresistible sensación de saltar sobre las chicas de Flores en cada paso que daba hacia la Confitería del Molino, para pasar a comprar merengues de esos que derritan la boca. Le pesaba que últimamente no fuera así para su consciencia, que se transformaba en el observador impertinente que miraba pasar a las mujeres de sus manos, de su vida, pues cada vez que una pasaba se le desgarraba el alma en pedazos, para ser exacto, cuatro pedazos. Le dolía que bajara la mirada, a esos trozos de carne que se alzaban o caían en un sentir de gusto forzado, que le ataba la garganta y le hacía engullir un vacío de aire y saliva que se le escaparía si descuidaba por un instante su consciencia. Cuando pasaban de a cuatro chicas y le cortaban el paso hacia adelante, sentía que se le incendiaba el alma, tenía cuatro lugares para intercambiar miradas y dar sermones a su cabeza para que reflexionara y dejara de hacerlo.

Es una especie de maldición, pensaba Gustavo. ¿Estamos arraigados a esto?

Y si por casualidad lograba enganchar una mirada indiscreta hacia su acto inmoral, se preparaba en su cabeza a dar respuestas precisas, aquellas que harían a las mujeres temblar de amor, aunque en el acto no importan palabras sino el miedo que daba la mirada de Gustavo, esa característica tan viva de ser serio.

Desde el pasado, eso marcaba su infortunio de poder pasar inadvertido, de poder observar sin ningún castigo ni algún reclamo. Como si fuera común bajar la mirada, voltear, agachar, tocar indirectamente o temblar de la emoción contenida. Y ellas pensantes, temblarían de saber que pasaba por su cabeza, si había hecho algo mal o bien.

A su segundo pedazo, lo recogió un atardecer, en el que había desafiado al sol para que le quemara los ojos y fuera una ofrenda para salvarse del pecado, pero no fue así. En su lugar encontró que en lo alto, se enfrentaba a las oleadas de concentración, pulcra e indecente, de lograr ver debajo de las camisas de las chicas de Flores en sus balcones.

¡Porqué en el mundo, estas chicas son tan así!, pensaba Gustavo. Mientras intercambiaba miradas, esas que no se sabe a dónde mira uno, si debajo del par colgante o más abajo, o más abajo para algunos. ¡Qué intolerable! , se castigaba cuando veía algo gustoso, que le despertaba el deseo de saltar y tener un mejor ángulo.

Y ni hablar de las noches. Mejor no hablar de las noches. No recogió pedazos por las noches, por lo que soló sufría los intentos desesperados de otros que trataban de librarse de la sensación que le agonizaba durante sus caminatas hacia la confitería del Molino.

Mal negocio, se regocijaba Gustavo, y bien que tenía razón, no habría peor momento para encarar a una chica de Flores que la noche. La noche era su terreno.

Al tercer pedazo de alma lo recogió en su vejez, cuando pasó por tanto, que llegó a la conclusión de que no tenía nada que pudiera ser algo suyo, algo real, que le pudiera salvar de la masacre de emociones que tuvo en su niñez o su juventud, todo estaba contenido.

– ¡Soló quiero sacar a golpes, empujones, tironeo, todo esto, esto que me hace pensar en mí como alguien superficial, como un muñeco programado! ¡No quiero sofocarme! ¡Me niego! ¡Me niego al aceptar y al no aceptar! ¡Me niego a ustedes! –gritaba Gustavo y sufría en silencio en su habitación, continuaba siempre así: Acéptenme por favor, yo soy el condenado, no sé si ustedes son las que me castigan, si solo son víctimas de otro acto, de mi acto, de sus actos pero, por favor, soló acéptenme. Lo necesito.

Pero nadie escuchó esos sollozos entrecortados, y el cuarto pedazo que tenía planeado encontrar se transformó en lo real que Gustavo buscaba, algo real.

¿Es que acaso Gustavo podría salir y romper sus cadenas? ¿Quién dice aquello? ¿Su condena? ¿Acaso había actos de salvación siquiera?

El cuarto pedazo de alma, era ese que completa la aceptación de sí mismo, pero entonces odiar lo que alguien te definió debería ser un completo desastre.

Pero las chicas de Flores no tienen la culpa.

No la tienen.

Gustavo solo pasará la vida en su balcón observando antes de morir como un exvoto hacia las chicas de Flores, claro que no volverá a la confitería del Molino, el trayecto aquel es para los aventureros, aquellos bendecidos.

Sólo faltaba algo. Y no era un pedazo de un alma.

Así es.

¿Qué pasara cuando antes de que muera, reflexione sobre el paso del tiempo en las chicas de Flores? ¿Eran ellas algo único? ¿No tenían identidad propia?

Pero eso es para él, es su deber. Como un exvoto colgado de un balcón que observa marchar el pasado.

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