Una vista del Ventanal- (Crónicas en Vermont)

Una vista del Ventanal- (Crónicas en Vermont)

Verano 2016, perdón, invierno crudo 2016 acercándose cada vez más a mí a una velocidad de casi novecientos kilómetros por hora. Echaba de menos la serenidad que se tiene en tierra firme, Aun estando a poco menos de una hora de mi primer destino, la alborotada ciudad de Nueva York. No obstante mi usual nerviosismo aeronáutico, las horas fueron bastante condescendientes conmigo; no puedo quejarme. Bastante distraído escuchando un álbum de jazz que ofrecía el ordenador de entretenimiento del avión y contemplando discretamente las hermosas piernas de las aeromozas. El vuelo se tornó cómodo en lo que duró.

Mientras traté de mirar por la ventana el gran río Hudson, una aeromoza bastante simpática se acercó a mí y solicitó que enderezara el asiento: el aterrizaje estaba a pocos minutos. Solo alcancé a ver una aglomeración de lo que parecían cubos de playgo. Era la Gran Manzana, por fin. Fui uno de los últimos en salir, una vez más me abstuve de ser partícipe de la clásica disputa que se forma por dejar primero el avión, saqué mi equipaje y caminé tranquilamente. La tripulación, cansada de su persistente cordialidad, daba por fin la última hipócrita sonrisa a quienes pasaron cerca de nueve horas inquietando su tranquilidad a más de diez mil metros de altura.

Caminé una distancia corta divagando, el lapso fue mínimo. Pronto me encontré con tío Joe, quien inmediatamente me ayudó a mover las maletas y a mi tía Jan, quien abrazándome efusivamente, desplegó unas plegarias a ojos cerrados. Es bastante religiosa y hacía mucho tiempo no nos veíamos. Es muy grato que te reciban de esa manera. La despedida fue triste, aún recuerdo la mirada de mi familia, en especial la de mi padre. Es cierto lo que se dice de los ojos y el reflejo del mundo interno. Sin embargo me caracterizo por ser una persona ecuánime la mayor parte del tiempo, me mantuve sereno en ambas situaciones.

Es agradable ver a familiares luego de un tiempo, rasgos característicos de mis tíos perennes en mí desde la infancia eran refrescados. La corta estatura y gran sonrisa del tío Joe, la silueta esférica de la tía Jan, eran entonces la mayor fuente de familiaridad que podía encontrar en aquel lugar. Percibí que de manera presurosa ya estaba enrumbado hacia mi verdadero destino: no llegó la hora del almuerzo y mi periplo continuó, mi corto receso hogareño había llegado a su fin. Prematuramente tal vez.

Mi puntualidad limeña fue más disciplinada que la de aquellos empleadores gringos. Llegué cerca de las diez de la noche de un domingo, mi ímpetu por contemplar el cielo, las calles y a las mujeres hicieron que el frío quedase relegado de importancia en mi corta estadía. Noté rápidamente similitudes entre un domingo en Lima y otro en Vermont: no mucha gente estaba fuera de casa. Y los que sí, pues cumplían su horario de trabajo. Pude observar algunas personas que trabajaban en la nieve férreamente endurecida por la dulce caricia de una lluvia característica de la temporada.

El hotel donde trabajaría lucía algo sofisticado, aparentaba elegancia y finura, me sentí como en una película, pronto se me acercó un señor de unos cincuenta o sesenta años tal vez, quien me sorprendió mientras yo jugaba con un piano que estaba en la sala de recepciones. Naturalmente me habló en inglés, yo había cambiado el chip de español a ese idioma hacía ya varias horas., Mi inglés fluyó bastante bien. Me dijo que Sydney, que era con quien yo pacté el encuentro, no llegaría por un evento circunstancial ajeno a su voluntad. Está bien dije, El respondió que podía esperarla, normalmente llegaba a las cinco o seis de la mañana al hotel, esperaré dije. El cielo estaba oscuro, llovía, había un poste cada cincuenta o sesenta metros, no veía las calles, las mujeres probablemente arropadas en sus casas. Yo no tenía aparente distractor, era domingo, iba a ser una noche muy aburrida, no sabía tocar el piano.

Escuché la voz de una joven hablando, me despertó inmediatamente, era una pareja que estaba dejando el hotel a esas horas. Noté que todo seguía oscuro, miré mi reloj, eran las cinco de la mañana, me había quedado dormido cerca a las doce luego de intentar repasar algunas notas musicales en el piano sin éxito, estaba ligeramente más vivaz, quería un cigarrillo, salí por un momento cruce la pista y me dirigí hacia un grifo que estaba frente al lugar, entre y pedí una cajetilla, me costó cerca de 9 dólares. Eran necesarios, no podía omitirlos de mi rutina tan improvisadamente. Me los dio una muchacha de unos veinte años, un poco gruesa de caderas y brazos anchos, pero con un par de ojos azules deslumbrantes. Me entregó la cajetilla no sin antes pedirme que mostrase una identificación; para poder comprar cigarrillos es necesario ser mayor de 18 años. Todo en orden, salí y prendí lo que fue mi primer cigarro en los Estados Unidos.

Me sentí bien, el tabaco me brindaba esa sensación tan anhelada de bienestar total. Miraba el hotel desde la acera del frente. Todo empezaba a ponerse en marcha, gentes entraban y salían. Noté luego que era el cambio de turno tan esperado. Mientras la mayoría de trabajadores por fin tenía una ligera chance de dar carta libre a su ocio, vi a una persona fornida continuando sus labores de manera vigorosa, cargaba sobre el hombro algunas bolsas coloridas que lucían algo pesadas. Decidí acercarme ligeramente por simple curiosidad mientras prendía otro cigarro, por algún rato de calma extra. Vi que se trataba de una mujer de cabello considerablemente largo, rubio como la cerveza. Su piel lucía tersa y con una blancura inmaculada. ¿Cómo no mencionar aquellos ojos azules como jamás había visto en algún otro lugar que no fuera el grifo donde compré mi dulce veneno de combustión?: era incongruente para mis paradigmas un rostro tan angelical mostrando tal vehemencia y firmeza en aquel trabajo. Miré mi reloj luego de un considerable deleite visual que tuve con aquella dama, quien por gracia de su imperiosa actuación no notó mi presencia. Eran las seis y veinte, posiblemente Sydney había llegado.

Entré al hotel, me vi con una señora de unos 60 años rubia, espigada, delgada y con un par de piernas admirablemente bien cuidadas para su edad. Empezaba su turno de recepcionista, le robé la primera afable sonrisa del día, me miró y preguntó si yo era el J1 (recibes ese adjetivo de los gringos por el tipo de VISA que te da ese programa) respondí inmediatamente que sí, me dijo que Sydney estaba a pocos minutos de llegar y que podía esperarla sentado. Luego de unos 20 minutos mi espera llegó a su fin. Había llegado el momento de conversar con quien había pactado el tan esperado encuentro. Gratamente me llamó por mi nombre. Es bueno para cualquier persona que recuerden su nombre mínimamente. Conversamos algún rato no recuerdo exactamente de qué; mis necesidades de reposo se imponían una vez más ante cualquier acto que se mostrase como un obstáculo para ellas. Sydney notó eso, y ofreció llevarme al lugar donde yo pasaría los próximos 3 meses.

Mientras íbamos en su carro, algo viejo para la hija de una exitosa hotelera pensé, hablábamos de cosas estrictamente banales para mí, como el clima, la historia del lugar, la historia del hotel, y algo sí más importante, el supermercado más cercano a mi vivienda postiza. Noté repetidas veces su mirada sobre mí con cierto aire de lascivia en ella, no tomé importancia y atribuí aquella vaga apreciación a mi abatimiento temporal.

Luego de un pequeño paseo por el pueblo, llegamos por fin a mi alojamiento: era una vivienda de tres pisos, cada uno era un apartamento, y a mí me correspondía el primero, ya que el tercer piso estaba ocupado por una empedernida fumadora jamaiquina de cannabis, y el segundo por otros J1s como yo. Sydney abrió las puertas, caminó por el lugar mostrándolo rápidamente y me comentó que compartiría el departamento con 2 personas más. No me gustó la idea. Valoro con ímpetu mi soledad.

A pesar de que el día empezaba para la mayoría de personas, para mí terminaba o por lo menos eso pensé en aquel momento. Mientras Sydney exponía su guion introductorio, asintiendo la cabeza sonriente me derribé en el mueble a escucharla, y sin darme cuenta tuve algunas horas imperturbables de sueño. Desperté de un impulso y lo primero que noté fue su ausencia. Sentí algo de vergüenza por haberme quedado dormido frente a ella; no recordaba en que momento fue, pero estaba seguro de mi impertinencia, que egoísta había sido, pensé inicialmente. Sin embargo era aceptable cierto grado de desatención de mi parte luego de su situación circunstancial que forzó a que pasara una noche en la sala de recepción. Me levanté, exploré mejor el departamento, me encontré con dos habitaciones, en una habían 2 camas y en la otra una sola. No fue difícil decidir en cuál me acomodaría.

El lugar tenía una cocina pequeña, en el mismo ambiente había una endeble mesa redonda, un televisor, el mueble de 3 cuerpos verde reclinable, y un ventanal que daba para la majestuosidad de las montañas. Fuera del ventanal había un pequeño balcón de madera tenuemente iluminado por un par de focos, aquel balcón se convirtió en mi lugar favorito después de mi cuarto. Prendí un cigarro mientras abrí el ventanal por primera vez. Aquel fue mi más recurrente hábito en lo que duró mi estancia. La primera noche transcurrió de manera calma, no llegó nadie; la pasé mirando la televisión y leyendo algunos libros que había llevado. Bajo el balcón yacían mis primeras colillas.

Mi estadía transcurrió de manera notablemente rutinaria: qué esperaba, no había ido a vacacionar. Mi apartamento se ubicaba en una pequeña depresión, era una especie de piso cero sobre el cual estaba el piso uno a la altura de la pista y vereda, y sobre este el segundo piso, para ir a mi apartamento debía siempre bajar una pequeña escalera, excepto cuando nevaba, en que la escalera se transmutaba en una curiosa rampa. Las noches de ocio, leyendo escribiendo o tomando vino, se volvieron esporádicas, empecé a trabajar un día después de haberme acomodado en la vivienda. Llegaron mis dos compañeros de apartamento, conocí a los muchachos de arriba, todos dispuestos a llenar los ojos de aquella gringa de comportamiento tiránico llamada Lory, una cuarentona escandalosamente delgada, de mediana estatura y cabellos alborotados, con mechones de colores negro, marrón y blanco. Ciertamente su belleza no era algo predominante en ella; sin embargo tenía un par de ojos de color violeta, una total complejidad para mí. Cada vez que fruncía el ceño y lanzaba una mirada dictatorial, era como un arpón atravesando el pequeño cuerpo de una sardina. Hasta que me vi repetidas veces fumando en las horas de descanso con Lory, fui una víctima más de sus punzantes arpones. Nos hicimos buenos amigos.

Paradójicamente trabajaría con aquella rubia de belleza incomparable y fuerza descomunal que captó mi atención a mi llegada; su nombre era Melissa, y fue la única compañera de trabajo que derramó lágrimas a mi partida. Qué dulce mujer resultó ser. Tan bella, tan fuerte y tan humana. Si no hubiera tenido cuatro hijos y más de cuarenta años, seguramente hubiera buscado tener algo con ella, tal vez algo menos pasajero a lo que yo estaba acostumbrado.

De alguna manera el tiempo pasó a una inmensa velocidad: fui el primero en llegar y el primero en irme del apartamento. Los días finales se escurrían como arena fina entre mis dedos. Dejé unas doscientas colillas de cigarro bajo el balcón. Que tenga una idea de los cigarros que fumé no es una obsesión, o tal vez sí: creo que las conté para saber cuántas horas de trabajo gasté comprándolos. Dejé los aparatos de ponderada tecnología en orden; suelo ser ordenado. Limpié el plácido apartamento con calma, siento simpatía por la prolijidad. A mi partida, dejé todo limpio y en orden. Inclusive aquel dichoso mueble verde reclinable. En realidad puedo afirmar que las miradas libidinosas que percibí en un inicio de Sydney no fueron meras pseudopercepciones. Todo lo contrario. Digamos que me brindó un trato bastante simpático, gran anfitriona. Bendito mueble reclinable, que fue escenario y testigo del dominio tercermundista sobre la alcurnia americana. Durante mi tiempo en Vermont estuve con algunas mujeres, tomé algo de vino, fumé varios cigarros, además conocí gente admirable: tal vez era su capacidad de amoldarse a una esclavitud contemporánea la que los hizo admirables para mí. Yo no era para nada admirable: desobedecí en lo que pude el mandato dictatorial del empleador.

Que difícil me es eludir que rechacé la sincera invitación de Sydney de recomponer una aparente mísera vida en un país “menesteroso”. Me ofreció una espléndida propuesta a primera vista. Es paradójico haber rechazado aquella oferta que incluía un puesto laboral estable, considerando que ahora me encuentro desempleado. Qué fácil era la vida allá, en contraste con la realidad peruana. Todo el funcionamiento de la sociedad gringa es en esencia armónico; sin embargo, por el momento creo funcionar mejor aquí, en el caos de Lima.

Dejé un par de ojos hermosos, una carta de amor (un amor sincero tal vez), un corazón roto. Mi serenidad volvió a favorecerme en aquella despedida. Eran las cinco de la tarde de un jueves, los lozanos árboles hacían notar que el crudo invierno daba sus últimos gélidos hálitos. Un tenue resplandor solar me despedía gratamente mientras cerraba por última vez la puerta del apartamento. Evidentemente dejaba un lugar acogedor. Sin embargo, algo de dulzura era palpable en esta situación. Tal vez llegue el día de dar un adiós sin descifrar un ápice de placer. ¿Quién sabe?

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