¿Silencio o indiferencia?

De niño vivía en un barrio modesto y sencillo, en la parte más occidental de la ciudad. Una calle sin salida, con hileras de casas idénticas a ambos lados, componía el barrio. Mis amigos y yo solíamos jugar al fútbol al final de la calle. Nuestras madres nos permitían jugar allí para evitar estorbar el tránsito y provocar un accidente.

El problema era que la última casa de la calle pertenecía a la persona más terrorífica que jamás conocí. Un señor mayor, del cual no sabíamos ni el nombre ni el apellido. Mis amigos y yo bromeábamos diciendo que quizá era un brujo o un monstruo convertido en humano. Las típicas bromas de niños, en realidad, éramos nosotros quienes no sabíamos su nombre ni por qué nos tenía tanta riña.

En más de una ocasión, salió con un palo en la mano cuando, por accidente y emoción, rompimos una de sus ventanas con un pelotazo. A lo largo del tiempo, perdimos más de cinco o seis pelotas en su patio o casa. Nunca nos devolvió ninguna de ellas ni fue a reclamar los daños ante nuestros padres. Algunas veces, por accidente, y otras, por ensañamiento infantil.

Nunca supe por qué era tan cascarrabias e insoportable. Me parecía una persona despreciable y ruin. En ese entonces, con furia infantil y diciendo esto ahora con un poco de vergüenza, hasta deseé que desapareciera. El final de la calle era nuestro único parque; no había otro sitio donde jugar.

Durante todos mis años de infancia y adolescencia, nunca le vimos salir de su casa. Las pocas veces que salía del pórtico, era solo para reñirnos y espantarnos del sitio. Luego, religiosamente, volvía sobre sus pasos, cerraba la puerta de un sopetón y no se sabía más de él.

Hace unos días, volví a la casa de mis padres tras un semestre en la universidad. Al llegar a aquel típico barrio, todo me parecía tan igual y anodino como cuando era niño. No pude evitar dirigir la mirada hacia el final de la calle; aquella casa me generaba un escalofrío y esta vez no fue la excepción. Ignoré mi sensación y entré a la casa.

Estuvimos un rato charlando. Mi madre y yo llevábamos meses sin cruzar palabra, ya que ella nunca quiso tener teléfono en casa. —¿Viste que se murió Don Cristóbal? —me dijo mi madre, como si supiera de quién hablaba. —¿Quién es Don Cristóbal, madre? —le pregunté, intentando prestar atención a la conversación, aunque fijo me parecería poco interesante.

—Es quien vivía al final de la calle, allí donde jugabas de niño —me dijo. Mi atención y asombro no pudieron evitar aparecer. —Mira, así que ese era el nombre de ese viejo amargado —dije con cierto desdén. —Cállate, hombre, que a los muertos hay que respetarlos y más por la vida tan triste y dura que vivió ese señor —me dijo mi madre con cierta rudeza.

—¿Y qué fue lo que le pasó para que digas eso, madre? —pregunté con sincera curiosidad—. Yo siempre lo recuerdo como alguien amargado que solo nos gritaba y robaba las pelotas de fútbol de mis amigos —le dije.

—La verdad es que no conozco los detalles, pero a ese pobre le mataron a la hija y a la esposa. Tal parece que pasó poco antes de que tu padre y yo llegásemos aquí. Trabajaba de sol a sol en una de las fábricas de madera, dicen que era amable y servicial. Una noche tuvo que quedarse cerrando la fábrica. Cuando llegó a la casa, alguien había entrado, matado y violado a la hija y a la esposa. El desastre dicen que fue monumental. La policía intentó inculparlo, pero como se sabía que estaba en la fábrica, le dejaron libre. Luego se supo que quienes lo hicieron escaparon de la ciudad y nunca los agarraron. Desde entonces, se encerró en su casa y nunca volvió a salir. Una pensión fue lo único que le quedó. Cuando llegamos, nos contaron todo. Intentamos visitarlo un par de veces, pero nos recibió de mala manera. Con el paso del tiempo, hicimos lo que los vecinos: ignoramos el evento y la persona que lo vivió. En el barrio se hizo como si algo así de atroz nunca hubiese pasado. Si no es con uno, ¿por qué meterse? Fue lo que hicimos. Por eso ni siquiera sabías cómo se llamaba o por qué era así. La indiferencia es la salida más fácil ante algo que nos sobrepasa y no nos afecta directamente.

Después de esa conversación, el relato de mi madre quedó resonando en mi mente. Me dispuse a salir y volver a la universidad. Al cruzar la puerta, miré nuevamente hacia el final de la calle. Una sensación de melancolía se hizo presente. Aquel rostro amargado e insoportable en mi recuerdo de pronto tomó otro matiz. Aquella cara ahora era la de un hombre triste y destrozado, que cargó hasta el día de su muerte con la pérdida de lo que más amaba, al punto de no saber cómo volver a vivir.

Nada de lo que pensase o dijese en voz alta podría cambiar algo ahora. Quizá lo único que podría hacer en ese momento es lo mismo que hizo este barrio cuando pasó esa calamidad: arrojar al olvido y la indiferencia algo que sucedió incluso antes de yo haber nacido. La salida siempre en estas situaciones parece ser la misma, aplicar silencio o indiferencia.

Fin.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS