Gusanos en la sien

Gusanos en la sien

Dimas Gallardo

30/12/2017

Gusanos en la sien

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Entre las cuatro paredes que el brillo de la noche transformaba en grises, retumbaba perenne la vibración encendida de impotencia y desesperación que emanaba del alma caduca de Angustias, socavando, queriendo o sin querer, la parsimonia con la que el tiempo trata la vida entre suspiro y suspiro. A veces dejaba escapar una suerte de lamento ahogado en rabia que mascullaba entre dientes como los moros mascullan sus rezos, hacia adentro y hacia afuera al mismo tiempo, para que quizás, de alguna manera alguien, si no El Señor, se compadeciera de su existencia. Ni siquiera las felices moscas de la fruta se atrevían a interrumpirla mientras duraban sus cascarrabias, temerosas de desatar la furia que El Señor a duras penas podía contener en ese blandurrio y viejo cuerpo que en las noches buscaba sin saberlo, entre sueños y recuerdos que se diluían en el maremoto de pensamientos, el descanso eterno. Quizás en parte fuera por eso que cada día no era un día nuevo, sino una copia barata del anterior, que resultaba triste e incierto para el que, teniendo bichos en la consciencia, pretende despertar en el maravilloso mundo de la felicidad.

-¡Pero niña, échese un rato en el sillón a descansar! – la increpaba a veces Benancio desde la comodidad del sillón donde veía pasar el fútbol y la vida.

-¿¡ A descansar?!¿¡A descansar?! ¡Mira hazme el favor! – Rugía ella arrodillada en el baño con un esparto en la mano y la frente empapada en sudor.

Había cogido por costumbre la interminable y entretenida tarea de limpiar sobre limpio hasta los rincones más remotos que jamás creía que se pudieran encontrar en un cuarto de baño. Lo hacía con tanto ahínco enfurecido, con tanta dedicación y esmero, que parecía con ello querer purificar su propio corazón corroído de pena y arrepentimiento.

Aquella noche lloviznaba un agüilla triste que caía desde lo alto del cielo encapotado sin la menor gana, tanta como la que tenía la vida ese domingo de regocijarse de sí misma. Miguelito, tumbado en la cama de su cuartucho, atravesaba el techo con la mirada perdida y el pecho partido en dos por la inquietud que produce observar el paso de la vida en la soledad de la calma, donde el tiempo gira en redondo confundiendo el alma que quedó atrapada en los cimientos de este mundo. Fue entonces cuando de pronto oyó ruidos en la habitación contigua. Se levantó con la agilidad y sigilo de un gato para acercarse de puntillas a la puerta de la habitación, para acercar primero el ojo a la tenue luz que atravesaba insinuante el agujero de la cerradura, para luego abrir un poco la puerta invadido por la curiosidad que el pequeño agujero invitaba a saciar, para asomar un poco la cabeza y descubrir a Angustias, de riguroso negro, manipulando en alto en corazón ensangrentado, caliente y aún palpitante de Benancio, ojos en blanco, masticando palabras en un indescifrable idioma, la boca surcada de espuma gris.

¡Dios mío! – fue lo único que pudo articular su garganta mientras caía de culo en la oscuridad del pasillo, en la negra bruma que salía por debajo de la puerta inyectándose por todos sus orificios.

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Si hoy estás escuchando esto, es por que gracias al cielo, estoy vivo para contarlo. Así comenzó a narrarme Miguel, o Miguelito como lo llamaba todo el mundo, la curiosa historia que lo convertiría en ese místico ser que corretea en arapos roídos por las cuevas y riscos de la isla y del que habla todo el mundo en cada mentidero.

La última vez que le vi con vida fue la noche de un lunes doce tras la iglesia que preside la plaza del pueblo entre los pinos y malas hierbas, al soco de un árbol de esos que llevan ahí toda la vida y más, entre la penumbra que forma la luz gris de una luna casi llena, sin farolillos ni destellos. Se le veía perdido, pendiente a todo como un perro asustado, con el pelo alborotado y rebelde en el que se le habían empezado a formar pequeños churros ayudados por la suciedad y el salitre. Llevaba ya varios meses viviendo en el monte, cazando pequeños animalillos como un zorro agazapado entre la maleza, sirviéndose de piedras y palos con la punta afilada y de un ronco instinto de supervivencia que él mismo me confesó se sintió sorprendido de conservar en lo más profundo de su ser. Pero a poco se dio cuenta de que ya no podía pensar con la misma claridad, que comenzaba a maltratar a sus presas tanto o más de lo que se maltrataba a si mismo, que ya no tenía la seguridad de que podía mantenerse cuerdo durante mucho más tiempo y de que de seguir así, soportando esa angustia en soledad, quizás terminaría convirtiéndose en la misma alimaña contra la que, después de tanto, había logrado sobrevivir.

Por eso aquella fría tarde de diciembre Miguelito, sembrado de dudas y angustias de todo tipo, decidió ir en mi busca.

Desde que Angustias hiciera un pacto con el mismo diablo, no había noche de luna nueva en la que no montara un ritual. <> decía despacio con la voz confundida en un susurro. Ese día no iba a ser un día diferente, era luna nueva, la noche en que las brujas aprovechan su tupida oscuridad para invocar sus conjuros más oscuros. En la habitación estaba todo preparado. La cama apartada a un lado hacía hueco a una mesa redonda cubierta por una sábana blanca donde reposa tumbado el cuerpo de Benancio, que aguarda sumiso pero nada cómodo la barca de frío metal que lo llevará por las aguas del Tártaro hasta las puertas del mismo infierno. La habitación entera había sido empapelada minuciosamente con la paciencia inquieta que tienen las personas infectadas por la ansiedad. La persiana había sido bajada y la cortina corrida a fin de evitar miradas curiosas, miradas que habría tenido que cegar de cualquier manera, los relojes habrían sido parados y los incienzos encendidos, las luces atenuadas con tela negra y los sentidos perdidos, el conjuro del sueño invocado, el niño dormido…

Pero Miguelito, “el niño” como le gustaba llamar a la bruja a ese hombrecito de pelo en pecho no estaba dormido. Había esquivado el hechizo sin saberlo justo en el momento en que decidió salir minutos antes a fumar un cigarro al rocío estático y purificador del parque vacío, engañando por momentos a un destino que lo esperaba ahora para abalanzarse en tropel sobre todo su ser como toneladas de agua fría dejándolo inconsciente sobre e suelo, en la oscuridad del pasillo.

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La mañana se presentaba tibia aunque el cielo estuviera encapotado por una densa masa de nube gris que amenazaba lluvia, esa esporádica lluvia que trae septiembre consigo después de amasar el vapor de agua del atlántico durante todo el verano. Ya antes de abrir los ojos Miguelito se sentía raro, como si lo hubieran batido y vuelto a batir en una coctelera gigante. Abrió los ojos despacitamente y la tenue luz se vomitó por todo el cuarto; y un destello, como un haz de luz en lo más profundo de las tinieblas le produjo una clara pero fugaz imagen, una imagen que le sugería en su cabeza una escena, la escena de alguien que alguna vez fue Angustias abalanzándose sobre sus pupilas dislocadas, sobre un pecho desnudo daga en mano; y una horrible criatura de cuencas vacías y sonrisa dulce de diablo que se mecía mientras cantaba la canción de la eterna melancolía, observándolo desde la oscuridad de una esquina donde cosía las prendas que llegarían a ser las eternas envolturas de lo que quedara de su cuerpo.

Al poner los pies en el suelo sintió una sensación que lo mandó de nuevo hasta la bruma. Intentó ponerse de pie estirando las manos hacia los lados buscando un punto de apoyo donde sujetarse, por que de pronto sintió que su mente se iba, se separaba de su ser, se le va, se le va a medida que sigue avanzando por el cuarto, en su estómago acurrucada a empellones toda su alma llena de nervio, de angustia reprimida , tóxica, imparable, destructiva, que escupía la bruja en su runrun diario, por eso enseguida se le fue. Se le fe cuando se dio cuenta que mantenía largas y acaloradas conversaciones enrebesadas en sus propios delirios con seres sin cuerpo surgidos de la nada que le atormentaban a ideas y opiniones de todo tipo e incluso, en los días más tristes, con el mismo suicidio. Ya se le había ido cuando observaba boquiabierto a menos de un palmo de distancia de la pared de su cuarto una gota de sangre negruzca que descendía suave y esponjosa desde una mancha mayor situada más arriba, justo a la altura de su frente abierta; sin ningún grito, sin ningún tipo de queja se levanta y se va caminado del baño para limpiarse, recitando ya sin sentido de la realidad los mismos mantras oscuros que masculla Angustias mientras corretea entre las sombras de la casa; y las plantas, colocadas en los pocos espacios donde se esparramaba la luz que conseguía colarse entre las rendijas de la ventana y atravesar la espesa cortina burdeos de raso brillante, ya no tenían brillo ni ese color natural que nos regalan a la vista cuando se sienten bien, ni el pájaro es capaz de silbar por su libertad un día más en su jaula de alambre, por que la vida ya no quería estar más ahí, quería irse sin aviso como ese invitado que se marcha indignado. Quería irse como el último suspiro, libre y tranquilo, firme y sincero. Se le fue el alma entera a los confines del yermo páramo de amapolas marchitas, moribundo su rojo fuego que acaricia aún el cielo para morir arrebatado entre las nubes color naranja hielo.

Por que su lucha no era un alucha justa. Por que no se enfrentaba cara a cara con su mayor enemigo, que husmeaba y pululaba de un lado a otro como los roedores escurridizos en la noche, recitando poemas de mala muerte destinados subliminal y sutilmente a socabar los cimientos donde se levanta con orgullo la templanza y la razón de una consciencia tranquila.

Fue así como el tiempo se encargó de llevar su corazón al límite de la implosión y los negros tentáculos de la depresión, alimentada por los murmullos maléficos e incesantes de Angustias, llevaban al límite al propio Miguelito, que vivía sin saber aun a ciencia cierta si el borroso mundo que observaba ahora no era más que un mal sueño. Por eso quiso ganar, por eso quiso, como en un sueño en el que se permite volar, romper la barrera del miedo, con tantas ganas y esmero que se olvidó del mundo real y sus normas por completo. Y por eso quiso, antes de despegar para llegar al cielo, agarrar un buen cuchillo y llevarse un buen recuerdo. No quería irse sin antes acabar con el sufrimiento, no quería irse con el orgullo partido y llevarse consigo la vergüenza del que es humillado y malherido. Entonces despertó sobresaltado a mitad del sueño, de pie en la cocina con el jamonero en las manos, agarrándolo tan fuerte que un hilillo de sangre pudo escapar de su palma izquierda y resbalarse caliente y negra por su antebrazo desnudo como desesperada por conocer la libertad en un mundo que pone la piel de gallina.

-Sabía exactamente lo que tenía que hacer. – me dijo con la calma del que encuentra al final su espera recompensada.

Y despertó por el dolor que sintió, por el dolor que sabía que iba a sentir, por ver los ojos desorbitados de Angustias agonizando fuera de sus cuencas vacías flotando en una densa bruma negra cargadas de falsas palabras de amor.

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