En la madrugada del martes, dos hombres entran abruptamente en el cuarto.

Uno de ellos lleva una venda que le tapa los ojos. El otro le va apuntando cerca de la sien, dibujando un trazo perpendicular al área de Wernicke. Ni un centímetro más a la izquierda, ni un centímetro más a la derecha.

Se acerca al oído y le dice en un susurro casi inaudible, que parece brotar de entre un jadeo y el siguiente:

¿Te acuerdas, hermano, cuando me llamabas “maldito empollón autista”? Hace hincapié en todas y cada una de las palabras, sin distinción, tratando de asegurarse de que se escuchan con absoluta claridad.

A continuación le retira en un gesto, tan brusco como preciso, el pedazo de tela. En ese momento el otro hombre, a punto de caerse de la silla a la que ha sido arrojado, se sorprende al verse en una habitación llena de cuadernos y bolas de papel arrugado desparramados por el suelo. Las estanterías de baldas dobladas por el peso de los libros se pierden en la altura de esa estancia que le resulta tremendamente familiar. Intenta zafarse, aterrorizado, pero las cuerdas que le aprietan las manos se lo impiden. Se oye un murmullo que traspasa la mordaza. Nota como tiran de su cabello hacia atrás mientras siente un dolor punzante en la nuca. No se ha dado cuenta aún que lo que le están clavando no es una Mauser C96, si no un bolígrafo Bic.

Lo último que acierta a oír es:

— ¡Shhhhh! ¡Ahora me vas a leer!

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