Era de los últimos días de noviembre. No recuerdo exactamente cuál, aunque sí que era viernes, porque la tele del bar en el que me encontraba emitía el “Un, dos, tres”. Ah, y el año, el año también lo recuerdo: era 1991 y lo sé porque fue la primera Navidad en la que montamos nuestro circo en la plaza de toros de Las Ventas de Madrid.

San Sebastián acababa de cenar y miraba a Jordi Estadella en la tele antes de irse a la cama. Yo, sin embargo, no. Yo estaba allí de paso y muy apurado por lo que se verá.

Como se habrá deducido, trabajaba en un circo. Para ser más exacto, era dueño junto con mi hermano Miguel de un circo. Antes de montarlo, Miguel y yo habíamos trabajado en el circo de un tío nuestro por parte de padre. Éramos la tercera generación de una familia de equilibristas. Desde muy jóvenes, prácticamente adolescentes, habíamos hecho un número en la cuerda floja que llegó a tener cierto prestigio por su dificultad. Pero el descubrimiento de mi vértigo postural paroxístico benigno nos retiró. Más que su descubrimiento, nos retiró el momento en el que lo descubrí. Estaba a cinco metros del suelo, subido en una bicicleta que rodaba sobre una cuerda, con mi hermano de pie sobre mis hombros. Como digo, el vértigo en cuestión nunca antes había dado la cara y, francamente, el momento no pudo ser más inoportuno. Pero así fue. De manera que nos caímos. Yo quedé ileso. Mi hermano no. Él padeció una lesión cerebral por trauma. Estuvo a punto de morir. Gracias a su fuerza, a su juventud y a la fortuna no fue así. Hace vida normal, pero ha quedado incapacitado para el equilibrismo, para oler y para reconocer sabores, y para hacer amigos. Le cambió el carácter, que era muy afable, y pasó a no aguantarse ni él. Y así sigue. De vez en cuando me lo recuerda. Lo hace para mortificarme, pero es más por la secuela que por maldad, así que casi nunca lo consigue (mortificarme, me refiero). A veces sí, las menos, pero de vez en cuando lo logra, y es entonces cuando me resulta paradójico que el vértigo que padezco se apellide “benigno”. En fin.

La cosa fue que, a la vista de mi inoportuno vértigo (aunque nunca más he vuelto a padecerlo), de las secuelas de mi hermano y de su evidente grado de incompatibilidad con el equilibrismo, decidimos invertir los pingües ahorros que habíamos acumulado desde que empezamos a trabajar, y así fue cómo iniciamos la andadura de nuestro circo. El Circo Irreal. De eso hacía ya más de diez años.

Viajábamos muy ilusionados. Después de varias intentonas a lo largo de cinco años que nos ganó la competencia, habíamos logrado por fin alquilar Las Ventas para instalar allí nuestro circo por Navidad. Viajábamos en veinte vehículos entre caravanas y camiones. Veníamos de hacer una gira por Alemania, Bélgica y Francia. Nuestra anterior plaza había sido Bayona, donde, pese al frío, no se nos había dado nada mal. Todos los conductores, que habíamos descansado mientras que el resto del personal se ocupó de desmontar, estuvimos de acuerdo en conducir durante toda la noche para llegar a Madrid de madrugada. Como era habitual, el desmontaje había llevado todo el día, de manera que iniciamos el viaje bien avanzada la tarde.

Yo llevaba un camión cuya caja estaba habilitada para transportar animales. Viajaba con un chimpancé y con un orangután. Eran dos veteranos. Dos artistas circenses bastante experimentados y más que acostumbrados a viajar por el mundo. Lo habían hecho en camión, en barco e, incluso, el orangután había montado en avión en una ocasión. Eran dóciles y listos como el hambre. Se llevaban muy bien entre sí y conmigo, motivo por el que, aunque yo no era su domador, solían viajar prácticamente siempre en el camión que yo conducía. También era habitual que un primo mío, que trabajaba con nosotros, me acompañara de copiloto en los viajes, pero aquella noche tuvo que sustituir a otro conductor, que se encontraba algo indispuesto. Como para llevar aquellos vehículos pesados hacía falta un carné de conducir especial y, aparte de los veinte fijos, no eran muchos más los que lo tenían, no quedó más remedio que organizarse. Me tocó viajar solo.

La verdad es que, al poco de salir de Bayona, comencé a notar un ruidito inhabitual en el motor. No le di importancia. El camión era ya viejo y no sorprendía que tuviera más ruidos cada día. Era un vehículo robusto, de sólida ingeniería alemana, que no se averiaba prácticamente nunca, así que, con ese optimismo con el que algunos, entre los que me encuentro, por algún motivo desconocido (completamente desconocido), cuanta más adversidad nos acecha, menos conscientes somos de ella y más nos sale creer que no va a pasar nada, continué circulando felizmente despreocupado.

Fue un error.

Yo cerraba el convoy, de modo que, cuando mi camión comenzó a reducir su velocidad como consecuencia de que el ruidito tenía la importancia que yo no le había dado, y alguna más, el resto de la caravana circense, entreverada con la demás circulación, siguió sin percatarse de ello. Intenté avisar dando las largas, pero resultó inútil. Aprovechando la inercia de la marcha, porque el motor aún quería, aunque ya casi no podía, logré salir de la carretera por un desvío que indicaba hacia la capital donostiarra y, a no muchos metros del carril de desaceleración, en una rotonda, vi un bar abierto.

Gracias a la cuesta abajo que predominaba en el trayecto y a los arreones que todavía daba el camión cada vez que lo aceleraba, logré a duras penas llegar al aparcamiento del bar, que era muy grande y estaba casi desierto. Estacioné y, sin llegar a parar el motor, eché el freno de mano, me apeé, abrí el inmenso capó articulado y, con una linterna, pues ya hacía un rato que había anochecido y el aparcamiento carecía de iluminación, me asomé al manido motor, que echaba humo y olía a quemado como si albergara en su interior una fundición a escala. Mis esperanzas de que no fuera demasiado grave se desvanecieron junto con el humo de la explosión que, de pronto, se produjo ante mi atenta mirada. No es que yo tuviera muchos conocimientos de mecánica. Sí sabía cómo era el motor de nuestros camiones, porque, con el fin de ahorrar un poco en su caro mantenimiento, ayudaba a cambiar el aceite y los filtros a uno de mis empleados del circo que, aparte de hacer bailar a un elefante de cinco mil kilos sobre un taburete, era muy habilidoso para los coches y los electrodomésticos. Pero mis escasos conocimientos no iban a ser de utilidad en este caso. Era más que probable que el motor se hubiera gripado para siempre, como finalmente se confirmaría.

Comprobada la calamidad, me dirigí a la caja para ver cómo estaban mis dos pasajeros. Comenzaba a llover y el frío, que ya nos venía acompañando, se iba intensificando conforme nos adentrábamos en la noche. El habitáculo estaba acondicionado para el invierno. Consistía en la combinación de unos paneles laterales de fibra de vidrio que cubrían cada uno de sus flancos hasta la mitad de su altura, y unos barrotes semejantes a los carcelarios que terminaban de dar la forma cúbica al resto de la estructura, incluido su techo, todo ello, a su vez, revestido por una loneta aislante e impermeable. Aunque la influencia del exterior era continua, y necesaria para que los animales estuvieran ventilados durante el viaje, la caja contaba con la emisión ininterrumpida de unos chorros de aire caliente que iban equilibrando la temperatura durante todo el trayecto. El problema era que esos chorros dependían del funcionamiento del motor. Si éste no estaba encendido, no había calefacción.

Levanté la lona trasera para verificar el estado de mis tripulantes. Ambos estaban bien. Sus miradas, por expectantes y algo agitadas, parecían preguntarme sobre lo que estaba pasando. Intuían que algo ocurría. Intenté tranquilizarlos, para lo que les hablé con liderazgo y respeto. Los animales domesticados (como ellos, o como nosotros) necesitan que, para que el líder los domeñe, éste los trate con consideración y con la deferencia que se merecen. Para que el sometimiento no acabe en revolución se ha de convencer al sometido. En otro caso, no hay liderazgo, sino autoritarismo. El objetivo es siempre el mismo, pero no es igual hacer el amor voluntariamente tras el cortejo, que ser violado sin más miramiento, así que, puestos a estar jodidos, mejor lo primero.

Cogí de la cabina un par de mantas que llevaba y se las di a mis compañeros que, todavía calentitos, las miraron sin más aprecio. A continuación, eché de nuevo la lona, para conservar la temperatura en la medida de lo posible, y me encaminé hacia el bar. Eran pasadas las diez. Se trataba de un bar-restaurante de carretera, amplio, muy iluminado, en el que predominaba el color blanco, con una larga barra, aunque con un solo camarero, en la que aún quedaban expuestos algunos pinchos. La televisión tenía el volumen considerablemente alto. El camarero, que luego supe que era el dueño del bar, su mujer, ataviada de cocinera, también al otro lado de la barra, y los cuatro clientes que había estaban viendo el “Un, dos, tres”. No conversaban. Su atención estaba centrada en el programa de televisión. Era como si hubieran ido exprofeso a verlo. De vez en cuando, uno de los clientes daba respuestas a las preguntas que, por cien de las antiguas pesetas cada una, la pareja de concursantes de turno no encontraba. Se le daba muy bien.

El camarero, amable, pero algo fastidiado porque tenía que dejar de mirar la tele para atenderme, me preguntó que qué quería tomar. Le pedí un café con leche y que me acercara un pincho que rebosaba tortilla de patata por los cuatro costados de la rebanada de pan. Actuó en consecuencia. Mientras manipulaba la cafetera a la espalda de la barra, torcía continuamente la cabeza hacia la televisión para seguir la primera etapa del concurso, mientras que, dirigiéndose al cliente tan competente acertando las respuestas, opinaba sobre cuál era la pareja que él creía que iba a pasar a la subasta, que era la fase del concurso más divertida y en la que los concursantes podían ganar desde un apartamento en Torrevieja, Alicante, lo que se consideraba un éxito, hasta la calabaza Ruperta, que era una simpática forma de fracasar.

—No te creas -le replicó el cliente, en un tono rayano con lo académico-, que ahora en la eliminatoria pueden pasar muchas cosas. Fíjate que yo creo más que van a pasar estos dos -se refería a otra pareja de concursantes a la que enfocaba la cámara en ese momento.

La verdad es que me daba apuro tener que interrumpir la velada, pero, o buscaba rápido una solución, o no llegaba a Madrid a tiempo del encuentro que teníamos previsto con los técnicos municipales para el día siguiente, del que aún dependía que pudiéramos instalar el circo en Las Ventas. Yo llevaba toda la documentación que tenían que revisar. Gracias a mi insistencia en las vísperas, había logrado que los funcionarios trabajaran en sábado y no era muy conveniente dejarlos plantados, por mucho que, evidentemente, se tratara de causa de fuerza mayor. Por otra parte, tampoco podía olvidarme de los monos, ya que no podía dejarlos en el camión por mucho más tiempo, so pena de que se murieran de frío.

—Perdone -le dije aprovechando que el programa se interrumpía por la publicidad-. Verá, es que me he quedado averiado con el camión. No sé si conocería usted algún mecánico que pudiera venir a echarle un vistazo.

El hombre me miró pensativo, asintiendo. En contra de lo que me esperaba, fue muy solícito en su reacción.

—Pues… no sé si sabrá de camiones, pero sí conozco a alguien que se dedica a asistir coches averiados con su grúa, y más de una vez ha logrado repararlos en ruta. Es muy manitas. Si quiere, le llamamos. Tengo por aquí su tarjeta, así que, si no anda fuera en algún servicio, seguro que nos coge el teléfono.

Mi cara de alivio le sirvió al hombre para, sin esperar más respuesta, desaparecer de la barra por la puerta que daba a la cocina e ir a buscar la tarjeta. Observé entretanto que los parroquianos, a excepción del que dominaba el concurso televisivo mejor que los propios concursantes, que no había dejado de mirar a la televisión, se habían hecho eco de mi conversación con el hostelero. Uno de ellos, que, por cómo se trataba con los dueños del bar, era sin duda un habitual, se levantó de la silla que ocupaba a un par de metros de mí, se me acercó, y se interesó por mi problema. Lo hizo con esa amabilidad matizada por el punto de rudeza que tiene el habla de las gentes del norte y que la hace más auténtica.

—¡Vaya, hombre!, pues ya lo siento -me dijo coincidiendo con la reaparición del camarero que, con la tarjeta en la mano, se dirigió hacia el teléfono que tenía colgado al otro extremo de la larga barra.

Ya iba yo a su encuentro cuando con un gesto me indicó que esperara.

—No hace falta que se acerque -dijo, mientras desencajaba el aparato de las alcayatas en las que estaba instalado en la pared y, gracias a un cable francamente largo, volvía con él en la mano hacia donde yo estaba-. ¡La modernidad es una maravilla! -sonrió orgulloso refiriéndose con su gesto a la extraordinaria longitud del cable.

Sin solución de continuidad, se puso unas lentes minúsculas, cuyo puente apoyó sobre la punta de su nariz, y, una vez logró enfocar el teléfono de la tarjeta, comenzó parsimonioso a girar el rotatorio del aparato para marcar la combinación de los seis números del gruista. No sonaron ni tres tonos cuando una voz masculina contestó al otro lado. El camarero explicó la situación. El mecánico preguntó si yo estaba a mano, porque quería que le aclarara qué marca era la del camión y cuál era su tara.

—Pero, si no lo arranco, yo no puedo cargarlo en mi grúa. Es muy grande -me advirtió, insinuando con su tono que eso iba a ser lo que probablemente ocurriría-. Mira -enseguida me tuteó-, yo me acerco y llevo el instrumental -se refería con gracia a las herramientas-. Que es poca cosa y lo arreglo, bien… Que la cosa se complica, ya se busca otra salida, ¿te parece? Eso sí -me avisó-, yo el servicio te lo tengo que cobrar en todo caso, ¿estamos de acuerdo?

Como mínimo hablábamos de diez mil pesetas, pero no tenía otra solución, así que le pedí que, por favor, viniera cuanto antes. El camarero, que me vio algo apurado (porque lo estaba), me dijo tranquilizador que no me preocupara por la hora, que él y su mujer vivían en la planta que había sobre el bar y que, ante una emergencia, para eso estaban, faltaría más. Los demás, salvo el que estaba indisolublemente conectado a la televisión, que parecía no darse cuenta de nada, miraron a Txemín, que era como se llamaba el hostelero, con un brillo de admiración por su gesto hacia mí que me conmovió. Me pareció que había tenido la suerte de dar con buena gente.

Animado por ese sentimiento, me vi con la confianza de pedirle a Txemín otro favor. El orangután y el chimpancé que me acompañaban estaban ateridos de frío en el camión. Hacía por lo menos media hora que el motor se había parado y, fuera, la sensación térmica era gélida e iba en aumento. Por otra parte, la situación se iba a alargar sin duda. El gruista me dijo que, aunque salía inmediatamente de casa, se encontraba a unos veinte kilómetros del bar y, dado que la grúa no era precisamente rápida, tardaría fácilmente un mínimo de cuarenta minutos en llegar. No podía dejar a los animales en el camión, de modo que, aunque asumí que aquello pudiera resultar tan excesivo como insólito, me armé de valor y expliqué a Txemín, y ya de paso al resto (incluido el experto concursante que, sin duda por lo extravagante de mi discurso, ya sí comenzó a prestarme alguna atención), que mi camión era el último de un convoy circense, que la avería me sorprendió sin la posibilidad de avisar a los demás y que, aparte de que tenía que estar inexorablemente en Madrid al día siguiente, viajaba con dos monos, dóciles y amaestrados, que se estaban congelando de frío en la trasera del camión.

Durante unos eternos segundos, Txemín, su mujer y los clientes (el de la tele inclusive) fijaron sus ojos de sorpresa en mi rostro. Fue tal la intensidad del momento, que me pareció que hasta Jordi Estadella y la pareja que había superado la eliminatoria del concurso (que, en efecto, no fue la que predijo Txemín, sino la que había vaticinado el experto cliente) interrumpieron el programa para dirigirme desde la televisión ellos también sus miradas interrogantes.

—Pero… -dubitativa la mujer de Txemín-, ¿cómo son los monos?

—No muy grandes, desde luego -intenté tranquilizarla, refiriéndome a ellos como si hablara de mis hijos.

—Pero… -seguía sin abandonar el asombro-, ¿qué es eso de que son dóciles y están amaestrados?

—Pues eso -corroboré en el mismo tono-, que no son peligrosos en absoluto y que se portan como si fueran personas… Mejor que muchas personas… -quise apostillar para reforzar el mensaje, arriesgándome a perder credibilidad por resultar excesivo.

Txemín y su mujer se miraron. El cliente que no quitaba ojo a la televisión sentenció que el ADN de los monos coincide en un noventa y ocho por ciento con el de los humanos. El otro, el que ya me había dado el pésame anteriormente por la avería del camión, advirtió que, desde luego, si era por frío, hacerlo, lo hacía, y mucho. Los otros dos, simplemente se mantuvieron en silencio y a la espera.

—Pero… -ahora era Txemín el dubitativo-, ¿qué quieres que hagamos? -me preguntó algo escéptico.

—Pues… -me armé de valor-, yo creo que si los traigo aquí y los sentamos en un rinconcito, no van a dar ni un ruido.

—Vamos a ver -intervino en tono expeditivo la mujer al ver que su marido se bloqueaba-, ¿cómo vamos a meter a los monos en el bar? Eso no se puede -buscaba razones para justificar su afirmación, pero, de tantas que se le aglomeraban en la mente, ninguna tomaba forma inteligible para esgrimirla, por lo que no fue capaz más que de reiterarse-: que no se puede, hombre, que no se puede, que no… -mientras negaba con la cabeza y el gesto algo desencajado.

Txemín la miró con ojos de cordero degollado. Después, los tornó hacia mí.

—¿Podemos salir un momento a verlos? -me preguntó.

Y así hicimos. Yo decidí que lo mejor que podía hacer para que me ayudara era no intentar convencerle. Era cierto que Tobías y Ongo, que es como se llamaban el chimpancé y el orangután, respectivamente, eran capaces de comportarse con la misma corrección que cualquiera de nosotros. De hecho, Tobías, el chimpancé, se conducía de forma tan humana que, si se le facilitaba, comía en plato y con cubiertos, e, incluso, hacía voluntariamente sus necesidades en unas letrinas que teníamos habilitadas al efecto en el circo. Ni su domador sabía cómo lo había aprendido, pero hasta utilizaba el papel higiénico. Ambos habían nacido en cautiverio y, más que domesticados, estaban civilizados, si es que este término significa algo distinto. Sí había, sin embargo, algo en la conducta de Ongo que convenía tener en cuenta en según qué circunstancias. Su domador observó, siendo Ongo muy jovencito, que si se creía solo, ajeno a la mirada de nadie, tenía la costumbre, si no el vicio, de masturbarse y, claro, en función de dónde lo hiciera, las consecuencias podían ser más o menos engorrosas. Yo siempre le decía lo mismo: «Ongo no es tan distinto; quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra».

Pero opté por no contarle nada de esto a Txemín. La verdad, para parecer verdad, tiene que ser verosímil. No puede parecer una ocurrencia. Que mis compañeros de viaje eran de los seres mejor educados que yo conocía, y que, aún hoy, conozco, no resultaba muy convincente, así que decidí callar. Salimos al aparcamiento. El hostelero había cogido una linterna con un foco muy amplio y potente. Entre la suya y la mía, iluminamos el interior de la caja del camión. Sin proponérselo, Tobías y Ongo convencieron a Txemín en el acto. Sentados al fondo del habitáculo, pegados contra la rejilla que, cuando el camión funcionaba, expedía el chorro de aire caliente, asustados, muertos de frío, temblando el cuerpo y rechinando los dientes, arropados en las mantas que les dejé, ambos se abrazaban buscando su recíproco calor. La estampa era dramática. Aquellos dos individuos eran dos almas en pena que sufrían ante nosotros e imploraban con sus miradas que les ayudáramos. El camarero no lo dudó. Impulsivo, sin recapacitar ni por un instante en qué iban a decir su mujer o sus clientes, me ordenó con determinación:

—Saca ahora mismo de ahí a esos animales y vamos al bar.

No dudé, claro. Abrí inmediatamente la puerta de la caja y los llamé. Entumecidos, se pusieron de pie. Tambaleantes, no sólo por su oscilación natural al andar, sino porque los músculos no les respondían, se acercaron y, uno a uno, los ayudé a bajar. Eran muy bajitos. El orangután algo más alto que el chimpancé, pero su longitud sobrepasaba un metro a duras penas. Tobías, el chimpancé, era fibroso, pero esbelto. La corpulencia de Ongo, sin embargo, impresionaba un poco más. Tenía un abdomen prominente, pelirrojo, como todo él, y sus largos brazos, más por el efecto de su voluptuoso vello que por otra cosa, resultaban poderosos a la vista. Sin embargo, Txemín enseguida entendió que no tenía nada que temer de ellos. Tan pronto puso los pies en el suelo, Ongo lo cogió de la mano con la delicadeza con la que se la habría cogido un niño. El hostelero inicialmente se sorprendió, pero como Ongo insistió en cogerle de la mano y yo le aseguré que no le haría ningún daño, no tardó en acceder y, como el que guía a un crío por la calle, fueron juntos hacia la puerta del bar. Yo llevaba a Tobías en brazos.

Cuando de semejante guisa hicimos nuestra aparición en el bar, la mujer de Txemín no pudo reprimir un gritito de pavor. Los cuatro clientes, incluido el concursante modelo, se aproximaron unos a otros de forma inconsciente, como guareciéndose en la manada. Los monos, acostumbrados a tratar con el público y a su reacción al verlos, los miraban sin inmutarse. El sonido de la televisión era el único que se oía. Nadie decía nada. Bajé de mis brazos a Tobías y lo agarré de la mano. Con la otra, cogí la que tenía suelta Ongo y tiré levemente de ellos para dirigirlos hacia una de las mesas, en concreto la que estaba al lado de un radiador. Como Ongo no soltó la mano de Txemín, éste se vio abocado a acompañarnos. La mirada del resto nos seguía expectante.

—Tú te has vuelto loco, ¿verdad José María? -le dijo su mujer al camarero, dirigiéndose a él por su nombre completo, que es como hacía cuando se enfada con él-. Pero, ¿qué pretendes hacer con estos bichos aquí dentro? -la tensión casi hizo que se le saltaran las lágrimas.

—Mujer… -reclamó él suplicante-. Ni imaginas el frío que hace en el camión ese -se justificó-. No podemos dejar a estos animales ahí hasta que se resuelva lo que sea.

—¡Coño! ¡Métetelos en la cama entonces! -protestó tan irónica como enfadada.

—Que no, mujer…, que tampoco es para ponerse así -conciliador-. Ven, anda, acércate -cometió el error de proponerle-, ya verás qué cariñosos son…

La mujer a duras penas reprimía su ira. Estaba yo apunto de intervenir para decirles que no pelearan por mi culpa, que me marcharía con los animales al camión y ya me las apañaría como fuera, cuando, como caído del cielo, entró por la puerta el mecánico al que estábamos esperando. Por fortuna, la atención de los presentes se desenfocó de la inminente bronca conyugal. Sin embargo, Jorge, que es como se llamaba el gruista, fue el que, como era de imaginar, quedó cautivado por la escena: los cuatros clientes agolpados de pie a un lado de la barra, la mujer al otro y, tomando asiento en una mesa, a unos tres metros de los demás, acompañados por mí y por Txemín, un chimpancé y un orangután que, con gestos perfectamente reconocibles, frotaban sus manos frente al radiador para calentarlas.

Txemín reaccionó el primero. Explicó a Jorge la situación. Éste se echó a reír. Las carcajadas no le dejaban casi ni respirar. Mi cara, pero sobre todo la de la mujer de Txemín, cercana a un poema barroco, le fueron convenciendo paulatinamente de que aquello era muy serio. Iba serenándose, pero se conoce que la estampa le venía a la cabeza cada poco y la risa volvía a agolparse en su garganta. Finalmente, logró volver en sí. Quedamos en que mientras el mecánico y yo íbamos al camión para que éste lo examinara, Txemín se quedaría junto con mis compañeros de viaje para asegurarse de que no harían nada malo en mi breve ausencia. El resto se mantendría, a demanda, a la distancia que cada uno tuviera por conveniente. Yo tenía la certeza de que mis animales se comportarían con toda corrección. Estaba seguro, además, de que, dado el frío que acababan de pasar, no se apartarían por nada del mundo del calor del radiador. Pero no por ello podía reprochar que, tanto la mujer como los cuatro clientes como, incluso, el bueno de Txemín, fueran presa, en distintos grados, eso sí, de una lógica suspicacia.

Jorge, el mecánico, confirmó mis peores temores. Intentamos encender el motor para que percibiera el ruido que hacía. No llegó a arrancar, pero no fue necesario. El gruista me aseguró que no podía hacer nada. Que si hubiera sido cosa de un manguito, de bujías, de batería o similar, a lo mejor me había podido hacer un apaño siquiera para acercarme más a Madrid, pero que no era el caso y que, mucho se temía, la avería probablemente era definitiva.

Volvimos al bar. Yo estaba desesperado. Intentaba no mostrarme demasiado abatido, pero lo estaba. Fue entrar por la puerta y darle a Jorge un nuevo ataque de risa. Ongo se había quedado dormido en una postura imposible. Tenía el culo aposentado en una silla y el resto del cuerpo acostado sobre el regazo de Txemín, que, sentado en la silla contigua, rascaba con dulce cadencia la alopécica cabecita del simio. El chimpancé, por su parte, disfrutaba de una bolsa de patatas fritas que comía degustando placenteramente una por una, sin prisa.

—Es que las señalaba insistentemente -me dijo la mujer de Txemín, como excusándose por habérselas dado. En los pocos minutos transcurridos, Tobías había seducido a la mujer y al resto de la parroquia.

La verdad es que la integración social de mis animales que acababa de producirse me reconfortó. Un poco al menos. Eran las doce menos cuarto de la noche. La pareja de concursantes del “Un, dos, tres” tenía que decidirse ya por uno de los tres regalos que, después de muchas elecciones, había reservado para el final (y la calabaza aún no había salido). Yo estaba tirado en medio de la carretera, a cientos de kilómetros de mi destino, jugándome que los técnicos municipales denegaran la licencia para montar el circo en Las Ventas después de tanto esfuerzo y con dos monos inocentes bajo mi responsabilidad, tan dependientes como dos bebés. Francamente, no tenía ni la más remota idea de qué hacer.

En éstas, el cliente experto en el concurso televisivo, tras manifestar su sobrevenida falta de interés en el programa, porque, como, en efecto, luego ocurrió, no le cabía duda de que la calabaza estaba en la corneta que había dejado Arévalo disfrazado de legionario de la antigua Roma, y ya, sabiéndolo, aquello le venía a dar igual, me dijo que si estaba dispuesto a gastarme algún dinerito, quizás él podría ayudarme. Y es que resultó que aquel hombre, pese a las apariencias, no era un habitual ni del bar ni de la zona, sino que, como yo, estaba allí de paso. Era un taxista de Madrid que había traído a unos clientes a San Sebastián. No era común hacer con el taxi trayectos tan largos, pero es que sus clientes eran especiales. Se trataba de una pareja de adinerados donostiarras a la que aterraba el avión y prefería el coche al tren, aunque ninguno conducía. Como no tenían porqué escatimar, se permitían ir y volver en taxi. Desde que, años atrás, por casualidad (pues le pararon en la calle Serrano levantando la mano, como se hace para cualquier carrera), le propusieron por primera vez que les llevara a Donostia por un precio que pactaron muy interesante, en lo sucesivo, cada vez que el matrimonio había vuelto a Madrid, le habían avisado al teléfono de casa con antelación para que, tras su estancia en la capital, los trajera de nuevo. Y este era ya su noveno viaje.

—Lo que pasa es que yo el “Un, dos, tres” no lo perdono -seguía explicándose el taxista-. Así que, cuando he visto que aquí había televisión y que el volumen no estaba anulado, pues he decidido parar a cenar algo y, bueno, el resto ya lo sabe usted también.

Como el gasto en gasoil lo tenía que hacer en todo caso, ya fuera desocupado o conmigo y mis acompañantes, y aunque hizo algunas objeciones para negociar el precio al alza atinentes a la cualidad animal de Tobías y Ongo, que equilibré en el regateo con fundamento en su probado buen comportamiento (por supuesto, no consideré necesario advertir de que no podíamos dejar solo a Ongo en ningún momento), convinimos en que no hacer el viaje solo, sino en compañía, más veinticinco mil pesetas y cuatro entradas en primera fila, era un precio satisfactorio para ambas partes.

Ya han transcurrido veintidós años de aquella noche tan lejana como inolvidable. Txemín y yo la hemos recordado juntos, por eso la cuento. Nunca perdimos el contacto. Siempre que he viajado con el circo a San Sebastián o sus alrededores, ya haya sido de paso o porque hemos hecho el espectáculo allí, Tobías, Ongo y yo hemos ido a visitarle y, siempre que ha sido posible, hemos pasado alguna que otra tarde juntos. Txemín me aprecia, no lo niego. A Tobías también. Pero por Ongo tenía debilidad. Hoy lo hemos incinerado en Madrid. Txemín llegó ayer. Aún le dio tiempo a darle un abrazo. Después, el viejo Ongo se fue feliz.

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