Me han despertado unas voces. Aunque sé que he sido yo la que he hablado en sueños. Estoy sudando. Abriría la ventana para refrescarme con la brisa de la noche, pero alguien podría verme y pensar que estoy enferma.

Me levanto descalza. Intento no hacer ruido. Fran duerme. Su respiración es tranquila. Entro en el cuarto de baño. Enciendo la luz. Quiero echarme agua en la cara.

—Fran —grito. Siento sus pasos acelerados. Se detiene en la puerta refregándose los ojos para sacudirse el sueño.

—Mira —le digo señalando las pompas. Él se coloca detrás de mí e inspecciona mi frente reflejada en el espejo.

—Son granos —trata de tranquilizarme. Niego con la cabeza. Intento peinarme con los dedos y varios mechones de pelo se quedan en la mano.

—Tendrás que denunciarme —le digo y ahora es él el que hace un gesto negativo con la cabeza.

Están prohibidos los sombreros, las gorras, los turbantes, los pañuelos, las pelucas.

—No podré disimular las calvas, ni las ampollas —le digo angustiada

—Nadie tiene por qué verte. No saldrás de casa —me ordena.

Antes trabajaba en una tienda de ropa, pero el confinamiento me dejó sin empleo. Fran no lo perdió, es programador informático. Su volumen de trabajo ha aumentado. Lo hace todo desde casa.

—Ya lo hemos hablado. Si esto ocurría tenemos muchos amigos en la red.

— ¿Y los vecinos? y ¿si te preguntan por mí? Yo soy la que hace la compra, la que baja la basura.

Me pone la mano en el vientre

—Diré que te encuentras mal. Que estás embarazada. Solo necesitamos unos días.

— Pero corres peligro. A mí me da igual …y no quiero hacerte daño.

—Tendremos cuidado. Si seguimos las indicaciones del gobierno no tiene por qué pasarnos nada. No te van a encerrar.

El trabajo de Fran consiste en perseguir fake news y a quienes las fabrican, así que sabe bien que mucho de lo que corre por internet es pura mentira. Pero también transforma en bulo la realidad que no interesa a los que gobiernan. Dicen que esta enfermedad es una guerra así que mi marido debe ser un agente doble. El gobierno ha establecido un horario para dormir que va desde la medianoche hasta las siete de la mañana y ha prohibido la siesta. Además, ha impuesto las siguientes normas durante el sueño:

No compartir colchón, ni almohadas.

No quedarse dormido donde otro lo haya hecho.

Lavar la ropa de cama a sesenta grados o más.

Desde que empecé a sufrir los primeros síntomas, decido dormir sola. Los infectados deben ser aislados así que yo me aíslo en el cuarto de invitados. Tengo suerte porque soy capaz de despertarme en medio de una pesadilla. Lo hacen los gritos de terror, porque estoy segura que grito. Miro al techo. Suspendido en el interior de una burbuja flota el león que segundos antes ha intentado devorarme. Los científicos son tajantes. No se debe romper la membrana de la burbuja que envuelve a los sueños o estos se harán realidad. Anoche soñé que Fran se ahogaba. Al despertar su cuerpo flotaba inerte sobre mi cabeza. Corrí a su habitación, pero él dormía en mitad de nuestra cama de metro cincuenta. Abro la ventana. Debo expulsar cualquier pesadilla lo más deprisa posible, para que nadie me vea y me denuncie y para que no entre en el cuarto un sueño ajeno. Es el protocolo que debo seguir. A través del cristal veo cómo ascienden todo tipo de seres terribles, zombis, animales prehistóricos de afilados colmillos, cadáveres…se pierden en el cielo como los globos que se les escapan a los niños en la feria. Está enfermedad no mata, son los efectos colaterales los que lo hacen. Así muchas personas sin querer se convierten en asesinas.

Además, si se rompe la membrana el monstruo también queda libre. Privar del sueño a los infectados es la única manera de evitar las muertes. Llegó un momento que durante el día deambulaban por las calles tantos seres extraños, ávidos de sangre, que por nuestra seguridad se nos prohibió salir. La policía se colapsó intentando darles caza.

¿Por qué solo se materializan las pesadillas?, es uno de los enigmas que los científicos intentan esclarecer mientras tratan de fabricar una vacuna. Dicen que el virus que nos ataca es un virus informático. Que ha saltado de alguna forma inexplicable desde el ordenador al cerebro de un adolescente adicto a los videojuegos violentos y de ahí, de forma no menos inexplicable, a la realidad de todos. El joven contó que después de varias noches en vela jugando, se quedó dormido sobre la consola. Soñó que mataba a sus compañeros de clase. Los odiaba porque le hacían bullying. Al despertarse vio flotando una pompa que contenía en su interior un rifle de asalto. Aseguró que al rozarla con los dedos se rompió. Guardó el arma en el armario. Fue una carnicería. Sus compañeros de clase aparecieron muertos, tiroteados en sus camas. Pero ¿por qué yo? si ni siquiera compraba por internet.

—Me siento culpable —me dice Fran. Él se culpa porque se considera asintomático y teme haberme contagiado. Porque él sí se pasaba los días pegado a la pantalla.

El censo de infectados va en aumento. Los periódicos publican que se están acondicionando áreas de hospitales al aire libre donde aislarnos. Que el gobierno está elaborando un decreto por el que se nos va a prohibir dormir. ¿Cuánto puede aguantar una persona sin dormir?, me pregunto mientras veo cómo tras cada pesadilla, aumentan de tamaño las ampollas de la frente. Dicen que se está construyendo un dispositivo que mediante electrodos conectados al cerebro producirá descargas eléctricas cuando detecte las pesadillas. Que se está fabricando un casco de una aleación desconocida y será implantado en las cabezas de los enfermos. Provocará muchos efectos secundarios, pero al menos bajará el número de afectados. Se han producido numerosos fallecimientos entre los directores de bancos y los profesores. Parecen ser los oficios que más enemistades despiertan.

Aunque llevo una semana sin salir a la calle procuro mantener una rutina diaria. Me ducho. Me visto. No me maquillo porque me da miedo mirarme al espejo, aunque me pinto los labios. Eso siempre lo he hecho de manera intuitiva. No necesito verme. Hago una hora de pilates con mi gimnasio online. Preparo la comida. Sigo participando en mi foro culinario. Intercambiamos vídeos de las recetas de los platos que cocinamos. Nos damos consejos. No tengo que mostrar mi cara. El móvil sobre el trípode capta la rapidez con que pelo patatas, corto cebolla o hecho harina a una sartén y le doy vueltas hasta crear una bechamel cremosa. Por la tarde en el gimnasio que hemos montado en el cuarto de la plancha camino una hora en la máquina de andar y luego treinta minutos en la elíptica.

Pero hoy Fran ha salido de su despacho mucho antes de la hora de comer.

—Nos vamos. Tenemos vacaciones

Y me ha dado un beso en los labios. Los tenía recién pintados y le he dejado una mancha de carmín.

—¿Vacaciones? —pregunto incrédula mientras con los dedos le limpio la boca — Creían que estaban canceladas. Además, está prohibido viajar.

—Tu marido es un excelente ingeniero de sistema.

Yo sonrío porque Fran en lo único que ha sido ingeniero es en jugar al Fortnite y al Póker. Le costó varios años terminar el Bachillerato, eso sí las matemáticas se le daban muy bien. Tuvo un golpe de suerte. Desplumó a un alto ejecutivo y este a cambio de recuperar su dinero le ofreció un trabajo como analista de sistema y aprovechó la oportunidad.

Fran ha abierto el altillo y ha bajado las cajas donde guardamos la ropa de playa.

— Solo puedes llevar una mochila —me dice. Él sabe lo indecisa que soy a la hora de hacer una maleta. Cuando estaba permitido viajar siempre llevábamos exceso de equipaje.

Del altillo se cae una pamela. La recojo del suelo. Huele a sal. Fue el primer regalo de Fran. Solía hacer topless con ella puesta. Su ala es tan ancha que me da sombra en el pecho y no consigo que las tetas se me pongan morenas.

Nos miramos y como si me leyera el pensamiento nos reímos

— Puedes llevártela —me dice

— Pero está prohibida

—Adónde vamos todo está permitido. En una hora nos recoge un Cabify.

El conductor se queda mirando mis ampollas a través del espejo retrovisor.

— No se va a dormir —le asegura Fran. Entonces arranca.

Estoy tan asustada que no me atrevo a preguntar. Todo ha sido tan precipitado. No me ha dejado ni despedirme de mis padres.

—Yo lo he hecho por ti mientras dabas tu clase de pilates.

Sé por la ropa que hemos cogido que vamos a la playa. ¿Pero a cuál? Y ¿Cuánto tiempo? Y ¿cómo ha conseguido que nos lleven? ¿Sus amigos virtuales? Fran es muy hermético. Controlar las emociones es una de las cualidades imprescindibles para ganar al Póker. Nos hemos cruzados con varios controles de policía, pero ninguno nos ha parado.

Calculo que han pasado unas dos horas cuando el coche nos deja en una zona de pinares. Andamos no sé cuánto, hasta que llegamos a unas dunas. Voy en sandalias y me clavo los cardos, me tropiezo con la grama, pero no me quejo, ya veo el mar. Seguimos caminando por la orilla. Hay alguna que otra casa perdida entre las dunas. Deben de estar vacías, hace meses que cerraron las playas. Me siento tan bien que no me pregunto porqué nos han permitido pisar la arena, sentir en la cara la brisa del mar.

El móvil emite un pitido. Lo saco del bolsillo del pantalón y veo que le queda un diez por ciento de batería.

— Cuando lleguemos tendré que cargarlo.

— No será necesario. Aquí no hay cobertura.

Veo una antorcha clavada en la arena y medio oculto por los palmitos un arcón. Fran deja la mochila en el suelo. Empieza a quitarse la ropa.

—¿No me digas que no se te apetece un baño?

Lo imito y desnudos nos metemos en el mar.

Cuando salimos del agua las pompas de la frente me pican por la sal, pero evito rascarme. Fran extiende sobre la arena unas toallas que ha sacado del arcón.

—¿Qué crees que está subiendo o bajando? —le pregunto

—Bajando. Antes de salir miré el horario de las mareas.

Y nos quedamos en silencio viendo cómo el sol desaparece sumergido en la línea del horizonte. La antorcha poco a poco se enciende. Ante mi cara de asombro me explica.

—Tiene una placa solar y un sensor que detecta si es de noche o de día.

Se levanta y regresa con dos sacos de dormir, dos copas y una botella de champan.

—Eso qué es, ¿un cofre mágico?

—Vamos a brindar por nuestras vacaciones y este maravilloso hotel —Y extiende el brazo intentando abarcar toda la playa.

El champan está muy frio.

—Hay buen servicio de habitaciones —bromeo.

—Y lo mejor como el techo es este cielo de estrellas tus pesadillas pueden volar sin miedo a que las burbujas exploten. Además, el viento es de levante y las empujará hacia el mar.

Estoy tan cansada que me quedo dormida escuchando el ir y venir de las olas sin llegar a soñar, aunque las pesadillas regresan las siguientes noches.

Me despierto. Observo cómo se pierde en el cielo un globo transparente donde está atrapado un vampiro que me desafía y se ríe. Llamo a Fran.

—No va a explotar. No hay techo. Nadie nos vigila. Duérmete — me tranquiliza.

Él se queda despierto un rato. Ve cómo una bengala impacta contra la burbuja rompiéndola. Desea que el vampiro no sepa nadar y se ahogue. Escucha el motor de una lancha. Como una red la membrana ha quedado flotando sobre la superficie del mar. Pero el barco que la recoge no es un barco pesquero. Fran me oculta lo que ha visto esa noche. Espera a que me cure para contármelo.

Durante el día Fran me extiende en la frente una crema solar de una marca desconocida, huele a huevos podridos. Me la unta con cuidado para no explotar las ampollas. Me obliga a llevar siempre puesta la pamela, no quiere que con el sol se me quemen las calvas. Damos largos paseos sin encontrarnos con nadie. Recojo conchas. Cada concha un día que pasa. Calculo la hora que es según la altura del sol en el cielo. Nunca he utilizado reloj y el móvil está muerto. Me asombro de lo bien que lo lleva Fran porque para él era una necesidad estar conectado. Cualquier cosa que necesitamos, agua, comida, objetos de higiene personal, surgen del interior del arcón, sus amigos de internet son nuestros proveedores y yo no pregunto cómo saben en cada momento lo que nos hace falta ni cómo o cuando lo meten. Un día encontramos unas cañas e intentamos pescar. Para mi sorpresa a Fran se le da muy bien y enseguida sus amigos nos facilitan una barbacoa de carbón.

—¿Por qué haces todo esto por mí? —le pregunto

Estamos en la orilla. Hemos divisado delfines. Parece que la naturaleza quiere hacer las paces con nosotros.

—Ya sabes lo que me conquistó de ti.

—Mi cerebro —le contesto burlona mientras él me coge por la cintura mete la mano debajo de mi camiseta y me pellizca los pezones.

Esa noche sueño que llueve. Me noto la cara húmeda. Me ahogo. Voy a morir. Me despierto sobresaltada mirando al cielo, pero no hay ninguna burbuja. La antorcha emite su luz y solo hay estrellas. Noto cómo me gotean los ojos, aunque no he llorado. Una gelatina resbala por mi cara. Me toco la frente.

—Fran —grito sacudiéndolo.

—Mira.

No noto las ampollas. Han estallado y en su lugar solo tengo unas manchas rojas que desaparecen en pocos días. Vuelvo a tener pesadillas, pero no se materializan y en las calvas comienza a nacerme pelo. Y es entonces cuando Fran se sincera conmigo.

— ¿Cómo se combate un virus informático? —me pregunta. Estamos convencidos de que me he curado.

— Con un antivirus —respondo

— ¿Y si el antivirus no es capaz de arreglar el problema sin dañar al ordenador?

Me encojo de hombros.

—Entonces hay que confinarlo. Desconectarlo del mundo. Apagarlo. Eso es lo que me ordenaron que hiciera contigo. Digamos que te he reseteado.

— Solo que yo no soy una máquina.

—Tus ampollas de la frente son quemaduras eléctricas. Eso es lo único cierto que los médicos saben. Durante estas semanas no hemos estado huyendo. No pude negarme. Te seleccionaron como cobaya. No tienes hijos. No tienes trabajo. Si salía mal nada se perdía. No eres una persona productiva. El sistema no te necesita. Pero ha salido bien. Estás curada — hace una pausa mirándome fijamente y continua —Ahora tienes que decidir si volver para que otros vivan o huir para que vivas tu. Ellos ya tienen muchos datos. Pueden experimentar con otro individuo. Que no te dé remordimiento lo que decidas. Y seguimos contando con amigos en la red.

—¿Vendrás conmigo?

Fran se acerca y me susurra

—Ya sabes lo que me conquistó de ti.

FIN

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