Cuando desperté, o mejor aún, cuando me despertaron de manera simultánea la lluvia y el viento que azotaban insistentemente los ventanales de mi cuarto, llamé en seguida a papá y mamá para que me acompañaran. Al comienzo pensé que sería una pesadilla porque desperté con aquel gran pánico que se experimenta ante este tipo de situaciones. Me senté rápidamente sobre mi cama para averiguar la veracidad del temporal, o definitivamente para cerciorarme de su intensidad. El gigantesco ruido de algunos truenos hacía estremecer mi cama, la tormenta eléctrica alumbraba por completo mi cuarto.

—No podré dormir, de seguro no voy a poder conciliar el sueño –me decía.

En los primeros instantes de mi accidentado despertar creí que estaba acompañado por mis padres, luego, después de recapacitar, recordé que ellos habían salido pasada la medianoche a tomar el tren que los llevaría al pueblo, único medio de transporte de este lugar y el único horario del día. Quise quedarme unos instantes en silencio para tratar de calmarme. A mi mente vinieron las benditas palabras de papá: 

—Cuando estés solo y tengas miedo piensa en nosotros, desde lejos siempre te estaremos cuidando. Y las de mamá: —Reza a la Virgen para que, como la mejor madre, te cuide.

Aquella noche tuve que quedarme solo en casa pues venía saliendo recién de la enfermedad que siempre me ha perseguido, la bronquitis, que muchas veces me ha tenido rendido a sus pies, especialmente en la temporada invernal. Ellos no quisieron arriesgar la cura de este padecimiento, prefiriendo viajar solos a hacer sus acostumbrados trámites y las obligadas compras.

Mis padres eran mi mejor compañía siempre, en todo momento; sólo me ausentaba cuando tenía que ir a estudiar, o ellos las escasas veces que no los pude acompañar, como esta vez, al momento de hacer el obligado viaje al pueblo.

Los lazos que se producen en la infancia con la familia son únicos. Los más importantes seres desde la más temprana edad son los padres, llegando a ser nuestro complemento; sus manos son la extensión de las nuestras; así mismo, nuestros gestos, palabras, sentimientos, extensiones de los suyos. Vivimos en ellos y ellos en nosotros. Mis temores me hicieron meditar tantas cosas, como que había comenzado a madurar prematuramente. Aprecié sus risas, consejos y también sus regaños que más de las veces me los merecía. Observé mi cuarto, vi algunas antiguas fotografías que mamá había puesto para que me hicieran compañía: la de papá cuando era joven y estaba trabajando en el huerto, la de mamá, tomada en el pueblo cuando era muy menor. Aproveché de contemplarlas, de verlas por primera vez de manera detallada; los ojos de ambos me miraban alegremente dándome su mejor compañía, esculpieron mi alma de ternura, haciéndome sentir el ser más feliz por tenerlos. Sentí la tibieza de sus palabras que anidaron en mis sentidos, descubriendo en cada uno de ellos la verdadera fuente de amor y con las que de manera inagotable siempre he contado. Contemplé, además, algunas imágenes religiosas que eran parte del decorado, influido por las costumbres de mamá. Cada uno de estos retratos tenía una historia que más de una vez me había narrado, especialmente cuando me acompañaba a dormir. Las miré una a una, recordando hasta los más mínimos detalles de la vida de aquellos santos personajes, todos seres buenos de los que estaba rodeado en esta solitaria noche –me convencía– y estaba agradecido de contar con tan selecta compañía. Algo debo idear –me dije–, algo debo idear… No alcancé a hilvanar ni la más elemental idea cuando una luz incandescente encegueció mis ojos frontalmente por un par de segundos, luego el estridente ruido me elevó algunos centímetros de mi cama: un trueno, como disparo de cañón a escasos metros inundó mis oídos, haciéndome estremecer. Volvió el temor a mi cuarto, también a mi cuerpo. No tuve valor para pensar. Creí en instantes que no sería capaz de soportar toda la noche la furiosa tempestad. Pero mi pesimismo y temor recibió auxilio: una pausa de la eléctrica tormenta, no así de la lluvia, se hizo notar claramente. Pensé en la generosa clemencia de la naturaleza conmigo… No he sido malo con ella –me decía, tratando de darle ánimo y convencimiento a mi vacilante ser interior–. Pensé en las tantas veces que con papá íbamos de caza a los alrededores y muchas de ellas sentía pena por los animales, las tantas veces que salvé a muchos de ellos de algún disparo que papá con seguridad les iba a dar y yo, intencionadamente, hacia más de algún truco para que estas víctimas escaparan de su segura muerte; también recordaba el respeto que siempre le he tenido a los árboles, a los bosques… Esto me dio tranquilidad y no me sentí culpable. No era malo: la naturaleza sería clemente conmigo.

Estaba seguro que debía permanecer en casa, además la oscuridad de la noche y la intensa lluvia hacia imposible escapar hacia otro lugar… ¿a dónde?, si la casa más cercana quedaba dos colinas más allá. Lo más cuerdo era permanecer en casa; además, el sentirme bueno me dio un tanto valor y confianza, de tal manera no volví a pensar en esa cobarde e irresponsable idea.

Acomodé nuevamente mi cuerpo en mi lecho, permaneciendo lúcido y con mis ojos abiertos, mirando todo a mi alrededor, cada uno de los objetos de mi cuarto. En un momento me detuve en el decorado del papel que cubre los muros. De éstos últimos miré atentamente su diseño y fui más allá… imaginé otras figuras, distintas a las observadas a primera vista. Viajé por todos sus diseños. Vi muchas personas y un sinnúmero de personajes… situaciones de la vida cotidiana, y tantas otras escenas que fui relacionando, dándoles particulares interpretaciones. Me entretuve largos minutos en esta rebuscada ocupación. Me relajé completamente; pero aún permanecía despierto, sin deseos de dormir, o mejor aún, sin poder conciliar voluntaria o de manera natural el sueño.

En instantes creí que había terminado momentáneamente la tormenta. No, no había cesado, más bien me pareció debido a que estaba meditando tantas cosas maravillosas, las que me trajeron paz y calma.

La lluvia y el viento se unían ferozmente haciendo sonar grosera- mente la arboleda que da justo al lado noreste de mi habitación. El tejado hacía caer al mismo tiempo decenas de inagotables chorros, que los convertían en una gran cascada. Sobre los frágiles cristales de mi ventana percutía, llegando casi horizontal, la grotesca lluvia y por sus hendiduras las ráfagas de viento hacían flamear rítmica- mente el húmedo cortinaje. Mi cuerpo por instantes se entumeció súbitamente, no sé si por culpa del temporal o del miedo. Hice un gesto de indiferencia, mas los brazos y mi barbilla temblaron al mismo tiempo. Me deslicé bajo las ropas de cama quedando de todo cubierto, como protegiendo cada uno de mis miembros. Sentía únicamente los latidos intensos del corazón y también escuchaba la agitada respiración por la natural falta de oxígeno que se produce al estar completamente tapado.

Luego de un tanto oí ruidos extraños, voces lejanas, pasos por todos lados; mi cuerpo ya no sintió frío, sino por el contrario, comenzó a entibiarse, a transpirar, a sentirse afiebrado por la sofocación y el temor; mi garganta tragaba saliva a cada momento. Tuve miedo de verdad, viví en instantes con él. Me sumergí en el temor, en su nube oscura. En momentos creí haberme rendido a él… en- seguida pensé que había perdido la conciencia.

Las tres estridentes campanadas del reloj que se encontraba a mitad del pasillo y muy cercano a mi cuarto, trajeron mediana claridad a mi mente. Me pareció haber despertado de la peor pesadilla. Claro que no. Esta había sido una experiencia real, vivida completamente: lúcido y despierto. Mis padres llevan apenas dos horas de viaje –recordé–; quedaba la mitad de esta oscura noche, toda una eternidad. La lámpara apenas alumbraba a esas alturas, su combustible se estaba agotando. Me levanté prontamente, dirigiéndome hasta el armario donde encontré el candelabro que mamá siempre acostumbra dejar para situaciones de emergencias como éstas. Aproveché de contemplar la noche y su temporal, la oscuridad me lo impidió, nada se veía tras mi ventana, sólo el ruido del viento, de la lluvia… sólo el sonido del temporal. Encendí la vela del candelabro y volví a la cama.

Recostado, mientras miraba detenidamente el cielorraso de mi habitación y con la vista un tanto perdida, pensé en mis padres, en su viaje; cómo habrían enfrentado la tormenta durante el largo trayecto que tuvieron que hacer desde antes de llegar a la estación, más bien a la improvisada estación de este remoto lugar, donde el tren se detiene brevísimos minutos, sólo cuando hay necesidad de subir o dejar pasajeros. Imaginaba la tormenta haciendo más difícil su marcha, veía sus cuerpos mojados de pies a cabeza, caminando encorvados para tratar de avanzar mejor por medio de la ventolera y del cortinaje de lluvia. Además los veía cruzando el torrentoso río por sobre el resbaladizo puente que es paso obligado para llegar a la línea ferroviaria. Veía… más bien no veía sus cuerpos en medio de tanta oscuridad, su farol apenas se divisaba a la distancia, casi como una minúscula luciérnaga. Después los imaginaba sentados, dormitando sobre los gastados asientos del viejo vagón; al menos esto me trajo algo de calma y satisfacción. Luego pensé en la lluvia y en mi soledad…

Para tratar de conciliar el sueño, tomé un pequeño libro que siempre guardo en mi velador, en él están las mejores oraciones que nunca antes había escuchado o leído. Me acomodé sobre mi almohada y comencé a abrir al azar sus páginas. Coincidentemente inicié con una oración sobre cómo sobreponerse a la adversidad, a los temores; cada palabra, cada frase caló hondo en mí, fui rumian- do y saboreando cada uno de los pensamientos que querían decir sus líneas. En medio de esta lectura, hice una pausa y comencé a relacionarlas con situaciones de mi vida, como la que estaba viviendo en esos precisos momentos. Seguí descifrándola hasta el final y volví a meditar esta sabia oración. Me trajo confianza, me sentí menos solo y me fortalecí. Cerré por un instante mis ojos para que cada una de esas frases se alojara en mi íntimo ser. Puse atención a cada palabra, a su propósito, a la intención que ellas traían. Medité de verdad, como nunca antes lo había hecho; luego abrí una nueva página, luego otra y otra.

Sí, antes había leído muchas oraciones de este libro, pero nunca las había sentido como esta vez. Ahora sí las percibía distintas, más profundas y sabias. Tal vez será que estoy mayor, más experimentado –me decía–, o simplemente porque estaba viviendo un instante o situación diferente, como la experiencia particular de esta noche. Cuando hubo llegado un instante de tranquilidad en mí, valoré lo que tenía y lo que me han enseñado: aprecié las vivencias ejemplares que he recibido de mis padres, apoyándome en todo, la constante colaboración que me han entregado para llegar a ser un buen estudiante, un mejor hijo. Me sentí agradecido de conocer, con el gesto y la palabra, valores como la rudeza, constancia, responsabilidad, pulcritud… inculcándolos permanentemente para que se formaran en mí. Los tantos momentos de placer que me han regalado, y la forma en que desean que llegue a apreciar la vida, desde contemplar lo más mínimo e insignificante que pareciera a primera vista y su razón de ser, hasta valorar los grandes gestos de las personas en su entrega y sacrificio por los demás. Me gratifiqué de tantos consejos que continuamente me han inculcado para alcanzar la perfección y felicidad; también las muchas conversaciones que cotidianamente tengo con ellos, y por supuesto a las oportunas correcciones que me hacen notar cuando me equivoco.

—¡Tu carácter, tu carácter! –insiste mi padre–. Forjando tu carácter haré un buen hombre, una mejor persona –me señala–. Nacemos con temperamento, pero sin carácter. El carácter es como el jinete y el temperamento, el caballo. Quien domina a su caballo es el mejor jinete –ejemplifica para que entienda mejor.

Mamá lo escucha, e interviene para recordarle que sólo soy un frágil niño, como tratando de protegerme; papá sonríe y me abraza para que no me asuste con sus brillantes conocimientos.

A esas alturas me había acostumbrado al ruidoso temporal y a su luminosidad, producto de la inclemente tormenta eléctrica. Se había reanudado; pero esta vez incluso la sentí más leve. Noté que se había marchado el miedo, el temor. La conversación conmigo mismo, mis reflexiones, las meditaciones profundas habían dado fortaleza al cuerpo, a mi ser interior; me creí un ser mayor e incluso me dieron deseos de dar un recorrido por el pasillo que está próximo a mi habitación con el propósito de tener otra perspectiva de esta oscura noche, de esta terrible tormenta. Insistí. Tomé el cande- labro y caminé lentamente a través del corredor, traté de mirar por las ventanas de éste, pero la oscuridad lo impedía, unas goteras se sentían cerca de donde me detuve, el viento que se colaba por las ventanas amenazaba con apagar la llama de mi casi consumida vela. El ruidoso temporal, el mismo. El idéntico viento feroz, la misma copiosa lluvia. Di un recorrido hasta el final del pasillo, luego me acerqué al salón a buscar un libro, tenía necesidad de leer. Tomé una novela de un famoso autor inglés que siempre me había llamado la atención, especialmente cuando escuchaba las conversaciones entre mis padres y los comentarios que hacían luego de sus habituales lec- turas y, como era costumbre, se recomendaban lo leído mutuamente. Volví a la cama, repuse una nueva vela al candelabro y comencé mi trasnochada lectura.

Las primeras líneas de la primera página me atraparon por completo, cosa que valoro mucho en la literatura: El mejor libro es el que atrapa al lector desde la primera página, cosa que escuché muchas veces decir a mis padres y que luego fueron mi consigna.

«La vida no es fácil, tampoco un tormento; hay que saber enfrentar las situaciones difíciles y disfrutar de todas las cosas que están en nosotros y a nuestro alrededor; siempre debemos ser seres optimistas y positivos», entre tantas otras reflexiones me decían sus páginas. Me entretuve con cada uno de los pasajes de la narración, avancé una a una las hojas, que llegaron a ser en esos momentos la mejor compañía, haciéndome al mismo tiempo acortar la accidentada noche.

No escuché campanadas del reloj, viento, ni menos la tormentosa lluvia; sus páginas me llevaron lejos de allí. No tuve miedo, y hasta me olvidé de mis padres y que me encontraba completamente solo. Los personajes, acontecimientos y el relato en sí me transportaron a otra realidad, desconectándome de mi dura experiencia y del tiempo real que estaba viviendo.

Luego, la madrugada. La luz de la aurora comenzaba a llegar a mi habitación y después… la mañana. De la misma manera sucesiva, comencé a sentir pesados mis párpados, cansado mi cuerpo, y con la necesidad de dormir. Mi cuerpo reclamaba descanso… comencé a dormirme lentamente… Pensamientos, placidez se dibujaron en mi rostro… una leve sonrisa: Estaba feliz que llegara el nuevo día, también porque la próxima noche la pasaría con mis padres, disfrutaría de su compañía y de los habituales regalos que me traerían.

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