
INTRODUCCIÓN
En el corazón de la selva de Nuevo Emperador, donde las sombras se alargan como dedos largos y los árboles susurran secretos al viento, las historias son más que cuentos: son advertencias, son ecos de lo que se oculta tras la niebla. No es un lugar común, no es un pueblo que solo se encuentra en el mapa, sino un pueblo de leyendas, donde el tiempo parece no existir, y las almas perdidas se siguen caminando entre los vivos.
En Nuevo Emperador, las leyendas no se olvidan. Las voces de los abuelos y bisabuelos aún resuenan en cada rincón, contadas en noches donde la oscuridad se siente más densa y los cielos parecen estar siempre nublados. Aquí, cada historia tiene una raíz en la tierra y un eco en los corazones de aquellos que aún creen en lo inexplicable. No es solo el pasado el que vive, sino que el futuro está atrapado entre los árboles esperando a ser descubierto.
1943 – EL DUENDE BURLÓN

Cuenta la gente vieja de Nuevo Emperador que en las partes más oscuras del monte, donde la jungla y el bosque se abrazan como amantes viejos, anda un ser travieso, de esos que no son buenos ni malos, pero que tienen un hambre de alma que ni el viento entiende.
Le dicen El Duende Burlón, y no es el duende de cuentos bonitos. Este anda jugando a lo malo, a hacer sufrir a los niños que creen que todo es juego, que todo tiene risa y que el monte no tiene dientes.
Hace muchos años, nueve muchachos —todos entre 8 y 12 años, llenos de la energía de los traviesos— decidieron adentrarse en la jungla sin decirle a nadie. Pensaban que el monte estaba hecho para ellos, para sus risas y juegos, para perderse entre los árboles como si no existiera peligro. Pero el Duende Burlón los estaba esperando.
El tipo no tiene cara, pero tiene ojos como brasas que brillan en la oscuridad. Su cuerpo es verde con negro, como la misma jungla que te envuelve hasta hacerte olvidar que alguna vez hubo sol. Las patas de cabra, que hacen ruido cuando camina sobre las hojas secas, son el primer aviso de que algo malo está por pasar.
Uno a uno, los niños empezaron a perderse. Primero fue uno que se cayó entre los matorrales, luego otro que se adelantó y no regresó. Dos desaparecieron para siempre, tragados por la tierra o la niebla, ni Dios sabe.
Los otros, los que lograron regresar, nunca fueron los mismos. Decían que el duende los obligó a comer dulces, unos dulces amargos, podridos, que olían a tierra vieja y a muerte. Y mientras comían, el duende se reía, mostrando sus dientes podridos, que crujían con el sonido de un animal salvaje.
Esos dos que regresaron traían los ojos vacíos, como si los hubieran vaciado con cuchara, y sus voces temblaban cuando contaban lo que vieron. Nunca hablaron del todo, pero todos sabían que el Duende Burlón les había mostrado lo que nadie debía ver.
1951 – DON JACINTO VS EL CHIVATO

En Nuevo Emperador, el nombre de Don Jacinto se menciona entre susurros. Viejo de 80 años, pero con la vitalidad de un hombre de 40, tenía el poder de la brujería en sus manos, y su fama de sabio y temido llegaba hasta los rincones más oscuros del país. Nadie sabía bien de dónde venía, pero muchos juraban que no era de este mundo, que su alma estaba atada a secretos que no se deben contar.
Un día, Don Jacinto se enfrentó cara a cara con El Chivato, esa bestia demoníaca con cuerpo de hombre, patas de chivo y unos cuernos más grandes que los del toro más fiero. El Chivato no era cualquier monstruo: era el mismo diablo en carne y hueso, con un odio tan profundo que sus ojos brillaban como el fuego del infierno. Nadie en el pueblo se atrevió a mirarlo de frente, porque El Chivato no solo era una bestia de carne y hueso, sino también una bestia del alma.
Don Jacinto, que nunca le temió a nada ni a nadie, sabía lo que estaba arriesgando. La batalla fue feroz, con el viejo brujón usando sus conjuros y el Chivato desatando toda su furia demoníaca. Pero, por alguna razón, Don Jacinto logró vencerlo, lo atrapó y lo metió en una jaula, un encierro que solo un hombre como él podía manejar.
Lo extraño fue que, antes de atraparlo, el Chivato le pidió algo: ver la luna una última vez. No se sabe si fue por piedad o por un deseo oculto, pero Don Jacinto aceptó. A cambio, le dio poder al Chivato, pero no sin pagar un precio: el Chivato se transformó en un terrateniente poderoso, dueño de tierras vastas, riquezas y una influencia que parecía de otro mundo.
Pero el precio de ese poder fue más grande de lo que nadie imaginaba. Cuando Don Jacinto murió, lo enterraron con todos los honores, pero su cuerpo parecía una momia. Más de 100 años de envejecimiento lo habían hecho parecer una figura de las antiguas leyendas, como si su alma hubiera vivido más de lo que debía.
La jaula del Chivato fue encontrada abierta, y en su interior, sobre la tierra fría, había símbolos extraños, palabras en latín que hablaban de pactos antiguos, de seres olvidados y de promesas rotas. Nadie sabe lo que pasó después, pero desde ese día, la figura de El Chivato nunca desapareció por completo del pueblo. Se dice que, en las noches sin luna, su sombra puede verse recorriendo las tierras que antes le pertenecieron, buscando el poder que un día tuvo… y que ya no le basta.
1968 – JUAN EL DECAPITADO

Dicen los más viejos —y yo también lo vi, aunque me niegue pa’ dormir tranquilo— que allá en la Loma del Cementerio, en pleno corazón de Nuevo Emperador, vive el alma en pena de un muchacho llamado Juan, que celebró mal su mayoría de edad… y pagó caro.
Juan era de esos pelaos necios, terco como burro y con la risa fácil. El día que cumplió los 18, agarró rumbo pa’ la cantina del Español Emilio, un lugar oscuro donde los tragos pegaban más fuerte que el sol del mediodía. Dicen que se empinó una botella tras otra, con los ojos brillando de ron y juventud.
Esa noche salió tambaleando, con el paso torcido y la lengua suelta. Nadie sabe bien cómo, pero a eso de las doce, se quedó dormido boca arriba en plena carretera, como si el pavimento fuera su cama.
Un carro —algunos dicen que una camioneta, otros que era un diablo rojo sin luces— lo atropelló de lleno y le arrancó la cabeza de un solo golpe seco. La cabeza rodó pa’l monte, y el cuerpo quedó tirado como trapo viejo.
Desde esa noche, nadie pasa por esa loma después de la medianoche. Porque a esa hora, el aire se pone pesado, los perros aúllan sin razón y los carros se apagan solitos. Dicen que el ánima de Juan se aparece en medio de la carretera, sin cabeza, pidiendo aventón… y que si no lo paras, se te mete en el carro y te habla con la voz del viento.
Más de uno ha visto su sombra en el retrovisor. Más de uno ha sentido un golpe seco en el techo, como si alguien saltara desde los árboles. Y los que han pasado y no creído, han vuelto con el pelo blanco y los ojos perdidos.
De día, sí… de día pasa la gente como si na’. Pero nadie mira pal monte. Nadie saluda. Nadie se ríe. Porque todos saben que, cuando el sol se esconde, Juan el Decapitado sale a buscar su cabeza… o una nueva.
1981 – LA SILAMPA

En Nuevo Emperador, cuando el aire se vuelve espeso como leche hervida y la neblina baja del cerro sin que nadie la llame, no hay que andar caminando mucho, menos si venís de forastero y menos todavía si no creés en los cuentos del monte.
Porque allá, en los bordes oscuros de la zona del canal, donde ni la selva se atreve a crecer recta, vive una cosa vieja, antigua, envuelta en vapor y odio: La Silampa.
Dicen que es mujer y no es, que lleva una túnica blanca que flota como bruma, y que puede crecer como sombra proyectada por fuego. Nadie sabe de dónde viene, pero todos saben qué quiere: carne, miedo y silencio.
Fue en tiempos cuando los soldados americanos patrullaban cerca, muy confiados, creyendo que su uniforme los protegía más que cualquier rezo. Un grupo de seis entró una noche por un camino tapado de neblina, dizque a buscar señales de guerrilla o cosas raras. Uno de ellos —el guía panameño— les dijo que no siguieran, que ese camino no era de hombres, sino de almas.
Pero ellos, sobrados y burlones, siguieron.
Sólo uno volvió. Temblando, mudo, con los ojos rotos por dentro. Los otros cinco desaparecieron. Nunca encontraron cuerpo, arma ni huella. Como si la misma tierra se los hubiera tragado. Pero los del pueblo saben. Saben que fue ella.
La Silampa.
1983 – EL CABALLO SIN JINETE

Allá en Nuevo Emperador, donde la brisa carga secretos y los árboles murmuran cosas que no se deben repetir, hay una historia que sólo se cuenta en voz baja, especialmente los viernes santos. Porque ese día no es igual que los demás.
Dicen que, cuando el cielo se pone opaco y el silencio se espesa como guarapo en olla vieja, aparece un caballo negro, solo, sin montura, sin dueño, pero con un relincho que te revienta los huesos del miedo. No es un relincho normal, no, señor… es un bramido del infierno, una carcajada maldita que baja trota’o desde los cerros hasta el pueblo, sólo los viernes santos, justo a la medianoche.
Lo llaman «El Caballo Sin Jinete», pero hay quienes juran que ese animal lleva al Diablo en el lomo, invisible pero presente. Un demonio que no necesita mostrar la cara, porque el caballo es su anuncio, su mensajero, su rugido en cuatro patas.
Cuentan que un viejo, dizque valiente y borracho de fe, se cansó de los cuentos y juró enfrentarlo. El pueblo le dijo que no lo hiciera, que eso no era cosa de hombres, que uno no pelea con lo que no es de este mundo.
Pero el viejo, necio como mula, agarró su machete y se paró en la vereda. Cuando el caballo apareció, envuelto en humo caliente y con los ojos rojos como brasa, el valiente se quedó quieto. El animal se le acercó despacio, resoplando azufre, sudando fuego, con las pezuñas que no tocaban la tierra… y entonces lo vio: la cara del caballo, si es que eso era una cara, era una mueca retorcida de todas las almas condenadas, un espejo del infierno mismo.
Dicen que el viejo se quedó tieso, con la boca abierta, los ojos como platos, y el machete se le cayó solo. Le dio un derrame cerebral en el acto, quedó mudo pa’ siempre, y con la cara congelada en un susto que ni la muerte se atrevió a borrar.
Desde ese día, nadie vuelve a hablar de valor en viernes santo, y cuando se escuchan los cascos a lo lejos, la gente apaga la luz, cierra las puertas, y se encomienda a lo que tenga fe. Porque ese no es un caballo cualquiera. Ese relincho no es de este mundo.
Y si algún día lo escuchás tú… no mires. No lo mires.
EPÍLOGO
Así se cierran las primeras páginas de lo inexplicable en Nuevo Emperador. ¿Pero acaso se cierra? Porque las leyendas, como el viento, nunca se detienen. Siempre hay un susurro en las noches frías, un rumor de algo que aún acecha entre los árboles, en las sombras más profundas del bosque, esperando el momento en que un nuevo incauto decida adentrarse más allá de lo conocido.
Quizá el próximo que cruce el umbral de este pueblo sea el que añada una nueva historia, una nueva leyenda, al relato eterno de Nuevo Emperador. Y quien sabe, puede que, al caer la noche y sentir el viento en la piel, aún se pueda escuchar el sonido lejano de la risa burlona del Duende, o el crujir de las patas de El Chivato, o hasta el susurro de La Silampa entre la niebla.
En Nuevo Emperador, las historias nunca terminan, simplemente esperan a ser contadas de nuevo.
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