La mujer que canta

Para A.F.


No era mi fin de semana, así que ese domingo yo no tenía a los niños. Sin embargo, decidí hacer lo mismo que tanto les gustaba desde que empezó la primavera: ir por la tarde al final de la avenida, ya muy cerca del río, para ver a la mujer que canta. La descubrí un día que, al salir del trabajo, no me apetecía volver a casa tan pronto y di un rodeo. Fue una casualidad, porque luego aprendí que en los días de diario muy pocas veces se ponía allí a cantar. Desde entonces, muchas tardes empecé a usar el camino largo para oír cómo la potencia de su garganta se sobreponía a la música grabada. Después de escucharla, era capaz de volver a casa y llamar a los niños y a Lidia no parecía importarle.

En las tardes de mis domingos, comencé a llevarlos por allí, con la excusa de jugar al lado del río, y les gustó tanto como a mí. A su alrededor, se congregaba una pequeña multitud que no estorbaba a nadie, porque en aquella época la policía cortaba el tráfico sábados y domingos en toda la avenida. Los niños y los jóvenes eran los dueños de la carretera con sus patines en línea, igual que mis hijos cada par de fines de semana. Una vez, en un descanso entre canción y canción, los llamó y habló un rato con ellos. Estaban maravillados: la mujer que tenía aquel don se había fijado en ellos. No pararon de hablar de ella en todo el fin de semana. Les había contado que ella había nacido muy cerca de allí, un par de calles más arriba, porque entonces la gente nacía en casa, ¿sabes papá? ¡En casa! No como nosotros, en un hospital, en una habitación que no es de nadie. Me eché a reír sin que ellos terminasen de entender el porqué.

Pero aquel domingo que me tocaba estar solo llegué caminando hasta la misma esquina donde ella solía ponerse y no estaba. Me quedé mirando el hueco un buen rato. En algún momento, me di cuenta de la cara que me ponía la gente y eché a andar. Sin embargo, tenía la sensación de estar dando vueltas sin atreverme a alejarme mucho, pero desplazándome poco a poco gracias a la pendiente de la calle. Terminé en la orilla del río. Me senté en uno de los bancos de la ribera frente al río. Todos estaban hechos totalmente de madera, sin clavos, sin hierros de ningún tipo. ¿Ni siquiera pegamento?, me preguntaban mis hijos, indulgentes, cada vez que asistían a mi explicación. Ni siquiera pegamento, afirmaba yo rotundo dando un par de palmadas al respaldo, como hice una vez más.

Hasta pasado un buen rato, no me di cuenta de que, un poco más allá, dos bancos más arriba, dos hombres jóvenes hablaban. Uno de ellos fumaba muy deprisa. El rumor del río me ocultó el ruido de sus palabras hasta que uno, el que no fumaba, le habló más fuerte al otro. Era una conversación en un idioma que no comprendía. Algunas parejas que paseaban cerca del río los miraron de lejos, sin intención de acercarse. El que fumaba tiró el cigarro aún encendido hacia la orilla del río y despareció entre los matojos verdes manchados de barro y agua. Callado, se subió la parte de atrás del jersey y asomaron unas cicatrices largas, gruesas, como gusanos prehistóricos detenidos para siempre sobre su espalda. El otro dejó de hablar y acercó una mano a la cicatriz más grande de todas. Tenía un color demasiado oscuro y ya no parecía piel. Justo antes de llegar a tocarla, se detuvo y levantó la mirada. Me vio observándolos. Giré la cabeza hacia otro lado y allí estaba el río. Y gente paseando. Sentí calor y me aflojé el cuello del jersey. Entonces pasaron los dos hombres caminando delante de mí. El que no fumaba le palmeaba despacio la espalda al otro, que se esforzaba en encender un nuevo cigarrillo. Por un momento, el humo del tabaco me devolvió el viejo deseo de fumar.

Me quedé mirándolos hasta que los perdí de vista. Me dije a mí mismo en voz alta que iba a esperar un rato antes de volver a casa. Era casi de noche cuando me levanté del banco. Volví al final de la avenida y el hueco de la mujer que cantaba seguía estando sin ella. La policía acababa de abrir la avenida a los coches, pero apenas había tráfico. Regresé a casa parando en casi todos los escaparates.

Antes de llegar a mi apartamento, cuando ya veía el portal, sonó el móvil. Era Lidia. Los niños se habían puesto muy pesados y no querían irse a la cama sin darme las buenas noches. Le dije bueno, pásamelos, pero Lidia comentó que se oía mucho ruido y yo contesté que estaba en la calle. He bajado a tirar la basura, mentí. Cuando los chicos se pusieron al teléfono, ya estaba abriendo la puerta del edificio. Intenté contarles que, aunque ese domingo no habían estado conmigo, yo había ido como siempre hasta el final de la avenida; pero ninguno quiso saber si había visto ese día a la mujer que canta y, justo al entrar en el ascensor, se cortó la llamada.



Este cuento se publicó en el número de mayo de 2020 del periódico Salamanca al Día (página 54): https://salamancartvaldia.es/a…


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