La casa de la Torre o de cómo la locura devino en cordura

La casa de la Torre o de cómo la locura devino en cordura

Se oye ladrar a los perros en esta noche de sábado oscura del mes de abril. Alguien sale de la casa de huéspedes con cierta inquietud y desasosiego, buscando afuera quizás lo que no encuentra dentro.

En las calles de El Toboso apenas hay un alma, ni siquiera un bar abierto donde el viajero pueda ahogar la sed del cuerpo ni la del espíritu. Una luna pequeña y tímida arroja su tenue luz entre las hojas de los árboles de la plaza. Algunos jóvenes ociosos charlan y ríen en una esquina, ajenos al aburrimiento imperante. Se sabe que hay un molino de viento gracias a las farolas que lo iluminan, preservándole de la breve muerte que otorga la oscuridad.

De pronto un grupo de tambores rasgan el silencio sepulcral. Llegan desde la calle Antonio Machado y se pierden de modo progresivo en la paralela, dejando al pueblo sumido en el mismo mutismo de antes. Y otra vez vuelve a oírse el incesante discurso interior de una voz que no deja de parlotear. Hay lugares en los que parece que no sucede nada, pero si se sabe escuchar y se sabe ver se descubre que hay una realidad bullendo en sus sótanos. Al igual que en esos individuos silenciosos en cuyo interior se libran grandes batallas.

De regreso a la Casa de la Torre, el caminante constata que no es una hospedería más. Su interior alberga, y no por casualidad, un manuscrito políglota del Quijote, repleto de notas personales y de ilustraciones hechas por los propios amanuenses que le han ido dando forma con el paso de los años. La dueña de la posada lo pone a su disposición, orgullosa por ser la principal artífice del libro que ahora él sostiene en sus manos. Hay traducciones a más de sesenta y cinco idiomas. Coreano, árabe, griego, inglés, ruso…y otras lenguas que nunca antes ha visto escritas. Le llama poderosamente la atención una enigmática ilustración: La diminuta, casi imperceptible silueta del ingenioso hidalgo recortándose en lo alto de un precipicio mientras escudriña el vacío. Después de observarla durante unos cuantos minutos, y de hojear el resto del manuscrito con una mueca mitad asombro mitad curiosidad, el viajero vuelve a su habitación con cierta paz en el alma. Se hace un ovillo entre las frías sábanas intentando entrar en calor y, tras un largo rato sumido en sus pensamientos, se queda dormido.

A la mañana siguiente decenas de pájaros le despiertan con su dulce y despreocupado gorjeo. Luego, la maleta cerrada, un billete de autobús, una autopista y alguna carretera de tercera con maleza en las orillas. Mientras, a lo lejos, un coche levantando una humareda a su espalda atraviesa los campos de cultivos y se pierde en el horizonte sin que nadie más haya llegado a percatarse ni tan siquiera de su existencia. Solo los ojos del buscador con la mirada fija en la distancia, atravesando la ventanilla de cristales polvorientos. Y en el corazón, la determinación de seguir adelante, aunque solo sea un día más.

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