Desde pequeños, los primos escuchamos atentos las historias familiares que nos contaban nuestros tíos y padres, con la intención de que no se olvidaran; sobre todo, las relacionadas con Tarapacá, que fue territorio peruano perdido durante la Guerra con Chile en 1879.

Mi abuelo nació en 1865 y era peruano y tarapaqueño (o viceversa), hasta el tuétano. Explotaba minas de salitre heredadas de su padre, y estaba casado con una arequipeña (mi abuela), varios años menor que él pero de armas tomar; como lo atestiguaban sus ocho hijos, que recordaban con condescendencia algunos azotes recibidos en la niñez, y con añoranza, su buena mano para la cocina.

Todos crecieron y se formaron con un fuerte sentimiento patriótico, exaltado y reforzado por supuesto en casa, pues vivían en un ambiente hostil dentro de una tierra que seguían considerando propia, aunque ya no lo fuera.

Los hicieron llevar como una marca de fábrica, la palabra Irredento (que está sin redimir, perdonar o liberar), en sus documentos de identidad nada más nacer, y esa etiqueta la cargaron de por vida con orgullo, y a la vez con cierta tristeza y dolor.

*Yo misma vi a mi madre, intentar explicar muchas veces lo que significaba ser irredento al que lo preguntara, o incluso al que no le importara saberlo, sólo por la satisfacción de compartir esa parte de la historia del Perú, vivida además tan de cerca por ella*.

Disfrutaban contándonos que siendo niños , sus actos de insurgencia consistían en negarse a rendir tributo a los símbolos patrios chilenos, a pesar de que eso conllevó algunas expulsiones y visitas de Doña Clotilde a la Dirección del colegio, siempre apoyando a sus hijos por su valentía eso sí, y premiando su empeño luego.

En su casa se escuchaban a todo volúmen las notas del Himno Nacional de Perú, mientras lo entonaban a voz en cuello, de pie y con la mano en el pecho con la solemnidad que corresponde. En la calle seguro que también los escuchaban, exponiéndose a ser insultados o apedreados, aunque felizmente y para ser justos, a ellos nunca les sucedió algo así.

Mi abuelo daba trabajo a muchas personas, entre ellos peruanos, bolivianos y chilenos, por lo que tenían protección policial frente a su puerta y de alguna manera una situación «privilegiada» en medio de tanta convulsión. Junto con otros compatriotas, subvencionó la causa que tenía por misión recuperar Tarapacá, viajando a Estados Unidos para buscar apoyo de ese Gobierno, aunque no tuvieron éxito.

También ayudó con sus propios medios, a repatriar familias de peruanos sin recursos, dado que las condiciones se endurecían cada vez más y se hacía imposible y hasta peligroso seguir en Chile con la creación de grupos radicales, que los atacaban, quemaban sus casas y hasta los mataban.

Por todo esto mis abuelos y sus hijos fueron deportados al Perú al no claudicar ni traicionar sus ideales, cuando además, la presión para que optaran por la nacionalidad chilena era el único camino que quedaba si querían continuar viviendo en Tarapacá, situación imposible siquiera de considerar.

Los peruanos que retornaron a Perú, no fueron reconocidos como tales por sus propios compatriotas, y el Gobierno les asignó terrenos en una zona apartada de Lima, para que vivieran en unas condiciones no muy favorecidas y de alguna manera marginados dentro de su propio país. Mi familia se trasladó a vivir al otro extremo para comenzar una nueva vida, ya que mi abuelo se negó a recibir aquel terreno que más parecía limosna.

No tuve la suerte de conocer a mis abuelos aunque me los retrataron de forma impecable, y estoy orgullosa de pertenecer a ese tronco. A mi madre le rindo un tributo aparte, por enseñarme con el ejemplo, que la dignidad no se vende a ningún precio.

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