Hardboiled

La venganza y el cangrejo de río

El policía miró el atizador que atravesaba de lado a lado la cabeza del hombre muerto. Algo de seso colgaba del extremo más puntudo que asomaba por encima del pabellón de la oreja izquierda, y adherido a los tejidos, un breve fragmento de hueso.

Él y otro investigador daban vuelta alrededor del cadáver. Observaban con tanta curiosidad como desengaño. Leyeron una etiqueta que el cadáver tenía adherida a la frente. Decía: “Danza y Matanza”. El texto estaba impreso con tinta roja. Suponían que las palabras y el color de la tinta contenían un mensaje que debían descifrar.

Otros policías tomaban el asunto a la chacota. Jugaban con esas dos palabras y reían sin que hubiera para ello una explicación más o menos inteligente. Bromearon hasta que uno de los investigadores, seguramente el jefe de todos, los mandó a callar violentamente.

—Investiguemos qué nos quiere decir el asesino con las palabras “danza” y “matanza”. También si el color rojo de la tinta tiene algún significado. ¡Muevan el culo! ¡Inútiles!

Sus gritos despabilaron a la tropa que empezó a moverse para cualquier lado sin meditar a dónde debían dirigirse para hacer algunas averiguaciones. Luego todos, al unísono, detuvieron la marcha y miraron a cada uno de los investigadores esperando que ellos les dieran la respuesta de qué debían buscar.

El que parecía el jefe de todos ordenó:

—Quiero que rastreen quinientos metros a la redonda. Dos hombres en cada dirección, note, sur, este y oeste. Minuciosamente. No descarten nada. Yo decido qué sirve y qué no.

—Yo también decido –lo corrigió el otro investigador.

—De acuerdo. Consulten a ambos antes de proceder con alguna evidencia.

El segundo interrogador se dio por satisfecho.

—Trabajo en equipo –dijo y sonrió.

—Trabajo en equipo.

Auscultaron el cadáver. Esperaban la llegada de los forenses. Ellos se ocuparían de despostar al muerto en busca de pistas, hasta tanto ellos seguirían con su revisación.

El muerto era de talla pequeña. Tal vez de cincuenta años de edad. En este punto hubo una disidencia entre los investigadores. Uno, el que seguía pareciendo el jefe estaba seguro que el muerto era un cincuentón de buena condición física. El otro, un cuarentón envejecido prematuramente.

—Diez años no es nada –dijo el interrogador número uno.

—Veinte años no es nada –lo corrigió el otro.

—¿Qué sean quince? –ofreció el primero zanjar en quince la disputa.

—De acuerdo. Que sean quince. Buen promedio.

Los dos repararon en el tamaño de sus manos. Enormes para su talla. Como si fueran de otra persona. Incluso revisaron las muñecas dudando de que no fuera un injerto para desorientar la pesquisa. Comprobaron que se trataba de sus manos. No había fraude.

Luego de ellas, un antebrazo bastante bien formado seguía hasta un codo puntudo, muy redondo, un legítimo codillo de cerdo, pero de aroma pútrido y aspecto repugnante. El brazo demostraba que el hombre debió ser afecto a los deportes, bíceps y tríceps robustos que aún tenían suficiente vigor a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte.

2

Sorprendía que el cadáver se mantuviera en esa posición sedente. Los dos investigadores conjeturaban por qué no estaba en posición de cúbito dorsal, la más lógica a su entender, o de cúbito lateral, también posible. Para saber qué lo sostenía debían desnudarlo. Pero desistieron de esa posibilidad los dos al mismo tiempo y sin siquiera conversarlo. Era una tarea que dejaron para los forenses.

Revisaron nuevamente la cabeza del muerto atravesada por un atizador, repararon en los ojos salidos de sus órbitas y la boca entreabierta como tratando de explicarles algo. Uno de ellos pensó en aquello de que los muertos siempre tienen algo que decir. Pero este estaba mudo. Completamente mudo.

Un ruido de pasos los distrajo. Voltearon para observar de dónde venía el bullicio. Era uno de los grupos de husmeadores que regresaba donde ellos.

El investigador número uno se disgustó al verlos llegar. ¿Cuántos minutos habían transcurrido desde que salieron en rastrillaje? ¿Cinco? ¿Diez?

El hombre les gritó con inusitada violencia:

—¿Ya de vuelta? ¿Qué carajo pudieron rastrillar en tan pocos minutos?

—Nos dirigimos en dirección al norte, jefe.

—¿Debo felicitarlos por ello?

Uno de los policías alzó un maletín para que los investigadores pudieran verlo.

—¿Qué traés ahí? –preguntó con energía.

—Mírelo usted mismo, jefe.

—Traelo acá –ordenó.

El hombre se acercó lentamente. Mantuvo su brazo alzado sosteniendo el maletín. Era de tamaño regular, no parecía demasiado pesado, el policía lo alzaba con facilidad. De uno de los vértices del fondo del maletín, escapaba un juguito oscuro y repulsivo.

El husmeador lo apoyó en la tierra. El investigador, impulsado por la curiosidad, abrió el maletín y se asomó a su interior. El olor a podrido casi lo obliga a vomitar.

—¡Qué mierda es esto! –gritó.

El otro investigador se apartó del cadáver sorprendido por los gritos del colega. También observó dentro del maletín, pero aconsejado por la reacción de su camarada, no se agachó para ver. De pie, puedo observar dentro de la valijita unos trozos de carne y varios huesos mal seccionados. Parecían cortados con una sierra o una motosierra. No tuvo dudas. Se trataba de un descuartizamiento.

—¡Qué tenemos aquí, carajo! –gritó.

—Un cadáver y un descuartizamiento –dijo el investigador número uno.

Y agregó:

—Y una etiqueta pegada en la frente del muerto.

—Danza y matanza.

—La matanza está a la vista. ¿Dónde la danza?

—Danza macabra –dijo uno de los rastreadores.

El investigador números dos lo señaló sonriendo.

—Buena conjetura.

—Danza de la muerte –dijo otro por no ser menos.

—Interesante conclusión –aprobó el investigador número uno.

Danza macabra de la muerte”, gritaron los rastreadores a coro.

—¿Quién sería capaz de hacer semejante porquería?

El interrogador número dos preguntó sólo por decir algo.

—Sólo quienes aman mucho al dinero son capaces de estas repugnancias –le respondió el investigador número uno. Y estaba seguro de lo que afirmaba.

El grupo de husmeadores, en cambio, se dividió en dos bandos. Estaban los que apoyaban las palabras del interrogador número uno y los que la rechazaban.

—El dinero no es todo –dijo un husmeador que trató de ocultarse tras otro compañero–. rito satánico. Asunto de sacrificio humanos.

—¡Pavadas! –gritó alterado el investigador número uno–. El dinero es el amo del mundo. La religión el opio del dinero, su magnífica justificación. ¡Dios lo quiso! ¡Dios lo quiso! Y con eso se justifica cualquier crimen. El dinero es el verdadero Dios de todos los hombres. La religión se inventó para disimular la codicia. Quien ama el dinero por sobre todas las cosas, tiene en él su religión. Matar por Dios, que es matar por riqueza, todo lo justifica.

La vida es apenas una circunstancia, un pequeño y vulgar suceso que puede ser fácilmente alterado con un pequeño trozo de plomo que expulsa a gran velocidad un arma desde su boca, o el corte exacto de la filosa hoja de un puñal. También las cuerdas saben hacer lo suyo. Delgados alambres que cortan la carne con facilidad. O un empujón preciso a la altura precisa. Por dinero, decapitas a tu madre, descuartizas a tu hermano, incineras a tus hijos.

—Caín y Abel –remató el investigador número dos quien también estaba convencido que sólo la codicia explicaba siempre los crímenes más horrendos.

—No se discuta más –dijeron a coro los dos investigadores–. Esto ha sido realizado por un hombre codicioso, un amante del dinero.

Uno de los husmeadores introdujo un debate.

—¿El hombre que tiene el atizador atravesando su cabeza es el mismo que descuartizó a una o varias personas cuyos restos están en el maletín? ¿Luego se suicidó introduciendo por su parietal derecho el fierro ese?

—Buena deducción –dijo el interrogador número dos.

El investigador número uno pareció meditar sobre ese asunto.

—De acuerdo, son crímenes diferentes –se corrigió–. Uno, el hombrecito atravesado por ese viejo atizador. Dos, el o los descuartizamientos.

—Algo es algo –aprobó el investigador número dos–. Dos crímenes diferentes. Pero ¿los dos por codicia?

La teoría del investigador número uno no resistió esa simple pregunta.

—¡Apuesto a quien quiera! –exclamó desafiante–. Un crimen por codicia, otro por venganza.

Todos aprobaron esa afirmación. La investigación estaba en marcha.

3

Dixi atendió el portero eléctrico.

—Jugué bxc3.

—Cxe4 –respondió sin poder contener su carcajada–. ¡Maldito desgraciado!

—Entonces, juego Axe7 –“El Interrogador” dijo su jugada.

—¡Pasá! ¡Pasá! Afuera hace frío y no hay nadie que proteja la casa.

—Abrime, entonces. Tengo varios tiradores apuntando a mi nuca. Mi cráneo es demasiado frágil para el calibre esas armas.

Dixi no tardó en abrir. Hubiera abrazo a “El Interrogador”, pero no se animó. Le estrechó la mano y lo invitó a pasar al salón de lectura, donde solían jugar sus partidas de ajedrez.

—No estaba seguro si todavía recordarías la partida pendiente.

—Nunca olvido una partida –le respondió Dixi–. Todavía mi memoria es fresca.

—Seguro querrás saber por dónde anduve.

—No. Para nada. Somos seres libres, no tenemos por qué andar dando explicación de nuestros actos.

—De acuerdo, Dixi. Vos siempre fuiste el sabio y yo no voy a discutir con un sabio.

—¿Llevo tu valija a tu habitación? Todo está como lo dejaste.

—Gracias. Luego la llevo yo. ¿Algún mensaje para mí?

—Notas de Pablo reclamando su atizador.

—Viejo cabrón. No disculpa que el hombrecito ese le haya robado su viejo atizador.

—Escribió que era de su padre, de su abuelo, de su bisabuelo y hasta de su tatarabuelo. No era cualquier atizador, parece.

—Le compraré uno de oro.

—¡Seguro! ¡Quién no tiene un atizador de oro!

—Pablo, en su boliche “Las Tres Tabernas”.

—Debería devolverlo el hombrecito, así Pablo se serenaría. Se nota que ese hurto lo alteró.

—Dudo que el hombrecito pueda reintegrárselo.

—Los recuerdos familiares provocan ese afecto tan peculiar.

—Es la nostalgia –dijo “El Interrogador”– donde estuve también sentí algo así.

—¿Nostalgia? Qué extraño escuchar esa palabra en tu boca.

—Tuve varios tipos de nostalgias.

—¿Hay muchas? –Dixi estaba realmente intrigado con lo que el hombre le decía.

—Sí, muchas. En Salsipuedes sólo tuve tiempo para esas sensaciones.

—¿Estuviste en Salsipuedes? Tú sentido del humor es extraordinario.

—¿A dónde podía ir con el Sindicato pisándome los talones todo el tiempo?

—No pudiste elegir mejor lugar. La sierra es bella, muy bella.

“El Interrogador” pidió permiso para acomodarse en el sillón más cómodo de la sala.

—¿Cuándo tuviste que pedirme permiso para sentarte en el Chesterfield President?

—Sé que es tu preferido.

—Por eso dejo que lo uses.

—Y vos, ¿qué hiciste este tiempo?

—Leer, como siempre. Escuchar a Bach, como siempre. Cocinar, como siempre.

—¿Qué leíste, Dixi?

—Stieg Larsson y Hanna Lindberg.

—¿Millennium?

—Millennium.

—¿No eres lo que dicen de ti?

—No eres lo que dicen de ti. Alcoyana, alcoyana.

“El Interrogador” preguntó si aún tenía algún puro de reserva.

—Montecristo N° 4, Lancero de Cohiba o Partagás 8-9-8, elegí.

—¡Montecristo N° 4! –“El Interrogador” se mostró excitado por ese habano.

Dixi si dirigió a su habanera y del cajón superior izquierdo extrajo dos Montecristo.

—Perdón por mi grosería –se disculpó “El Interrogador”–. ¿Millennium en castellano?

—No, por supuesto.

—¿En sueco?

—La edición de Norstedts Förlag.

Dixi se anticipó a la siguiente pregunta.

—Det är inte vad de säger om dig.

—No hacía falta que lo dijeras.

“El Interrogador” preparó su habano y lo encendió con un chisquero que Dixi llevaba en el bolsillo de su pantalón.

Luego de exhalar el humo exagerando el placer del sabor del tabaco, volvió sobre la lectura del amigo.

—¿David Lagercrantz?

—No. Sólo Larsson.

—Vos tenés algo de Salander.

—Soy hombre.

—No me refiero al sexo. A la inteligencia.

—No soy hacker.

Dixi también encendió su habano y fumó con placer.

—¿Qué tal Salsipuedes? –preguntó.

—Lindo. Los del Sindicato me preguntaron por qué había elegido ese lugar de las sierras cordobesas. Les dije, “¿hace falta que se los explique?”. Tuvieron que reír conmigo. Paseamos juntos, era absurdo que me persiguieran a cien metros de distancia. Escapar no está en mis planes. Un anciano nos llevó por donde los tours no llevan a los turistas. Odio a los turistas, los odio con sinceridad.

—Lo imagino.

—Camino de sierra, rodeando lujosas estancias de políticos que se llenaron de plata robando el erario público. Esas cosas de siempre. Latrocinio igual tierras.

—La historia de la nación. Robo, exterminio, tierras. Una ecuación a la que nunca pudimos resolver.

Los hombres callaron mientras pitaban repetidas veces sus habanos. Dixi tomó coraje para preguntarle.

—¿Supiste?

—Sí.

——No tuvo nada que ver con la justicia –lo contradijo “El Interrogador”

—No tuvo nada que ver con la justicia.

—¿Black Road?

—¿Balcrrod? Vos no crees en él. Yo en cambio sigo tratando de recordar cómo era su aspecto.

—Hoy, como bienvenida, demos por cierto que existe. Si no fue Black Road, ¿tal vez «Los Comisarios??

—Sí, podría decir “tal vez”. Tal vez “Los Comisarios”. Quién lo sabe.

—El que lo ejecutó.

—Nadie puede trozar dos personas sin que nadie se entere. Secuestrar dos personas, encerrarlas, torturarlas, matarlas. Muy complicado para un solo tipo de no más de un metro y medio de altura.

—No exageres.

—Uno sesenta y no doy más centímetros gratis.

—Todo indica que no pudo ser trabajo de uno sólo.

—Sabés en qué cosas creo y en cuáles no. He matado mucha gente. Un disparo, una cuerda, un puñal. Es simple: liberaron la zona y el grupo actuó a la vieja usanza. Las artes criminales no han variado tanto después de todo. Nada extraordinario.

—Nada extraordinario salvo el litro de ginebra.

—Eso fue un exceso que no me perdono.

—La ginebra no merecía ese destino.

—¡Claro que no!

“El Interrogador” trató de poner su mejor rostro angelical, pero fracasó. Luego aseguró:

—No fue trabajo de un lobo solitario. Trabajo en equipo, ese fue un trabajo en equipo. Un grupo de tareas, como le decíamos antes. Ahora ya no sé ni cómo se llaman las cosas más sencillas. ¿Focus group? ¿Hocus pocus?

—Grupo de tareas, así se llamaba y se sigue llamando.

—El equipo te protege, sin equipo no hay sicarios.

—¿Y el asesinato del hombrecito despreciable?

—No sé. ¿Un acertijo? ¿Quién mató al pequeño hombrecito? Minuto Odol en el aire. Pero es una pregunta que no me interesa responder.

—Larsson lo haría.

—Pero Larsson ya murió. Con él murió Salander y Blomkvist. Vas a tener que buscar otros que se interesen.

—Si viviera Ladilla a ella le preguntaría.

—¡Ladilla! ¿La extrañas?

—Seguro. Era una amiga.

—La andropausia todavía no me ha llegado. Yo también la extraño.

4

Los rastreadores que se dirigieron en dirección sur se alejaron mucho más allá de los quinientos metros que les indicaron sus jefes. Casi tres kilómetros caminaron buscando evidencias.

Llegaron a un pequeño monte que llamó su atención. Lo advirtieron desde lejos. En medio de ese descampado el montecito parecía una incrustación caprichosa de la naturaleza. Desde la distancia en que se hallaban resultaba imposible ver que había escondido tras la espesura.

En el soto predominaban las jarillas y hacia su interior árboles que formaban un círculo perfecto, describiendo una empalizada. Dentro del círculo formado por los árboles, se alzaba una especie de tapera. El aspecto de sus paredes exteriores sugería un largo tiempo de abandono, pero sus puertas y ventanas contrastaban con esa impresión. No parecían tan antiguas y daban la sensación de ser sólidas.

Los hombres, como pudieron, pasaron la tupida línea de arbustos y recorrieron la arboleda en busca de una entrada hacia la tapera. Del lado opuesto por el que llegaron la encontraron. Trataron de ingresar al rancho, pero no lo pudieron lograr. Sus cuatro ventanas, dos en cada lateral, y sus dos puertas, una al frente y otra al fondo del rancho, estaban completamente selladas. Su impresión inicial fue correcta. Puertas y ventanas eran sólidas. Trataron de forzar las puertas empujando los dos al mismo tiempo, pero no las lograron abrir. Decidieron volver para informar a los jefes y esperar sus órdenes.

Los dos rastreadores de regreso observaron a lo lejos la morguera. También a un grupo numeroso de forenses y de la policía científica trabajando en el lugar siguiendo las indicaciones de los investigadores. Desde donde estaban, hicieron señas para llamar la atención de los jefes. Uno de los forenses les indicó a los investigadores que dos hombres requerían su atención.

El investigador número advirtió su agitación; sospechó que los hombres habían hecho algún hallazgo. Con un ademán les indicó que regresaran donde el grupo.

El investigador número dos estaba pendiente del retiro del muerto Los forenses le informaron que creían que el cadáver estaba atravesado en su interior por una varilla tal vez metálica, porque no era posible acomodarlo en posición de cúbito dorsal. Su manifiesta rigidez no se correspondía con el estado del cadáver ni el tiempo transcurrido desde su muerte.

Debieron cargarlo en posición sedente y sujetarlo con unas correas para que no se tumbara al poner en marcha la morguera. En la autopsia, horas después, se comprobó que esa sospecha era correcta. El hallazgo demostró que el cadáver fue preparado para que se lo hallara en esa condición.

Los rastreadores llegaron donde sus camaradas. Informaron a los investigadores del hallazgo.

—¿Una tapera? –preguntó el investigador número uno.

—¿Una tapera? –también preguntó el número dos.

—Sí señores. Así nos pareció en un primer momento. Pero las puertas y ventanas no son tan antiguas y están en perfecto estado. No logramos forzarlas para revisar el interior. Están completamente selladas.

— Así que no pudieron entrar –dijo el investigador número uno.

—Entonces no pudieron entrar –repitió el número dos.

—No señores. Puertas y ventanas totalmente selladas.

—Extraño para una tapera.

—Muy extraño.

—Si señores. Muy raro.

—Traigan las barretas –ordenó el investigador número uno.

—Traigan la pata de cabra –ordenó el número dos.

Los hombres retiraron de una camioneta unas largas y gruesas barretas de hierro y una pata de cabra de 24 pulgadas para forzar la apertura de las puertas.

Todos los rastreadores y los dos investigadores se dirigieron guiados por los dos hombres que hicieron el hallazgo. A pocos metros el investigador número uno ordenó a todos detenerse. Se quedó largos minutos observando la forma del bosquecillo.

—Ese monte no es natural –dijo con autoridad el número uno.

—No lo parece –acotó el número dos.

Uno de los rastreadores, paisano de la llanura, coincidió con los jefes.

—Están en lo correcto, señores. Esas jarillas no son de esta zona. Y la arboleda fue plantada para que creciera formando un círculo cerrado.

—Antes de entrar a la tapera quiero que revisen mil metros en torno al montecito.

—¿Mil metros? ¿Será suficiente? –dudó el investigador número dos.

—Creo que será suficiente.

—¿Sospecha? –preguntó el investigador número dos.

—Sólo intuición. Todo me resulta demasiado artificial.

—Es todo muy artificial. El muerto, el rancho, los arbustos, los árboles.

—Qué buscamos ¿cámaras?

—No. Si se tratara de cámaras serían nuestras o conectadas a nuestro sistema. Es fácil averiguarlo. ¿Tenemos prismáticos? –preguntó el número uno.

—¿Tenemos prismáticos? –preguntó el número dos.

—No señores.

—Rastreen la zona e informan qué encuentran.

—Nos informan a los dos.

—¡Por supuesto! ¡A los dos!

El investigador número uno le hizo una seña a su colega.

—Vamos a echar un vistazo al montecito.

Allí fueron los dos hombres.

5

—En Salsipuedes, una vieja que no supe quién era ni por qué me dio esa información, me dijo que la muchacha no se llamaba Macholah.

—Amigo, viejas chismosas hay en todos lados –respondió Dixi tratando de parecer gracioso.

—Pero no cualquier vieja chismosa sabe de una tal Macholah y que yo podría estar vinculado de algún modo a ella.

—Ester; tiene que haber dicho que se llamó Ester –Dixi luego de confesar ese nombre aspiró el humo con fuerza.

—¿Lo sabías?

—Supongo que me enteré al mismo tiempo que vos.

—¿Entonces?

—La gente usa nombres de fantasía con los que se identifica más plenamente que con los propios.

—Puede ser –“El Interrogador” miraba en dirección al piso como si la conversación con Dixi no le interesara.

—Ester, o Macholah, y Telomián. Nada que sepamos de ellos les devolverá la vida.

—Eso no tiene importancia. Es puro sentimentalismo, el mismo que me obligó a dejar esta casa y vacacionar con el Sindicato en mi alforja.

—No quiero discutir el asunto.

—Lo que quiero saber es cómo llegó esa muchacha al villorrio y tras ella el hombrecito. Porque sólo sabiendo cuál fue el camino que recorrió ella y tras ella el sicario, podré comprender quién estuvo detrás de esto todo el tiempo. Mi duda es si el hombrecito mató a los muchachos para provocarme y luego otro lo ejecutó para silenciarlo, o el mismo asesino se hizo cargo de los tres y fabricó una escena para inducir al engaño. Tengo claro que el objetivo siempre fue el mismo, hacer que yo violara la ley del Sindicato para que fuera el Sindicato quien me ejecutara. De ese modo mi muerte sólo sería un incidente contemplado en algún inciso de algún artículo del reglamento de los buenos sicarios. Una venganza ejecutada por un intermediario que ignoraría por completo la razón verdadera de estos hechos.

—¿Buenos sicarios?

—Un modo de hablar. Podría haber dicho “de los sicarios disciplinados”.

—Bien. ¿Y cómo es que vas a despejar esa duda?

—No puedo ser yo quien describa los hechos, el Sindicato no permitirá que meta mis narices en este asunto. Habrá que esperar que otros que se están ocupando del asunto nos los permitan conocer.

—¿Homicidios?

—Homicidios. Un cadáver y varios fragmentos de dos cuerpos excitan a los de Homicidios a investigar para comprender el crimen más allá de que la verdad nunca trascienda. Mucho cadáver los estimula. Es como si el olor a descomposición los despabilara de su modorra burocrática.

—Entonces deberemos esperar a que los detectives nos revelen la verdad de esas muertes.

—No la verdad, la verdad es otro asunto –corrigió “El Interrogador” a su amigo–, los hechos es lo que vamos a conocer por ellos o parte de los hechos. Luego nosotros llegaremos a la verdad si es que la verdad todavía nos interesa.

Dixi sugirió beber ron.

—¿Ron? –preguntó “El Interrogador” mientras su boca se hacía agua.

—Ron Havana Club.

—¿Máximo oscuro?

—Extra añejo.

—Te amo Dixi, honestamente te amo. Te amo como se aman los hombres que beben ron cubano y fuman exquisitos Montecristo N° 4. A lo Hemingway pescando tiburones.

—¡Hemingway! ¡Qué osadía!

—Gran bebedor, gran fumador.

—Él fue un gran escritor, vos apenas un interesado. En cambio, creo que nunca voy a poder enamorarme de un tipo como vos. Tu modo de entender la honestidad me desestabiliza.

—Entiendo, soy honesto, brutalmente honesto –aceptó el sicario–. Y te gano al ajedrez más veces de las que vos podés hacerlo. Espero, eso sí, que ninguno de los dos nos volemos nuestras cabecitas de un escopetazo. En eso no seguiré a Hemingway por nada del mundo, antes me iré a vivir a Salsipuedes y me llevaré al Sindicato en mi mochila.

Dixi abandonó la sala y se dirigió a la bodega. Al rato volvió con la botella de ron en sus manos.

—Vamos a brindar por la verdad.

“El Interrogador” quedó algo confuso por la propuesta.

—Creí que brindaríamos por algo mejor.

—¿Como qué? –preguntó Dixi mientras servía en dos bellos vasos tallados artesanalmente una buena cantidad del exquisito ron.

—Mi regreso, por ejemplo.

—Bueno, que sea por tu regreso y con él, el encuentro de la verdad.

Brindaron rozando apenas los vasos. Los dos saborearon el ron y pitaron con fuerzas sus habanos que volvieron a impregnar el ambiento con sus perfumes de tabacos tropicales.

6

—¡Malditas puertas de mierda! –gritó el investigador número uno.

—¡Así no las abriremos nunca! –dijo el número dos. dos gruesas gotas de sudor caían de su frente. Ni todos los hombres jalando al mismo tiempo pudieron hacer ceder la cerradura de ninguna de las dos puertas.

Mandaron llamar al cerrajero.

—¡Que venga San Pedro! –reclamó el investigador número uno.

—¡Que traiga ya mismo todas las llaves del reino! –exigió el número dos.

Por Nextel pidieron a la central que enviaran al cerrajero. San Pedro, como lo habían bautizado porque no había cerradura que él no pudiera abrir. Por las buenas o por las malas. Pero nunca lo había derrotado ninguna cerradura. Era el verdadero rey del escruche y tenía todas las llaves de todos los reinos.

Dos rastreadores fueron a su espera. El hombre llegaría en su automóvil donde aún estaba la morguera. Los forenses estaban completando algunas diligencias antes de partir con el cadáver a la morgue. Cuando arribara, lo guiarían hasta el montecito.

Llegar desde la central le llevó unos cuarenta minutos. Todo ese tiempo los rastreadores fumaron y bebieron unos cafés que le ofrecieron los de Científica. Ellos siempre iban bien provistos porque sus trabajos solían durar muchas horas. No sólo se trataba de embolsar un cadáver en una bolsa negra. Había que recoger evidencia que llevaba muchas horas ubicar y preservar.

Cuando San Pedro llegó, de inmediato lo llevaron hasta el montecito donde aguardaban los investigadores.

Descendió del automóvil cantando unos versos de un tango de Pontier.

—“Tú la conoces bien, esas es la puerta” –entonó–. A sus órdenes, señores, llegó San Pedro.

Estrechó las manos de los investigadores.

—¿Tienen problema con una cerradura? –preguntó para que lo adulen.

—Sabemos que usted la abrirá sin inconvenientes.

—Sabia decisión la de ustedes. Aquí está el hombre al que ninguna cerradura se le resiste.

Observó las dos puertas detenidamente.

—Estas puertas están blindadas –dijo luego de su observación–. ¿Qué guardarán aquí dentro? Una tapera, dos puertas blindadas. Gente rara en este mundo criminal.

—Gente rara, seguro –el investigador número uno apoyó las palabras del cerrajero.

El hombre extrajo algunas herramientas de un pequeño maletín que traía consigo. Pocos segundos después la cerradura cedió a sus maniobras.

—¡Listo, señores! ¡Qué les dije!

—¿Quiere quedarse para saber qué guardan en esta tapera?

—Será un placer, señor. Siempre me pierdo la mejor parte. Abro la puerta y me despachan al toque, como se echa a un perro al que ya no se quiere.

—¡Linterna! –reclamó el interrogador número uno.

—¡Linterna! –respondió un rastreador que se la acercó al jefe.

—Todos preparen sus linternas y sus armas.

—¡Armas listas! –gritó el investigador número dos.

—¡Armas listas! –todos los hombres respondieron menos el cerrajero, quien no llevaba consigo el arma reglamentaria.

—¡Silencio! –gritó el número uno. Todos callaron.

El investigador número uno abrió la puerta suavemente, tan sólo uno o dos centímetros. El olor a carne muerta lo golpeó de lleno en la cara. Giró tratando de esquivar el perfume nauseabundo de la carne podrida.

Por esa pequeña abertura se podía ver que el interior de la tapera estaba a oscuras. Alumbró con la potente linterna militar. No sintió ningún movimiento, tampoco escuchó ruido alguno. Apartó un poco más la puerta. Podía ver con más facilidad parte del interior. Cuando se convenció que adentro no había nadie, empujó la puerta y la abrió completamente.

Los hombres debieron retroceder. El olor a podrido fue insoportable. Todos se cubrieron las narices y la boca con sus pañuelos o con sus corbatas. En el extremo opuesto a la puerta de entrada, a casi tres metros de distancia de la del fondo, había como una mesada de la que se podía apreciar el mármol blanco y sobre él herramientas. Todo estaba salpicado de sangre.

En la pared que estaba a la derecha de la entrada, cadenas amuradas que en su extremo tenían fijados gruesos grilletes.

El investigador número uno dio dos pasos dentro de la tapera. El número dos lo siguió de cerca. Iluminó la pared que estaba a la izquierda de la entrada. En pintura roja y filete negro, estaba escrito con letras enormes “Blacrrod”.

—¡Blacrrod! –exclamaron todos al unísono, menos el cerrajero que no tenía la menor idea de quien hablaban.

—¿Blacrrod? –preguntó ingenuamente.

Hubo un largo silencio.

—Sí, Blacrrod –le respondió el investigador número uno–. ¡Blacrrod! Esto sí que no me lo esperaba.

7

—Todo esto es un asunto divino –Dixi le explicó qué pensaba de la aparición de Macholah o Ester, como finalmente se supo que se llamaba.

—¿Divino? –“El Interrogador” estaba ensimismado en sus propias deducciones cuando la afirmación de Dixi lo distrajo.

—Un acto de Dios.

—Dixi, dios no existe. No es posible.

—Bueno, si no es dios, quien fuera.

—¿Por qué lo decís?

—La música, las aves, la danza, la muerte, el violinista.

“El Interrogador” permaneció indiferente sumido en sus pensamientos.

Dixi notó su apatía. Era evidente que la suerte de los dos jóvenes no le interesaba en lo más mínimo.

—¿Nada de ellos te interesa?

—No. No es asunto mío. De ese villorrio lo único que aprecio son los mensajes de Pablo.

—¿Nada más?

—El asunto del atizador. Lamento que a Pablo le hayan hurtado el atizador que heredó de su familia.

—Si no podés tener empatía con un ser humano por lo menos deberías comprarte un gato blanco como el de la loca de La Castañeda.

—¿Quién?

—La que encerraron en el manicomio.

—No tengo idea de quién me hablás.

—Así podrías conversar con el gato blanco. Él te podría decir de todo lo que ocurre en el villorrio sin tergiversar un solo hecho.

—Voy a tenerlo en cuenta –“El Interrogador” creyó que con esa promesa la conversación sobre la empatía y el gato blanco llegaría a su fin, pero Dixi no se conformó con esa respuesta.

—Llegué a creer que vos fuiste el que mató al hombrecito para vengar a Ester y Telomián.

—¿Yo? ¿Por qué habría de hacer algo así? ¿Cuándo maté por venganza?

—Cuando ejecutaste a “El Intermediario”.

—No fue por venganza, Dixi, fue en defensa propia. Vos sabés que no puedo ejercer más mi profesión, el Sindicato me lo prohibió. Yo no maté a nadie más desde que le volé la cabeza a ese desgraciado alcahuete de Blacrrod.

—Lástima. Ese acto de justicia te habría mejorado como persona.

—No soy mejorable. No a esta altura de mi vida.

—Falta que ahora me digas tu nueva movida de la partida de ajedrez.

—Si es eso lo que querés, no hay problema. Como vos vas a jugar Db6, yo responderé con Ac4.

Dixi sonrió, pero de fastidio.

—Iba a mover Db6. ¿Dedujiste mi movida?

—Intuición.

—¿Tu intuición no te dice nada de lo que encontraron?

—No. Nada.

—Se comenta que los investigadores descubrieron un reducto de Black Road.

—¿Qué jugás, Dixi?

—Cxc3.

—¡Bien! Ac5, entonces.

—Dicen que en una pared estaba pintado su nombre en aerosol rojo fileteado con negro. “Balcrrod”, un grafiti enorme en ese reducto lleno de sangre y carne podrida.

—Ac5, dije.

—Tfe8, ¿es correcto?

—¿Lo de la sangre y la carne podrida? Puede ser. El cuerpo humano se descompone rápidamente. ¿Cómo supiste todo eso?

—Espero tú movida.

—Rf1. Te pregunté cómo supiste de esos descubrimientos.

—Vamos, hombre. Sabés que tengo contactos en todos lados. Basta que llame a “X” persona para que me diga qué pasó en ese descampado. Todos me deben favores. Incluso los investigadores. Muevo Cc3 y me voy a cocinar.

—¿Qué comeremos hoy?

Dixi se alzó de hombros y suspiró como si estuviera apenado.

—Cangrejo de río. Hermoso cangrejo de río.

—Por un momento temí que fuera gato blanco de la loca de La Candelaria.

—No. Cangrejo de río. Hermoso cangrejo de río.

—¿Cómo lo conseguiste? No supe que hicieras ese encargo.

—Lo mandó Pablo en tu honor. Quería homenajearte, dijo que lo tomaras como un obsequio de Las Tres Tabernas.

—Qué bueno. Adoro el cangrejo de río.

—Como se sirve en plato frío prepararé alguna guarnición. ¿Qué preferís?

—Cangrejo relleno.

—Que sea relleno, entonces.

—Elegí vos el vino.

“El Interrogador” sonrió satisfecho. Su mayor preocupación en ese momento era que una mala elección del vino echara a perder un plato exquisito como el cangrejo de río relleno.

Dixi se encaminó hacia la cocina. De lejos escuchó que “El Interrogador” le preguntaba qué vino prefería.

—¿Blanco o tinto?

Alzó la voz y dijo:

—Lo que vos elijas para mí estará bien.

8

“El Interrogador” no sabía a qué atenerse. Dixi por momentos descreía de la existencia de Blacrrod y al instante hablaba de él como de un fantasma. Fue él quien le hizo notar de que nadie podía describir la apariencia del demente del Camino Negro. Cuando él mismo trató de recordar su aspecto no pudo, y, lo más importante, ni siquiera estaba seguro de haber tratado realmente con ese desquiciado cuando tuvo que interceder para que otros sicarios pudieran hacer sus trabajos sin inconvenientes. Cualquiera podía haber dicho que era Blacrrod y no serlo. Fulano, Mengano, Zutano. Podía pudo haber sido cualquiera.

La mujer que supuestamente Blacrrod entregó a la banda de “Los Comisarios” para saldar el conflicto que se produjo entre las dos pandillas, estaba desaparecida. Ella era una de las últimas personas de quien se creía había estado con el príncipe del Camino Negro. Se habló de ella como su amante. “El Interrogador” no podía recordar su nombre. Dixi, con seguridad, sí lo recordaría.

Ella bien podría haber brindado una descripción del temido criminal. ¿Tal vez la desaparecieron para que no pudiera contar la verdad sobre él? Los únicos que se jactaban de haber estado cara a cara con Blacrrod eran “Los Comisarios”, y creer en ellos, para él, era como creer en la virginidad de la virgen. Imposible.

Dixi debía resolver esa contradicción que manifestaba sobre Blacrrod. O creía en él o no. Eso no resolvería el asunto del supuesto crimen de los dos jóvenes. Pero ayudaría a precisar quién o quiénes estaban detrás de todas esas provocaciones en su contra.

Por su parte, había llegado a la conclusión de que Blacrrod podía ser muchas cosas menos quien decían que o quien era.

Él sabía lo que era matar. No era asunto de loquitos desquiciados, de degenerados con deseos de andar asesinando gente sin ton ni son, bebiendo sangre y descuartizando personas. Eso, a su entender, era una completa fábula.

Él era un maestro en el asesinato por encargo. Sabía cómo estaba organizado el homicidio como negocio. Lo que rinde cada mortal transacción. Y también sabía de todos los “peajes” que había que pagar para poder ejercer la profesión. Eso era lo que tanto encarecía el servicio. Jueces, fiscales, comisarios, policías de menor rango, pelafustanes, alcahuetes, todos vivían de la coima que había que pagar para poder hacer el trabajo sin mayores inconvenientes.

Siendo tan buen conocedor del negocio, nadie lo convencería jamás de qué justo en medio de un despoblado, de un páramo pelado, a kilómetros de distancia tanto de la ciudad como del villorrio, un montecito artificial plantado para esconder una tapera con puertas blindadas, era el refugio de un desquiciado de nombre Blacrrod. Entre ese descampado y el territorio que supuestamente controlaba Blacrrod, había casi doscientos kilómetros de distancia. Imposible, tanto como creer en la palabra de la banda de “Los Comisarios” y en la virginidad de la virgen.

No tenía dudas de que ese tugurio pertenecía a alguna fuerza policial. De eso estaba seguro. Quién murió ahí dentro, si es que había muerto alguien, no podía saberlo. Y todas las averiguaciones que hizo con todos sus contactos dieron el mismo resultado. Nadie sabía ni del tugurio ni de los supuestos muertos y desmembrados.

Repasó los hechos. Un hombrecito llegó al villorrio. Alquiló una habitación en Las tres Tabernas. Empezó a crear problemas, reclamando información para dar con su paradero. Él tipo quería un encuentro con quien asesinó a su amigo, “El Intermediario”. Decía que todo lo que buscaba era vengarse del asesino de su amigo.

Apareció una muchacha que se hacía llamar Macholah, pero cuyo nombre verdadero era Ester. La muchacha había llegado al villorrio tiempo antes. Dicen que cuando ella llegaba sonaba una música, y que esa música era la primera advertencia que hacía Muerte antes de aparecer para llevar al condenado de turno. Ridículo. absolutamente ridículo.

También estaba un muchacho con un nombre estrafalario. Telomián, nombre que, según Dixi, correspondía a una vieja nación originaria.

Telomián, Macholah y el hombrecito despreciable giraban alrededor de un solo nombre, “El Interrogador”, a quien uno buscaba, el hombrecito, y dos protegían, los jóvenes.

Luego el hombrecito, Ester y le muchacho discutieron y casi llegan a pelear. Él los amenazó y poco después evaporaron los tres. No quedó ni un rastro de alguno de ellos. Junto con ellos, desapareció el canto de las aves y el querido atizador de Pablo que había heredado de sus ancestros y por el que no dejaba de reclamar.

Dixi le exigía que tomara cartas en el asunto. Más que eso. Reclamaba que buscara al hombrecito y lo asesinara para vengar la supuesta muerte de los jóvenes. Como se había puesto algo cargoso decidió tomarse unas pequeñas vacaciones. Se fue a Salsipuedes. Buscó ese lugar porque así era su vida desde que el Sindicato le prohibió seguir trabajando y lo tenía baso su control Salsipuedes de esa vida. Si lo intentas y fracasas, el Sindicato te asesinará por haberlo intentado. Salsipuedes. “No, no puedo”, respondería él; o en su defecto, “que al cabo no está en mis posibilidades”. Mejor dicho “no, no quiero”; o en su defecto,” que al cabo ni me interesa de cabo a rabo”.

Esos eran los hechos.

En su contabilidad no entraban partidas de ajedrez, cigarros, vinos y otras exquisiteces con que Dixi lo agasajaba todo el tiempo.

Hablaría con Dixi, después de todo era lo más humano que le quedaba en su vida. Los humanistas suelen ver a través de las oscuridades del alma. Y la suya era negra, muy negra. Una conversación con el amigo tal vez lo ayudaría a comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor.

9

Lo de la excavadora pareció ridículo. Extraordinariamente ridículo. Pero el investigador número uno, quien al final pareció ser el verdadero jefe, ordenó que trajeran esa monumental máquina para escarbar por toda la zona aledaña a la tapera de puertas blindadas. Dijo que en ese páramo debía de haber decenas de muertos sepultados.

El investigador número dos se abocó a trabajar con los forenses. Trozos de carne en tubitos de ensayos, isopos con un líquido rojo que se presumía era sangre, pelos, dientes, pellejos, todo lo que permitiera despejar los ADN de los NN, hasta entonces, para luego contrastarlos con los datos que arrojara la autopsia del cadáver del pequeño hombrecito.

En poco tiempo el lugar pareció un campo de batalla que había sufrido el bombardeo del órgano del Tío Pepe contra las posiciones de Wehrmacht. Lleno de agujeros por donde se mirase. Un verdadero caos. Pero cadáveres, ni uno. Ni una uña, ni un bigote, nada. Todo estaba exageradamente limpio, como si alguien se hubiera ocupado de limpiar la zona y borrar toda evidencia criminal.

El hombre se sintió realmente defraudado. Hubiera apostado diez a uno que allí hubo un campo santo donde mafiosos de distintas épocas se dedicaron a descartar a sus víctimas. Cuando se lo interrogó de por qué ordenó cavar en todo el descampado, dijo “tuve una epifanía”, algo que nadie podía discutirle.

Pero no fue sólo la epifanía lo que lo llevó a tomar esa decisión. Sus informantes le hacían llegar a través de los rastreadores algunos mensajes que estimularon su fantasía. Le hablaron de miembros sepultados y de algunas cabezas ilustres que allí yacían esperando que fueran rescatadas de ese entierro clandestino. ¿Jugaban ellos con su ignorancia? Era posible. El sentido del humor de los informantes era fenomenal. Después de todos, ellos solían gozar de cierta impunidad amparados en que eran los únicos capaces de obtener informaciones cruciales para resolver, o no, casos criminales. Si lo embaucaron, nunca lo sabría.

Entre todas esas informaciones que le llegaron con posterioridad al descubrimiento de la tapera de puertas blindadas, fue la del nombre real del hombrecito muerto aparentemente por un atizador que le atravesó su cabeza. Se llamó Santo o Santos Pervers. Una genuina contradicción. El cadáver tuvo nombre, lo que no era poco. Tal vez eso les permitiera a los dos investigadores aproximarse a la personalidad del muerto.

Los dos investigadores se alejaron a prudente distancia de las perforaciones temerosos de no caer en una de ellas y quedar ahí atrapados. Algunas eran muy profundas. Caer dentro de uno de esos pozos podía equivaler a romperse la columna y quedar cuadripléjico de por vida. O caer de cabeza como en un clavado olímpico y quedar descerebrado.

—¿Nada? –preguntó el investigador número dos mirando los pozos.

—Ni un hueso.

—Extraño.

—Muy extraño –los dos se encogieron de hombros al mismo tiempo.

El investigador número uno le entregó al número dos un papel en el que estaba escrito el nombre del muerto.

—¡Pervers! –exclamó.

—¿Lo conocés?

—Seguro. Santo Pervers.

—Hay una contradicción entre el nombre y el apellido.

—Una humorada paterna. Su padre fue amigo de mi padre. Supe que el hombre tuvo una docena de hijos, pero yo sólo los conocí por su nombre, nunca estuve con ellos porque mi padre no me lo permitió. Todavía los recuerdo perfectamente, mi padre me obligó a recordarlos por orden alfabético.

—¿Y por qué hizo eso?

—Lo ignoro. Yo sólo obedecía. Hasta hoy podría recitar sus nombres sin olvidar ninguno. Santo Pervers, el pequeño granuja que robaba a las ancianas.

—Santo Pervers.

—Así es.

—¿Algo más que sepas del muerto?

—Decían que era un tipo muy vinculado a “La banda de los Comisarios”. Es más, mi padre, que fue comisario, creía que él era miembro de la banda y por eso se había enriquecido muy rápidamente. Tal vez por eso no quería que yo lo frecuentara. Mi destino no estaba en servir a la pandilla de los comisarios.

Según mi padre, Santo Pervers se ocupaba de liberar las zonas para que la droga circulara sin inconvenientes hasta sus destinos de consumo interno o de exportación.

—¿Exportación?

—Exportación, como lo oís. Exportar para ganar mercados. Aunque no es algo tan sencillo para un país de los confines del mundo. Podemos no volver a ser el granero del mundo, pero estamos en perfectas condiciones de ser el proveedor de merca de medio planeta. Los tiempos cambian, cambian los negocios. Ya se sabe cómo es esto del capitalismo.

El investigador número uno permaneció en silencio un buen rato. El número dos lo observaba con una sonrisa para nada provocativa.

—¿Qué pasa número uno?

—Santo Pervers. “La banda de los Comisarios”. Blacrrod. No entiendo cómo encaja ese cadáver en esta historia.

El investigador número dos convocó a todos los rastreadores para abandonar el lugar. Antes de marcharse le dijo a su compadre:

—¿Y a quién le preocupa eso?

10

Un cadáver con una etiqueta pegada en la frente. En la etiqueta, Danza y Matanza impreso en tinta roja.

Una tapera con puertas blindadas y en su interior, sangre, restos de tejidos, una mesa para disección, dos grilletes y un inmenso graffiti de Blacrrod.

Blacrrod escrito en letras rojas y filete negro. ¿Un altar del príncipe del camino negro?

Un cadáver con nombre, un nombre y un apellido que se contradecían entre sí.

Un maletín con restos humanos dentro. Carne y hueso en estado de putrefacción.

“La Banda de los Comisarios” y la lucha por el monopolio del tráfico de estupefacientes.

¿Qué era verdad de todo aquello y qué engaño? Tan importante como saber la respuesta a esas preguntas era comprender para qué todo aquello. ¿Tendría explicación? ¿él la hallaría?

Lejos de las cavilaciones del investigador número uno, tanto “El Interrogador” como Dixi se hacían esas y otras preguntas.

Una muchacha de nombre Ester pero que se hacía llamar Macholah, “la danza”.

Un joven impetuoso llamado Telomián, nombre de un antiguo jefe querandí muerto en la batalla de La Matanza.

La llegada de un pequeño hombrecito desafiante y altanero a La Tres Posadas reclamando la presencia de “El Interrogador” para vengar la muerte de su ¿amigo? “El Intermediario”.

La Muerte que llegaba al villorrio precedida de un perfume misterioso.

Una lánguida música que salía del mefistofélico violín de un discípulo de Saint-Saëns.

La voz de Jean Lahor salida de un pequeño agujero en ese espacio del tiempo, que repetía a los gritos «Zig y zig y zig», la cadenciosa muerte llama, con el talón de su pie, a una tumba. La muerte, a media noche, baila, «Zig y sig y zag», sobre su violín.

Los jóvenes y el pequeño hombre desaparecidos. El hurto del atizador de Pablo.

El silencio de las aves. Su desbandada en busca del canto perdido.

El hallazgo del cadáver del hombrecito con un atizador atravesando su cabeza. La etiqueta en su frente con la inscripción “danza y matanza” impresa en tinta roja.

La tapera con su sala de torturas en medio de un montecito artificial.

El cangrejo de río que se serviría en la cena. ¿La venganza? Tanto “El Interrogador” como Dixi comprendieron qué significaba el envío que hizo Pablo para agasajar a “El Interrogador”. Ya lo dice el refrán:

La venganza y el cangrejo de río se sirven en plato frío.”

Descifrar esos acertijos les resultaba a los dos más interesante que su partida de ajedrez inconclusa.

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