Llevaba más de veinte años perdido en aquel lugar sin nombre del Himalaya. Si seguía vivo era porque Dios había tenido la brillante idea de castigarme en una pared pletórica de hielo que ignorase la ira con la que clavaba los crampones. Apenas faltaban diez metros para superar aquella tiranía vertical. Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno.
Y llegué a la cima. Allí estaba, a las puertas del banco, a escasos metros de un nuevo día en aquel trabajo. No puedo odiarme más.
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