El cuarto diablo

El cuarto diablo

Aloïs Cohen

11/02/2019

I. Miércoles

Por causa de los antibióticos no podía consumir licor, y a esa hora, qué bien me hubiera venido un whiskey o un bourbon, doble, puro, sin hielo. Lo hubiera saboreado lentamente, al calor de una melodía de Miles Davis o de Thelonious Monk. Hubiera leído unas páginas de Kafka (de las que casi recito de memoria por tanto leerlas) o me hubiera visto por enésima vez Casablanca. Pero podría recaer en la infección. Qué lástima, porque hubiera sido lo único que me habría ayudado a conciliar el sueño.

Llevaba tres noches largas sin dormir y ya era justo que lo hiciera, pero a esa hora no podría conseguir ni un Valium; ni siquiera unas gotas de valeriana. Ya pasada la media noche me sentí agotado y me alisté para caer en brazos de Morfeo. Pero una vez en la cama, aunque seguía sintiendo cansancio, el sueño se disipó como el humo de un disparo. Con la luz apagada, mi mente trataba de reconocer las grietas del techo, identificando formas de duendes y otras criaturas, adivinando sonrisas, paisajes, invocando viejos recuerdos… y de pronto reconocí un rostro. Ojos, nariz, labios sonrientes. Era el cúmulo de todas las grietas que alcanzaba a ver desde mi posición en la cama. Me incorporé un poco para ver más, febril, curioso, empujado por lo que yo pensaba que era una casualidad o un producto de mi imaginación. Quise encender la luz, pero temí que ya no pudiera reconocer la forma si no la hallaba con la iluminación que creía apropiada. Sin embargo, cedí y la encendí, tanteando la mesa con mis manos, sin quitar la vista del techo.

En efecto, la imagen, resultado de mi mente exaltada por las medicinas, la fiebre y el insomnio, desapareció y ya solo había en el techo grietas y telarañas. Me senté de nuevo al borde de la cama y luego me levanté con cara de decepción. Caminé hacia la cocina mirando los dedos de mis pies descalzos. Me serví un vaso de vino sin tregua, hasta el tope y cuidando de no derramar ni una gota caminé de nuevo hasta mi habitación y lo puse junto a la mesita y me senté en la cama resignado. Me acomodé para encender la televisión o para leer sin decidirme cuál haría; aunque estaba seguro de que me bebería el vino. Eché un último vistazo al techo antes de apagar la luz.

II. Domingo

El primer diablo apareció frente a mí la noche del domingo. Había tenido fiebre desde el viernes en la tarde y me había esforzado por dormir con ayuda de medicinas, pensando que amanecería mejor, pero toda la noche me revolqué en mi cama en medio del dolor y el sudor. El sábado en la noche estaba extenuado y no soportaba más; llamé a mi amigo que es médico y se presentó en un lapso de una hora y media, como lo había prometido. Traía consigo la medicina. Me hizo un examen superficial y sin emitir diagnóstico, me dio las medicinas, me hizo algunas recomendaciones y me dejó solo de nuevo, con náuseas y con deseos de aplastarme la cabeza contra el asfalto. Al fin la medicina hizo su efecto y llegué vivo a la mañana del domingo. Encendí al despertar el televisor y vi las noticias y un partido de fútbol, sin entender nada de lo que veía, sin opinar, solo pasaba el tiempo y mi vida, mientras yo estaba enfermo, en modo automático, abúlico, con pensamientos perniciosos, ojeras y desasosiego. Calenté una pizza vieja en el microondas y fue todo lo que comí durante el día junto con una leche achocolatada que también estaba en el refrigerador. Deambulé por el apartamento invocando fantasmas febrilmente, recuerdos venidos a menos, que me hacían sentir avergonzado y humillado y agudizaban mi agonía. Me metí los dedos a la garganta para vomitar lo que me hubiera hecho daño, pero me detuve en cuanto sentí el sabor de la medicina. Sonó mi celular y no lo contesté. Sonó el teléfono de la casa y lo miré hasta que de nuevo se hizo silencio sin tocarlo. No quería hablar con nadie. Sin darme cuenta, llegó la noche y con la noche, el aburrimiento desesperante que no divirtió nada y la medicina hizo efecto y dormí. Entonces, en medio del febril sueño apareció el primer diablo. Tenía facciones felinas, pero no tenía pelos en la cara y los del cuerpo no eran más que del abrigo que lo cubría. Cuando movía sus manos, de veía a través de ese traje que no llevaba nada más puesto.

III. Martes

El tercer diablo me tocó la espalda con sus dedos fríos, en sueños, la noche del martes. Había tomado mi medicina hacia el mediodía y dormí durante la tarde y parte de la noche. Me desperté con hambre y con sed, pero especialmente con sed. Bebí mucha agua, y me comí una buena rodaja de sandía. Oriné largamente, sentado en el retrete, con mareo. Pasaban una novela que nunca había visto por la televisión en un canal nacional. Luego vi el noticiero y con el televisor aún encendido, aunque con el volumen muy quedo, cerré los ojos y me cubrí el cuerpo con una manta delgada. Era una noche calurosa y con eso sería suficiente. Me levanté de mi cama y caminé hacia la ventana de la sala para admirar las luces de la parte de la ciudad que se veía desde allí. Había un apagón en una parte, a mi izquierda y a mi derecha había un bosque, por lo que las luces del fondo se veían como una isla de luz. Me preparé una bebida caliente y entonces sentí esos dedos fríos que bajaron por mi espalda desde el cuello. Yo quedé congelado, atónito y podía sentir mi respiración intranquila. Luego de los dedos sentí la voz gruesa y profunda, como la de un tambor, que también bajaba por mi espalda. “Tranquilo”, me dijo, “tranquilo”.

Creo que me veía tranquilo, pero era evidente que la situación no era para estarlo. Me giré lentamente cuando dejé de sentir los dedos. No había nadie allí. Desde la sala, escuché que provenía de nuevo la misma voz con la misma intensidad, como si estuviera a mi lado: “Ven aquí, hablemos”. Sin saber por qué, obedecí y me desplacé como flotando sobre la alfombra, con la taza en mi mano derecha, humeante. Me senté en la sala, en otra silla, frente a él, delgado o más bien esbelto, con ropa brillante, con algo en la mano que parecía un cigarrillo que se ponía frente a su rostro y no había humo, pero… tampoco había rostro. Y empezamos a hablar, al mismo ritmo que hablamos toda la noche, hasta que desperté. El tercer diablo no tenía rostro.

IV. Viernes

El viernes fue un día particular. La rutina de la mañana se lo tenía bien guardado. Las calles estaban atestadas de vehículos, escuché en la radio, así que tomé un taxi hasta la estación del metro y me subí sin reparos y sin gestos. Me dejé arrastrar por el tren en medio de las banalidades y las noticias del diario que llevaba el viejo sentado a mi lado. Las luces de la ciudad, aún encendidas, pasaban indolentes por las ventanas, y la gente parecía aún estar en sus camas, dominadas por el letargo. Me senté en mi escritorio a organizar mi día y felizmente noté que mi agenda estaba libre y podría adelantar esos informes que tenía pendientes desde hacía días. El computador parecía estar rápido y las letras fluían de mis dedos en la pantalla, casi sin errores. Leía con satisfacción mis escritos, llenos de detalles inútiles que nadie leería mientras la mañana pasaba y la gente entraba y salía de la oficina, con sus problemas, con sus deudas bancarias, con sus divorcios, con sus amoríos, con sus fotocopias y con sus ganchos de legajador. Cuando salí de mi zona, eran las 4 de la tarde, y no me había levantado de la mesa ni para tomar un café, no había ido al baño y no había almorzado. Me pregunté si tendría hambre y busqué entre los cajones de mi escritorio algo de comer. Solo había una galleta mordida y un frasco con cápsulas para el dolor de cabeza. Algo sugestionado, algo enfermo, sentí que mis sienes ejercían una presión inusitada sobre el resto de mi cabeza, así que tomé el frasco y la galleta y me acerqué al botellón de agua, me serví un vaso, mordí la galleta y me metí atropelladamente los pedazos a mi boca, tomé un trago, suficiente para disolver la galleta mal masticada en mi boca y la tragué. Luego tragué dos pastas del frasco un poco más de agua y volví a mi asiento. Hacia las 5:30 ya nadie estaba trabajando, excepto por mí. El dolor en mi cabeza persistía. Me levanté y me fui a mi casa con la venia de mi supervisor, a pesar del trabajo inconcluso. Me molestaba la idea de que pensara que no quería trabajar y que no había trabajado a pesar del esfuerzo, pero no me sentía cómodo haciendo demostraciones no solicitadas. En el metro, un hombre mayor me miraba fijamente. Tendría unos cincuenta años y tenía un abrigo grande y grueso; muy extraño, pues hacía calor. Me miraba a través de sus lentes anchos de marco dorado, por encima de su periódico vespertino. Cuando vio que lo miraba me sonrió. Yo giré mi cabeza y lo ignoré. Un momento después lo busqué de nuevo en su asiento, pero encontré una señora robusta, con un vestido rojo que dormía con la boca abierta, mientras a su lado jugaba un pequeño con cubo Rubik. Busqué al hombre con la mirada en vano entre la gente que estaba de pie y en las sillas que alcanzaba con mi vista. Cuando llegó el momento me puse de pie y abandoné el vagón. En los torniquetes lo encontré de nuevo, con el periódico enrollado bajo su brazo izquierdo mientras contaba con esa mano las monedas que tenía en la otra. Pasamos los torniquetes al tiempo. Levantó la vista y me sonrió de nuevo. “Que te mejores” me dijo con la voz de alguien más viejo. Lo miré con extrañeza y seguí apresuradamente mi camino. En el taxi noté el ardor de mi garganta y tuve que tocar el hombro del taxista para que se detuviera frente a mi edificio, porque no pude hablar. Mi cabeza parecía que iba a estallar luego de que lo hicieran mis amígdalas. Subí apresuradamente las escaleras porque no tuve paciencia para aguardar el ascensor. Entré y caí en mi cama. Dormí por última vez en cuatro días, un sueño sofocante, intermitente.

Me desperté con fiebre, sin voz y sin ganas de vivir ni de contestar los teléfonos que no parecían parar de repicar. No tenía fuerzas ni para apagarlos.

V. Lunes

El segundo diablo era como la niebla. Durante la noche del lunes apareció casi cuando cerré los ojos por primera vez. Pensé que esta noche sí dormiría, pero me equivoqué. El lunes en la noche me acosté fatigado y desconcertado. Había tomado la medicina en la mañana luego de llamar a la oficina para avisar que no me presentaría. Dormí hasta las 4:00 de la tarde, pero me desperté con mucha hambre, con mucha sed e irónicamente, con sueño y cansancio. Traté de leer y apenas unas pocas líneas me dominaba el sueño, pero cuando trataba de dormir, me despertaba abruptamente sin razón aparente. El piso de la calle estaba mojado, pero el sol aún calentaba desde el horizonte, sin una nube que lo ocultara mientras lo hacían las montañas del occidente. El lago relumbraba con los agónicos rayos del día y las aves revoloteaban frente a mi ventana. A las 7:00 tomé de nuevo la medicina y caí como muerto, solo para ver en varias ocasiones esa niebla que corría frente a mi cara, y me zumbaba en los oídos… de pronto dijo “No digas nada”. Yo estaba callado, pero la niebla repitió desde otro lugar “No digas nada”. Frente a mí, sin quedarse completamente quieta se presentó: “Yo soy un diablo, soy el segundo y tampoco debes temerme. Le temerás al cuarto. Vamos a conversar un poco”.

La primera charla fue sobre mi infancia. Viví mucho tiempo en el campo y regresaba a él en vacaciones. Mi padre se quedaba allí y yo me iba para la ciudad con mi madre. Mi padre nos visitaba los fines de semana y permanecía con nosotros durante el verano. Siempre dormía en la sala. Todas estas cosas le narraba, bajo su pedido, al segundo diablo quien hacía preguntas sin responder las mías. De pronto hizo un ruido espantoso, como de muerte, muy cerca de mi oído y desperté. Estaba empapado en sudor y con mucho miedo.

VI. Martes

Había considerado no tomar las medicinas. Tal vez todo había sido una terrible alucinación ocasionada por las drogas. Estaba agotado y enfermo y no quería comer nada, pero tenía mucha hambre y mucha sed.

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