INFRAORDINARIO.

Ana era una joven que parecía sonreír siempre y nunca se veía tristeza alguna en su rostro. Tenía unos dientes anchos y amplia mirada marrón, piel trigueña y cabello castaño oscuro y siempre lo mantenía corto, como si fuera un niño, su mamá le decía que era para ahorrar tiempo y dinero,  cosa que le disgustaba mucho y contra lo que no podía hacer nada. Era bella, aunque no sentía que lo era, su corazón estaba cubierto de una capa de chocolate endurecida en el congelador.  Le gustaban mucho las clases de biología, inglés y lenguaje, odiaba las matemáticas y la química, era algo especial y diferente pero tenía un secreto que hasta entonces nadie conocía.

¿Y qué secreto puede guardar una joven de 16 años? Si a esa edad apenas florecen las emociones, apenas a esa edad se comienza a descubrir el mundo?,  pero a ella ya le habían abierto los ojos a los once años, su inocencia se había perdido un día en el campo, como se pierden las alas de las mariposas muertas que se quedan sobre las hojas de los arboles, se había perdido como la espuma del agua de los ríos en el mar infinito, como se pierde el  sabor de un dulce en la garganta.  

Un día de verano luciendo su vestido de pepitas de colores un desconocido se acercó a ella para robarle su tesoro, cruel se abalanzó  y manoseó hasta su alma.  Ojalá hubiera servido de algo tener el cabello corto porque con un niño la hubiera confundido, ojalá esa mañana el sol no hubiera aparecido y seguramente ese encuentro fatal no hubiera sucedido; pero nada que hacer, lo impensable para ella ya era seguro y nada en el mundo ahora podía cambiarlo, luchó con todas sus fuerzas para huir,  ni los gritos ahogados, ni las uñas, ni los dientes,  ni la oración que su madre le enseñó y que había hecho la noche anterior pudieron alejarla del maligno.

Sola quedó Ana, turbada, malherida, acurrucada en el prado, bajo un árbol, destruida, con su carita roja y su cabello alborotado. 

A sus dieciséis Ana no lo había olvidado, tenía el recuerdo claro y de vez en cuando algunos olores del campo le causaban náuseas, algunas caras le daban miedo y en algunos rincones aún lloraba, no fue al psicólogo, nadie lo supo, quizá algún día se lo cuente a alguien.  Mientras tanto su blanca sonrisa aún lo seguirá ocultando.

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