Llegó agotado a la cima de la montaña. No quería llevar a sus espaldas las pesadas lápidas como la vez anterior. Miró ansioso al cielo, pero no oyó el llamado. Reinaba el silencio. No se sentía el soplo del viento, no revoloteaban las moscas y era difícil respirar. Sintió el calor en sus pies porque las gastadas suelas de sus zapatos tenían agujeros, aguantó. Había una higuera cerca, quería ocultarse, pero sabía que se lo recriminarían después si se quedaba dormido. Llevaba sus herramientas en un bolso viejo. No había nubes y el sol de mediodía lo estaba doblegando.
Sus pensamientos lo irritaban, pensaba que había cosas menos estúpidas que someter a la gente a inútiles pruebas. ¿Por qué no era posible advertir y castigar como se había hecho siempre? ¿Por qué se debían inventar acertijos insolubles? ¿No estaba claro ya que la gente no entendía? Le dio la razón a las deidades por sus represiones crueles del pasado. Si el mismo, un simple grabador de piedra lo sabía, entonces los sabios y los dioses con más razón. ¿Por qué, entonces, habían decidido empezar este juego absurdo?
Pasó media hora y para dejar de experimentar el sufrimiento, se dejó llevar por sus fantasías. Se vio llegando a una de esas plazas en las que Sara, su actriz favorita, hacía las parodias del buen Pablo Mármol subiendo a la montaña para traer las piedras con las inscripciones dictadas por la sabiduría divina. Imaginó a esa rechoncha mujer encorvada por el peso de las grandes tablas de granito. Se rio y logró olvidarse de su mal humor. De pronto oyó la voz.
—Perdona por el retraso—le dijo el hombre viejo a Pablo.
—Has tardado más que de costumbre, señor—le respondió Pablo con cierto alivio.
—Sí, querido hijo, es que me he quedado meditando más de la cuenta. ¿Sabes? Creo que esta vez será mejor que ellos mismos establezcan las reglas del buen vivir…
—Pero, señor…!No serán capaces de urdir nada bueno!!Propondrán dejarse llevar por sus instintos!!fracasaremos!
—No, hijo mío. Con las condiciones que pondré, será muy difícil que se arriesguen a sugerir cosas inmorales.
—Pero, ¿qué condiciones? Además ¿qué pasará, si todo falla?
—No te preocupes. Escúchame bien. Coge esas piedras planas de allí.
Pedro miró a su alrededor y no pudo verlas, le preguntó al anciano y este le indicó que se encontraban bajo unos matorrales. Pablo separó la hierba, las ramas y las halló. Comenzó a limpiarlas con las manos y sacó su cincel y el martillo dispuesto a empezar el trabajo.
—No será necesario hacer las inscripciones, Pablo—le dijo el viejo—. Solo tendrás que llevarlas y pedirle a la gente que diga qué buen hábito o acto de la vida es benéfico para el hombre, y la inscripción aparecerá grabada por arte de magia, y si dicen cosas malas e inmorales, serán fulminados por un rayo. Así que se lo pensarán dos veces antes de dejarse llevar por sus bajas pasiones.
—Pero, señor, es posible que después del primer fulminado, la gente se lo piense mejor y dejen de hacer propuestas.
—En ese caso, les dirás que, si nadie dice nada, perecerán lentamente por causa de una dolorosa enfermedad.
Pablo se echó a las espaldas las piedras y emprendió la marcha. Comenzó a sudar a chorros, le salieron ampollas, se le secó la boca. Le había ordenado el viejo, no parar hasta llegar al pie de la montaña.
Se derrumbó exhausto y se desmayó. Lo estaban esperando con impaciencia. Le dieron agua y comida. Pablo tardó una hora en recuperar el aliento. Nadie se había atrevido a tocar las tablillas por causa de las malas experiencias pasadas.
—¿Qué traes esta ves? —Le preguntó Santiago.
—Tendréis que proponer los hábitos que ayuden a la comunidad y en general al hombre —dijo con dificultad—para que vivamos en armonía. Pero ¡Cuidado! ¡Porque en caso de que propongáis algo malo, caeréis fulminados por un rayo!
—¿¡Pero que estupidez has ideado, imbécil!? ¡Yo propongo que forniquemos hasta el hastío! — gritó un hombre gordo que cayó rostizado por la fuerza de una luz cegadora.
Poco a poco se fueron reponiendo de la impresión y, cautelosamente, alguien dijo: “No matarás…”.
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