Los primeros días fueron perfectos. Se lo contaron todo: cada detalle de sus vidas, cada secreto, cada pensamiento, cada idea, cada sueño y cada recuerdo. Nunca dos personas se conocieron mejor. Y cuánto más sabían el uno del otro, más se enamoraban. Hallaron aquello que siempre buscaron pero nunca creyeron posible encontrar. Hallaron su quién, su por qué y su cómo. Hicieron cosas que jamás imaginaron hacer, dijeron cosas que jamás imaginaron decir, sintieron cosas que jamás imaginaron sentir. Rieron, hablaron, jugaron, follaron, amaron, amaron, amaron y amaron, hasta que se cansaron de hacerlo.

En su primera noche en altamar no se preocuparon por nada. No había ayer ni mañana, su destino era incierto y les encantaba. Navegaban a la deriva en un inclemente mar. Su pequeña embarcación era lanzada de lado a lado como si fuese de papel, sin embargo, nunca habían sentido tanta paz. Sabían que estarían a salvo, que sin importar lo que la naturaleza tuviera planeado, esa noche no morirían, que su bote soportaría lo que fuera necesario para permitirles vivir aunque fuese un solo día de su nueva aventura. Contemplaron el cielo por varias horas. Grace le contó a Jacob sobre las estrellas. Le explicó que éstas no eran simples cuerpos celestiales, que poseían ciertas cualidades mágicas, que su posición en el cielo determinaba el comportamiento de las personas e, inclusive, develaba su futuro, y que en ese preciso momento indicaban que el mundo se rendiría a sus pies. Él, a quien poco le importaban estas cosas, tan solo estaba feliz de estar junto a la persona que más amaba, mirando el cielo y sintiendo la brisa en su rostro. Entraron al cuarto cuando comenzó a llover. 

Se desnudaron y se acostaron. Frankeinstein dormía a sus pies. Recostados frente a frente se sonrieron y se besaron. Jacob tomó a Grace por la cintura y la pegó lo más que pudo contra su cuerpo. Ella lo abrazó por el pecho y apretó con todas sus fuerzas. No querían otra cosa que estar lo más cerca posible el uno del otro. Sentían tanto amor que no sabían como expresarlo, tanto amor que creían que iban a explotar, tanto amor que no tardaron en hacerlo. 

Jacob despertó con los primeros rayos del sol. Se escabulló delicadamente fuera de la cama, tomó las dos cajetillas de piel roja que había robado y salió a la proa. Encendió uno de sus cigarros y arrojó el resto al mar. Se tumbó en el suelo y contempló el paisaje por unos instantes. No había más que agua a su alrededor. La ciudad donde había nacido y crecido, donde había conocido a todas las personas que alguna vez quiso, donde se había enamorado y donde siempre pensó que pasaría el resto de su vida, ya ni siquiera estaba al alcance de su vista. Apenas era perceptible el humo que emanaba en la distancia. Pensó en sus padres y en sus hermanos, en sus abuelos y en su perro, en uno que otro de sus amigos y una que otra de sus ex novias, y comenzó a llorar. Se despidió de ellos y se prometió a sí mismo no volver nunca a casa. Botó el cigarro y entró al cuarto a despertar a Grace. El mar estaba tranquilo. 

El tiempo transcurrió rápidamente. Fueron tan felices como nunca lo habían sido. La rutina era siempre la misma, sin embargo parecían disfrutarla más cada día. Se levantaban temprano en la mañana y Jacob preparaba el desayuno. Ella lavaba los platos mientras él alistaba la caña. Apagaban el motor del bote y, mientras este era llevado a la deriva, él pescaba y ella dibujaba. Así pasaban la mañana. Almorzaban su presa (cuando conseguían) y se sentaban a ver películas. Habían robado poco más de 100, en su mayoría policiales y románticas. Cuando el sol estaba por ponerse salían a la proa y se echaban a ver el cielo. Algunas veces bailaron al atardecer, siempre por petición de Grace. En la noche ella preparaba la cena y Jacob lavaba los platos, alimentaban al gato y se acostaban. Leían alguno de los libros que habían robado, o jugaban algún juego de mesa en cama; follaban y dormían. Hacían lo mismo todos los días, y todos los días con una sonrisa en el rostro. Si de ellos dependiese, que el resto de sus vidas fuera así, que pasaran los años y él cocinara siempre el desayuno y ella la cena, que volvieran a empezar las películas cuando las hubiesen terminado y que solo cuando él pescase el último pez del océano, mientras ella dibujaba, tuvieran que atracar. Pero al igual que el combustible y la batería del bote, el agua potable y los medicamentos; el amor y la paciencia también se acaban. 

Habían transcurrido 3 semanas cuando las cosas comenzaron a cambiar. Era una mañana oscura y el mar estaba agitado. Al igual que siempre, Grace dibujaba mientras Jacob pescaba.

-Hoy no picarán-

-Dale tiempo. Aun nos quedan algunas horas de sol-

-Te estoy diciendo que no picarán-

-Está bien, no te preocupes. Prepararé una pasta, entonces-

-No quiero pasta… y no estoy preocupado-

-Bueno, lo siento… podría descongelar algo del pescado de ayer-

-Creo que prefiero no comer hoy-

-Tienes que comer algo-

-No tengo que hacer nada-

-¿Qué te pasa? ¿Por qué me hablas así?-

-No lo sé, no me siento bien. Lo lamento-

-¿Quieres que te consienta?-

-No. Déjame solo. Necesito estar solo un rato…-  

Aquella fue la primera vez que discutieron. La primera vez que su compañía no los hizo felices. La primera vez que uno de ellos quiso estar “solo”. Esa noche no vieron ninguna película. Se acostaron temprano, vestidos y dándose la espalda. Grace lloraba en silencio mientras Jacob tenía la mirada fija en el reloj. Ella pensaba en cómo arreglar las cosas el día siguiente, él simplemente observaba el segundero avanzar lentamente. Le parecía que cada segundo era una eternidad. Se sentía hastiado y lo único que quería era huir. Pasaron varias horas en vela, durante las cuales nada se dijeron. El reloj marcó las 3 de la mañana cuando Jacob se volteó y, sin decir una palabra, bajó los pantalones de Grace, quien al sentirlo sonrío e intentó voltearse, cosa que él no le permitió. Le pidió que se quedara de espaldas y, por primera vez, se la comió por el culo. 

A partir de ese día la rutina nunca más se repitió. Había días en los que no salían del cuarto, días en los que no comían, días en los que no hablaban. Lo único que se repetía siempre era el sexo, cada vez más frío, cada vez más distante. Jacob follaba con rabia, a veces, inclusive, parecía follar con odio. No la besaba ni la consentía, y casi nunca la miraba a los ojos. Comenzó a cachetearla, a escupirla, a insultarla y a mearla. Grace solía llorar cada noche, pero sabía que debía soportarlo. Era la única forma que tenía de seguir sintiéndose importante para él, la única forma de sentirlo cerca, la única forma de hacerlo feliz. 

Una tarde, sentado en la proa mientras Grace dormía en el cuarto, Jacob recordó su primera noche en altamar. Se sintió triste al pensar en aquel día y en cómo todo había cambiado tan de repente. Volvieron a su mente las palabras de Grace sobre las estrellas y le resultó imposible no dejar escapar un par de lagrimas. No entendía el por qué de su cambio. Ella seguía siendo la misma, y lo único que quería era hacerlo feliz, pero él era otro. Se sentía enojado y cansado. Aún la amaba, y de eso no tenía ninguna duda, pero ya no estaba seguro de querer estar con ella, y temía haber cometido un terrible error. Se arrepintió de todo, pero en ese momento, más que nada, de haber arrojado sus cigarros al mar. Cerró los ojos por unos minutos y entró al cuarto. Grace lo masturbó y durmieron dándose la espalda. Ella lloró en silencio y él miró el reloj. Decidió entonces que terminaría todo la mañana siguiente. 

Despertó tarde aquel día. Grace no estaba en la cama, así que aprovechó un instante su soledad para pensar aquello que en la noche había decidido. Pocos minutos le bastaron para convencerse de lo que debía hacer y se dispuso a ir en busca de ella. Salió del cuarto y la vio sentada en el borde de la proa. Le estaba dando la espalda, con los pies colgando a pocos centímetros del agua y Frankeinstein en su regazo. Frente a ellos, a unos dos o tres kilómetros, se veía tierra. Una pequeña ciudad los esperaba. Se quedaron callados por un momento, observando. Entonces ella, cuando estaban a algo más de cien metros de la orilla, echó al gato al suelo y antes de saltar al agua, dijo:

-Saldré a dar un paseo. Volveré en la noche a este mismo lugar, así que si tan cansado estás de nosotros, te recomiendo que no estés aquí-

Jacob le dijo que la amaba, a lo cual ella no respondió. Una vez en la orilla se volteó y gritó:

-¡Si te vas a ir, déjame el gato en la playa!-

 

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