Soltó de la correa a Cuin. A sus trece años todavía tenía mucha energía. Él estaba deseando correr libre por el parque. Le miró dirigirse donde antes se encontraban los gatos. Pobre amigo mío.

A su lado pasaron algunos de los habituales a esa hora con sus animales. Le saludaron de refilón, sin detener su mirada en Cuin, que seguía empeñado en buscar el escondite de los felinos. Robarles la comida o hacerles correr un poco sin ánimo de hacerles nada, era la mayor ilusión que tenía él todas las mañanas. Cómo hacerle entender que era una misión imposible desde hace años.

Miró el brillo de los demás paseantes de cuatro patas del parque. Parecían estrellas bajadas del cielo, paseando orgullosas por la tierra. Relucían incluso debajo de los vestidos de mallas. Siguió mirando de reojo al suyo que obstinado, no cesaba de olfatear. Respiró profundamente. Por los menos el aire parecía seguir siendo el mismo.

Esperó como siempre, que alguno de los demás perros se acercase a Cuin. Falsa esperanza de todas las mañanas. Ni él lo haría ni ellos tampoco. A lo sumo encontraría miradas desaprobadoras contemplando su peluda y desusada figura.

Daniela, la chica más simpática del parque, se acercó a él como siempre hacía, cuando llegaba con Misha. Mira qué le gustaba ella y sin embargo acariciar a su perra, le suponía un esfuerzo de titanes. Esos ojos sin luz, esa trufa metálica, la boca perfecta sin un ápice de saliva o de babas. La lengua sin retorcerse ni bailar por las comisuras. Esa cola, bandera metálica, sin alterarse por el viento ni la lluvia. Nada podía con ella. Era impasible. Los vendían como “El ladrido perfecto”.

No encontraba ahora a Cuin. Le había perdido de vista.

Tras corresponder al saludo de Daniela, sus ojos se volvieron de nuevo a buscar a Cuin o atisbar algún movimiento por los matorrales, que le indicasen su presencia. No había nada fuera de sitio.

Delante de él pasó corriendo Kebo, el perro de Óscar. ¿O era Kebu? No recordaba bien el nombre del nuevo. Sí que en sus pupilas se quedó grabada la imagen del anterior, cuando al coger un palo que le habían tirado, se equivocó. Apresó el infeliz, otro distinto. Resonó en todo el parque el tono airado de Óscar al percatarse del fallo. Las risas de los demás. Al día siguiente Óscar llegó solo, diciendo que había devuelto al pobre animal y que como estaba en garantía, en unos días le mandarían uno nuevo. Estaba orgulloso, feliz. Le iban traer un modelo más perfecto. Lo último de lo último. La versión oficial decía que los que se devolvían, eran reciclados para fabricar o reparar otros. Según su padre, había  protectoras clandestinas, que por las noches recogían de los contenedores los estropeados, los abandonados. Ellas les darían una nuevo sitio al lado de los que todavía seguían existiendo.  Las noticias siempre decían que ya no eran necesarios los refugios de animales con estos nuevos modelos de compañía. No fue así en el caso de los gatos. Los pocos gatos callejeros que quedaban, se los llevaron hace años a la Luna. Todo el mundo lo sabía. Todos menos Cuin.

Fue un acto simbólico para limpiar conciencias. Nadie tenía noticias de ellos, pero él sabía que los casi amigos de Cuin sobrevivirían. Nadie puede matar dos palomas al mismo tiempo.

Dejó a Daniela con la palabra en la boca. Se dio media vuelta, debía de encontrar a su amigo.

Entre unos matorrales, allí estaba. Tumbado de lado, los ojos cerrados, sin vida. Quizás el corazón no había podido más o la triste ausencia durante años de los gatos callejeros había minado su alma al final.

Después llamó a su padre, hecho un mar de lágrimas. El corazón se le salía del pecho. Entre los dos, enterraron a su mejor amigo, su compañero, en el jardín.

Llegó la noche. Triste, no podía dormirse. Imaginó como hacía Cuin, dormir con el cuerpo al lado de esos animales brillantes. Sintió escalofríos y al segundo algo se recostó a su lado. Sintió su olor. No veía nada pero ahí estaba Cuin, cuidando sus sueños como siempre hacía.

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