Tus manos desnudaron
mi indecisión,
una noche de invierno
en un porton.
Corrian y derrapaban
tus escandalosas manos
por mis curvas,
por mi lumbago,
mientras mi boca se embobaba,
se abría,
y mis piernas,
poco cuerdas,
sonreían.
Como la lluvia de mayo,
entrecortada y menuda,
mi voz se oía.
Y no quería callar;
quería ser oída.
Tus ganas mordían mis lóbulos,
y tus palabras,
graves y libidinosas,
solo mostraban una inagotable energía.
Mi piel se convirtió en punzante erizo,
y mis caderas
en tu apoyo favorito.
Tus manos me dibujaban la figura,
mientras dentro de mí
te movías.
Me levantabas en peso,
para verme aún más de dentro,
y por un segundo,
mi alma enloquecía.
Tu lengua acarició mi dermis,
húmeda como el agua de enero
que tanto te gustaba ver,
y me acaricaba.
Sin parar.
Sin mirar.
Mis piernas se reían.
Querían estallar.
Te deseo cada noche,
pecado capital.
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